Estado, comuna, comunidad

por Bruno Bosteels

El siguiente texto es una versión ligeramente editada de dos intervenciones en el Banco Central en La Paz, el 27 y el 28 de noviembre de 2013, en el marco del seminario sobre “El Estado desde el horizonte histórico de nuestra América”, organizado por la Vice-Presidencia de la República de Bolivia. Gracias a los esfuerzos de Josefa Salmón y Oscar Vega se publicó por primera vez en línea en Bolivian Research Review/Revista Boliviana de Investigación, vol. 11, no. 1 (agosto 2014).
Las medidas geopolíticas del capital: En torno al Manifiesto comunista
El nuevo libro de Jorge Veraza, El sentido de la historia y las medidas geopolíticas de capital, define una enorme pauta en la recepción no meramente académica sino activa y militante del Manifiesto del Partido comunista.[1] En realidad es el último en una serie de tres libros, hasta la fecha, dedicados a la historia, las condiciones de producción y las muchas lecturas que, aun cuando se trata según el autor de malas interpretaciones, de equivocaciones o pura y llanamente de errores que obstaculizan el entendimiento en vez de facilitarlo, no obstante dan prueba fehaciente de la larga y continuada relevancia del texto de Marx y Engels.[2]
Sin duda, el Manifiesto es un texto que nos sigue desafiando hasta estos días con proclamaciones contundentes, imágenes casi oníricas del avance mundializado del capitalismo, capaz de “destruir todas las relaciones feudales, patriarcales, idílicas” del mismo modo en que—doy aquí otra cita igualmente famosa—las “abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus ‘superiores naturales’ las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel ‘pago al contado’… En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal.”[3] Pero el Manifiesto no sólo nos ofrece un diagnóstico implacable de la destrucción que resulta de las medidas geopolíticas del capital, primero a escala europeo-continental y luego con el redondeamiento de la globalización a escala mundial. No sólo es un texto escrito con una intención férreamente crítica, también demuestra una fidelidad no menos ardiente y atenta hacia todos los acontecimientos que después de las convulsiones revolucionarios de 1848 sacudieran el continente europeo a lo largo de más de medio siglo, antes de verse integrado, ya entrado el siglo veinte, en la visión oficial del comunismo soviético y sus posteriores deformaciones estalinistas.
Las consecuencias de este cambio en la medida geopolítica del capital, es decir, su impresionante ampliación destructiva de europeo-continental a mundial-globalizada, ya fueron estudiadas en un libro anterior de Jorge Veraza, publicado en 1998 para los 150 años de la publicación del Manifiesto del Partido Comunista bajo el título Leer nuestro tiempo, leer el Manifiesto. Y es que de lo que se trata es siempre de hacer ambas cosas a la vez, es decir: no sólo leer nuestro tiempo a partir del Manifiesto, sino también, una y otra vez, leer el Manifiesto a partir de nuestro tiempo. Es como una especie de ejercicio obligatorio, una prueba anual o quinquenal de salud para cualquier lector comprometido con la promesa irrenunciable de la emancipación, por más utópica o espectral que parezca esta promesa hoy día.
Mejor dicho, la lectura que se propone también aquí en Bolivia con la reedición del Manifiesto constituye una tarea permanente, no de conmemoración de una pieza de museo sino de indagación militante de un texto que se abre ante nuestros ojos como una caja de herramientas con distintos compartimentos—los cuatro breves capítulos del Manifiesto sin menospreciar su inolvidable preámbulo donde se anuncia el espectro del comunismo ni omitir tampoco los siete prólogos a las distintas traducciones y reediciones mediante los cuales Marx y Engels, durante los 44 años entre 1848 y 1892, ya empezaron la tarea de autoesclarecimiento de su propio tiempo. De modo similar, El sentido de la historia y las medidas geopolíticas de capital de Jorge Veraza combina una primera parte que es abiertamente polémica (en contra de las lecturas de León Trotsky, Eric Hobsbawn y Marshall Berman) con otras dos partes más propositivas y hasta programáticas donde el autor expone su propia lectura del Manifiesto y trata de otorgarle un nuevo sentido a la historia expandiendo la interpretación del texto no sólo hacia el contexto contemporáneo sino también hacia el contexto local, tanto en América Latina en general (ya en 1998 lo había hecho a partir de la experiencia de los zapatistas en Chiapas) como con referencia al proceso de cambio en Bolivia en particular (por ejemplo, acerca del debate sobre neoextractivismo y el TIPNIS). Además de las polémicas en contra de los efectos deletéreos de la teoría del imperialismo como supuesta nueva fase del capitalismo que afecta gran parte de la recepción del Manifiesto en el siglo pasado, entre las propuestas propias del autor de Las medidas geopolíticas del capital me gustaría mencionar brevemente, primero, una bienvenida y muy necesaria insistencia en la unidad de la obra de Marx, del Manifiesto al Capital a la Carta a Vera Zasúlich; segundo, la necesidad de reescribir esta Carta para la época contemporánea, época definida como la era de la subsunción real no sólo del trabajo inmediato sino también de todo el consumo bajo el capital; y, tercero, el intento de redefinir el horizonte comunista mediante la propuesta concreta de la democracia directa a través de la democracia representativa.
Es que el problema fundamental que todavía no hemos sabido heredar del texto de Marx y Engels tiene que ver precisamente con el Estado y las posibles transformaciones en el concepto y la naturaleza real del Estado. Con respecto a este punto neurálgico, Marx introduce una importante nota autocrítica al Manifiesto en el nuevo prólogo que escribirá en 1872, después de ocurrida y reprimida la Comuna de París de 1871. El filósofo francés Etienne Balibar, en un texto de los años setenta que Álvaro García Linera todavía solía citar en numerosas ocasiones en sus trabajos de los años noventa, ha estudiado de qué manera la Comuna obligó a Marx a introducir una rectificación importante en el Manifiesto comunista.[4] Eso queda especialmente transparente en el prólogo para la edición alemana de 1872, uno de los dos prólogos que Marx todavía logró escribir junto con Engels, quien tendrá que encargarse él solo de los otros cinco prólogos. Allí, dicen Marx y Engels que “Aunque las condiciones hayan cambiado mucho en los últimos veinticinco años, los principios generales expuestos en este Manifiesto siguen siendo hoy, en su conjunto, enteramente acertados.” Sin embargo, también admiten que el apartado con las medidas revolucionarias enumeradas al final del capítulo II, “tendría que ser redactado hoy de distinta manera, en más de un aspecto,” sobre todo “dadas las experiencias prácticas, primero, de la revolución de Febrero [de 1848], y después, en mayor grado aún, de la Comuna de París, que eleva por primera vez al proletariado, durante dos meses, al Poder político.”[5]
¿Cuál es entonces la rectificación—según Etienne Balibar la única—que Marx y Engels piensan que deben introducir al Manifiesto después de la Comuna de París? En palabras de los propios autores, la siguiente: “La Comuna ha demostrado, sobre todo, que ‘la clase obrera no puede simplemente tomar posesión de la máquina estatal existente y ponerla en marcha para sus propios fines.’”[6] Sin embargo, de la lectura detallada del Manifiesto que presenta Jorge Veraza en sus libros, así como de la lectura que del mismo Manifiesto expuso Álvaro García Linera en textos anteriores como Forma valor y forma comunidad o como parte del volumen colectivo El fantasma insomne: pensando el presente desde el Manifiesto Comunista, debemos concluir que las cosas no son exactamente así, o por lo menos no son tan sencillas. En primer lugar, conviene destacar que, si miramos la totalidad de la obra de Marx, el supuesto “viraje” que se da después de 1871 realmente no es tal. Y hay más bien continuidad a largo plazo. Pero, además, y en segundo lugar, no son sólo los acontecimientos de la Comuna de Paris sino también los ecos más lejanos de la cuestión de la comuna o la comunidad en general los que nos toca aprender a escuchar de nuevo si queremos medir la actualidad del Manifiesto para nuestra época contemporánea.
En este sentido, bástame decir por ahora que, más aún que el prólogo a la edición alemana de 1872 sobre la lección de la Comuna de París, es el prólogo a la edición rusa de 1882, que también logró escribir todavía el propio Marx, el que me parece contener la lección fundamental para leer y entender a nuestro tiempo desde el Manifiesto. Es efectivamente en este prólogo donde se nos invita a reubicar la Comuna de París en medio de una tradición comunera o comunitaria de larga ascendencia en el mundo hispano, desde los comuneros de Castilla a mediados del siglo 16 hasta las rebeliones comuneras e indígenas en Nueva Granada y en los Andes del siglo 18.
Engels, en una nota a la edición inglesa de 1888, siente la necesidad de explicar el término: “‘Comunas’ se llamaban en Francia las ciudades nacientes todavía antes de arrancar a sus amos y señores feudales la autonomía local y los derechos políticos como ‘tercer estado.’”[7]  Y en otra nota, esta vez para la edición de 1890, apunta Engels sobre las comunas: “Así denominaban los habitantes de las ciudades de Italia y Francia a sus comunidades urbanas, una vez comprados o arrancados a sus señores feudales los primeros derechos de autonomía.”[8] De este modo, aun si no hay mención ni de la Comuna de Castilla ni de los comuneros de Nueva Granada ni de las rebelión coetánea de Túpac Amaru en el Perú, sí podemos observar a partir de 1870 en el trabajo de Marx y Engels el atisbo de un acercamiento histórico y político más amplio a esas otras comunas que son anteriores a la Comuna de París y que quizá, en términos de potencial emancipatorio, la trascienden hacia un futuro todavía impredecible.
De hecho, cuando escriben su prólogo a la edición rusa de 1882, Marx y Engels también están resumiendo una investigación de largo plazo que se inició mucho tiempo antes de la famosa carta con sus borradores a Vera Zasúlich, como podemos apreciar en los apartados centrales de los Grundrisse que hablan de las “formas económicas que preceden al capitalismo,” en una sección traducida y publicada asimismo en inglés y en español como un pequeño volumen aparte al cuidado de Hobsbawn.[9] Por supuesto, ya casi nadie en Europa habla de esas cuestiones sobre la “desgarradura” o el “divorcio” de la comuna agraria, la comuna originaria, o la comuna primitiva, como presuposición histórica sin la cual no hubiera sido posible el devenir-mundo del capital. Ese olvido es parte de lo que Jorge Veraza llama los muchos “fetichismos” que acompañan las medidas geopolíticas del capital, entre ellos el fetichismo que le hace olvidar al capital sus propias presuposiciones históricas efectivas, para imaginarse no sólo ubicuo en el espacio sino también eterno en el tiempo. Y así, también, entre pensadores europeos se suele ignorar la posible conexión entre la Comuna de París y esa otra comuna, o esas otras comunas, sin mayúscula, que para Marx ciertamente merecen una rectificación no menos importante del Manifiesto del partido comunista pero que ya no reciben ni siquiera una mención, por ejemplo, en el estudio de Etienne Balibar.
Y luego, además, ¿qué ha pasado en el último siglo y medio con respecto a la rectificación del Manifiesto del partido comunista acerca de la máquina del Estado? Curiosamente, la tendencia ha sido contraria a lo que fuera la intención programática de Marx y Engels. Al fin y al cabo, para el autor de La guerra civil en Francia que se autocita en el prólogo al Manifiesto de 1872, la Comuna de París , por más breve que fuera la experiencia y por más violenta que fuera su pronta represión por las fuerzas de la reacción, representa nada menos que la realización de la dictadura del proletariado. Es decir, allí donde, en el apartado con las medidas revolucionarias del Manifiesto original, Marx y Engels postulan que “El proletariado se valdrá de su dominación política para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante,” después de la experiencia de la Comuna de París, por el contrario, empiezan a entrever cómo esta centralización del poder en manos del Estado debe considerarse parte de un proceso más amplio que haga funcionar al Estado como no-Estado.
El destino de esta rectificación a lo largo del siglo veinte, en cambio, ha ido acentuando el aspecto de no-Estado a expensas del poder político en manos del Estado—no sólo burgués sino también, y con mayor razón aún, comunista o socialista. Así, en gran parte como resultado y diagnóstico a la vez del desastre que representó el estalinismo y de la frustración del eurocomunismo, la lección de la Comuna de París fue siendo leída, ya no como el primer ejemplo de la dictadura del proletariado sino como la noble premisa para una política radicalmente antiestatal que, más que revolucionaria, deberíamos denominar insurreccional. El legado de esta relectura es el que confrontamos hoy día: es nada menos que el impasse entre revolución y Estado, también traducible con otros nombres, por ejemplo, en términos de los conflictos trágicamente irresueltos entre movimiento y partido, entre autonomía y hegemonía, o entre política insurreccional y política institucional.
Si tuviéramos que volver a formular el título de la obra de Lenin en el que estudia esta cuestión del Estado, diríamos que hoy en día el problema fundamental en el legado del Manifiesto comunista (incluyendo la rectificación acerca de la destrucción de la máquina del Estado que Marx introduce después de la Comuna de París) debería describirse bajo el lema ya no de La revolución y el Estado sino de La insurrección y el Estado. En efecto, el predominio del modelo insurreccional, tan común en las protestas y las revueltas que sacudieron el globo desde la plaza de Tahrir en Egipto hasta los Indignados en la Puerta del Sol en España, empezando tal vez con la Comuna de Oaxaca en 2006 sino antes con la insurrección del 19-20 de diciembre 2001 en Argentina, este predominio contiene también un diagnóstico implícito sobre el legado del antiguo paradigma, de alta inspiración marxista-leninista, en el que se suponía que habría una continuidad entre la revolución y la toma del poder del Estado. Con los años, la disyuntiva entre proceso revolucionario y poder estatal en vez de reducirse sólo se ha ido abriendo cada vez más, hasta dar lugar a un verdadero abismo que actualmente está bloqueando de forma catastrófica los procesos de cambio en América Latina.
Es, sin duda alguna, en esa brecha donde Jorge Veraza se propone intervenir al plantear la posibilidad de crear espacios de democracia directa (más cercana al polo insurreccional, autonomista o abiertamente anárquica) al interior de la democracia representativa (más cercana al polo institucional, hegemónico o estatalista). Pero, dicho sea de paso, es de la misma manera como interpreto la propuesta de Álvaro García Linera para crear lo que llama un “Estado integral,” tomando prestado una idea de Antonio Gramsci.[10] Este concepto gramsciano, en efecto, se usa aquí de forma paradójica y hasta contraintuitiva. Para el pensador italiano, Estado integral o Estado ampliado es aquel Estado formado en el Risorgimento, por ejemplo, que penetra molecularmente en todas las capas y todos los poros de la sociedad civil. Difícilmente podría pensarse entonces como el posible nombre para un horizonte emancipatorio, menos aún comunista. De hecho, América Latina cuenta con una larga tradición de pensadores, desde Carlos Nelson Coutinho en Brasil hasta teóricos de la hegemonía en México incluyendo exiliados argentinos como José Aricó o Juan Carlos Portantiero, que tomaron el concepto de Gramsci como una herramienta privilegiada para estudiar cómo en la época decimonónica de la post-independencia, las repúblicas latinoamericanas recién formadas lograron fortalecerse no a pesar de sino gracias a las movilizaciones de masas cuyo descontento luego canalizaran hacia su propio aparato liberal-burgués.[11] Más allá de la letra de Gramsci, la noción de Estado integral que recién se ha propuesto aquí en Bolivia, en cambio, se inspira más bien en la imaginación de un nuevo orden público, si se quiere, postcapitalista: imaginación que pasa idealmente por la reabsorción de las funciones estatales en la propia sociedad de donde dichas funciones han emanado solamente para convertirse en lo que Marx y Lenin después de él llaman una “excrescencia,” y adonde deberían regresar en el futuro.
Así también, pienso en lo que propone un colega de Jorge Veraza en la Universidad Nacional Autónoma de México, el filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel, en una serie de artículos en el periódico La Jornada reeditados hace poco en Bolivia en forma de libro bajo el título ¿Estado o comunidad?[12] En estas crónicas, Dussel también propone una serie de mediaciones para superar la falsa disyuntiva entre representación y participación, o entre Estado federal y comunidad política, como son por ejemplo no sólo los líderes sino también y sobre todo los comités de base, las asambleas, los grupos de estudio, o los talleres colectivos. Yo no soy nadie para dar lecciones o para juzgar si esto es todavía una posibilidad en Bolivia. Más bien considero que es nuestra tarea aprender del proceso en curso, para analizar sus tensiones y rupturas internas, para tratar de entender sus consecuencias teóricas y prácticas, y para acompañar así los esfuerzos de auto-esclarecimiento ocasionados por la celebración de los 165 años de la publicación de Manifiesto del partido comunista.
La comuna mexicana
Una lección que todavía nos queda pendiente tiene que ver precisamente con el posible nudo entre las dos “rectificaciones” que Marx sintió la necesidad de introducir a su texto del Manifiesto. Ya vimos cuál fue la primera rectificación, inspirada en la Comuna de París, que lleva a Marx y Engels a escribir que “la clase obrera no puede simplemente tomar posesión de la máquina estatal existente y ponerla en marcha para sus propios fines.” Pero también había otra idea de la comuna, ahora sin mayúscula y con referentes varios desde la Rusia feudal hasta la América de tiempos coloniales, que aparece citada en el segundo prólogo que todavía pudo escribir Marx durante su vida, el de la edición rusa de 1882, y que además, el año anterior, había sido el tema del intercambio de cartas entre Marx y Zasúlich. Así, introduciendo una segunda rectificación, en mi opinión no menos trascendente que la primera, Marx y Engels  en el prólogo de 1882 se plantean la pregunta que les hicieron los populistas rusos: “¿Podría la obshchina [la comuna o comunidad agraria] rusa—forma por cierto ya muy desnaturalizada de la primitiva propiedad común de la tierra—pasar directamente a la forma superior de la propiedad colectiva, a la forma comunista, o, por el contrario, deberá pasar primero por el mismo proceso de disolución que constituye el desarrollo histórico de Occidente?” Y los autores mismos contestan: “La única respuesta que se puede dar hoy a esta cuestión es la siguiente: si la revolución rusa da la señal para una revolución proletaria en Occidente, de modo que ambas se completen, la actual propiedad común de la tierra en Rusia podría servir de punto de partida a una evolución comunista.”[13] 
Pues bien, ¿cuál es la relación entre estas dos “rectificaciones” al Manifiesto comunista, la primera referida a la Comuna de París y la segunda a la comuna agraria o supuestamente primitiva? Y, sobre todo, ¿cuál ha sido el destino de estos dos referentes, la Comuna con mayúscula y la comuna sin más, en “nuestra América”—entendida al estilo de José Martí no sólo como América Latina sino también incluyendo Norteamérica o los Estados Unidos?
Quisiera trazar un brevísimo itinerario de esta problemática, situándome para la ocasión sobre todo en el contexto mexicano. Y es que, ya por allí en los años 1874-1875, empieza a salir una publicación periódica en la Ciudad de México bajo el título La Comuna, que luego de una veintena de números cambia su nombre a La Comuna Mexicana para producir otra veintena de números. Y allí se anuncia no sólo la internacionalización de la Comuna de París, sino también el hecho de que, sin semejante proceso de internacionalización, la idea del socialismo se quedará trunca o estancada en el Viejo Mundo, asfixiada por siglos de absolutismo y monarquía, por falta de vínculos con la vigorosa tradición del republicanismo en el Nuevo Mundo. 
En el primer número de La Comuna, por ejemplo, se reproduce el siguiente discurso de un ex-communard que se entusiasma notablemente con la promesa eterna de la Comuna:

Mientras quede un hombre y una sola mujer, existirá la Comuna, porque los grandes principios son inmortales y ellos, sin ayuda exótica, logran hacerse paso, matar a la mentira y brillar en el espacio como un sol de perenne verdad. La Comuna vive en Francia como en México, en los Estados Unidos como en Alemania, en China como en Arabia; pero es preciso que nos reunamos los hombres de buena voluntad para trabajar por la consolidación de nuestros principios, para que se levante un nuevo Koszciusko para la emancipación de Polonia, un Kosuth para la libertad de Hungría, un Garibaldi para Italia, un Bakunin para el mundo; un gran hombre para cada ideal, para borrar las fronteras entre los pueblos, para demoler los tronos y los gobiernos, para cambiar en ósculos de paz las frases de odio; para sustituir la tea por la antorcha para reemplazar el retronar de los cañones con un himno grandioso, eterno, por haber obtenido una nación única, el mundo: una religión única, el trabajo; un dios único, la libertad.[14]

Unos años más tarde, en 1877, un socialista libertario de origen griego, gran admirador de Spinoza así como de la Iglesia mormona, Plotino Rhodakanaty, publica un extraordinario panfleto en el periódico mexicano El Combate bajo el título “La comuna americana.” En este texto, con la grandilocuencia típica de la época que merece ser citado extensamente, el inmigrante griego recién llegado de un periplo que lo llevó a ser testigo de la huelga más importante de finales del siglo 19 en Estados Unidos, la huelga de los ferrocarrileros de Eerie de 1877, es capaz de anticipar también la llegada inminente de la Comuna al Nuevo Mundo:

La Comuna ha estallado en América… Una simple huelga de operarios de ferrocarril ha sido el germen que ha desarrollado la Comuna en el Erie. Siempre los grandes incendios tienen por principio una chispa que, por acaso al parecer, cae siempre como un combustible o penetra dentro de un almacén de pólvora cuya explosión hace horribles estragos. … El pasado está en el presente, como éste se halla todo en el porvenir. Mirar con atención y deducir lógicamente los acontecimientos de nuestra época, es ver lo futuro con anticipación. Así pues, creemos, según la ley infalible de la analogía, que la Comuna, extinguida aunque aparentemente en París, germinando en toda Europa y transmigrando a los Estados Unidos de América, no dejará de visitarnos dentro de poco tiempo, cual ave viajera y peregrina que se cierne sobre los pueblos corrompidos, para purificarlos y devorar a los tiranos que los infestan, cual el fatídico bao se coloca sobre la choza del enfermo, atraído por la putrefacción, cantando el himno de la muerte.[15]

  
Si podemos creerle al historiador argentino-mexicano, el trotskysta Adolfo Gilly, entonces debemos concluir que este anuncio se hizo realidad unas décadas más tarde, en lo que Gilly en su libro La revolución interrumpida llama “la Comuna de Morelos,” es decir, el experimento radical de los zapatistas originales que, inspirados por el Plan Ayala, lograron combinar en el Estado de Morelos un autogobierno administrativo y militar con una reforma agraria radical, una vez que las tropas de Emiliano Zapata se retiraron de la capital donde momentáneamente, en diciembre de 1914, habían ocupado el Palacio nacional al lado de sus compañeros de la División del Norte de Pancho Villa.[16]
Haciendo suya la periodización marxista y manejando la nomenclatura que tomó prestado de la historiografía europea con sus alas jacobinas, sus fuerzas plebeyas, etc., Gilly no solamente encuentra en Morelos una reencarnación local de la Comuna de París, sino que le prevé un futuro mucho más próspero que años más tarde dará lugar, por ejemplo, a la nacionalización del petróleo bajo Lázaro Cárdenas así como a la insurgencia de los neo-zapatistas a partir de la rebelión de 1994 en Chiapas. Sin embargo, cuando el mismo historiador en 1995, con una beca que lo lleva a la Carolina del Norte en los Estados Unidos, empieza a escribir un largo ensayo sobre la experiencia del neozapatismo, un ensayo que más adelante será publicado con el título de Chiapas: La razón ardiente, parece haber decidido que ya no va a usar la nomenclatura de la Comuna.[17] Este vocabulario, con sus referentes que retoman el relato heroico de la Revolución francesa, con su Convención y su Jacobinismo, hasta los 71 días que duró la Comuna de París, ahora parece sufrir demasiado de su inscripción en un legado racional-ilustrado con claros rasgos eurocéntricos.
Aquí somos testigos de un verdadero cambio de paradigma que impacta profundamente sobre las nociones de comuna y comunidad. Gilly, sin duda, no es el único en abandonar el vocabulario marxista con todos sus presupuestos epistémicos. Pero en su modo de poner de lado a Marx o Trotsky a favor de los trabajos historiográficos de E.P. Thompson, Ranajit Guha o James C. Scott, sí podemos observar de forma ejemplar el cambio por así decirlo civilizacional que ha ocurrido desde los años sesenta para acá, incluso al interior de la izquierda. En vez de un análisis marxista de luchas anticapitalistas, obtenemos una crítica subalternista a la modernidad; en vez de un estudio de economía política, una indagación en la economía moral de las revueltas campesinas; en vez una investigación que se pretende científica de las relaciones objetivas del poder, una valorización abierta y declaradamente romántica del papel de factores subjetivos, culturales o simbólicos como los hábitos, los gestos, las creencias, los mitos o los rituales que conforman la identidad imaginaria de una comunidad. Así, pues, hemos pasado de la promesa de la internacionalización de la Comuna de París, promesa ya anticipada, dicho sea de paso, en el texto La guerra civil en Francia de Marx, a una revaloración de la comunidad o lo comunal, que tiene como unos de sus efectos indirectos justamente una crítica al eurocentrismo de todas aquellas lecturas de la Comuna que se inspiraban en Marx, en Lenin o en Trotsky.
(Entre paréntesis, y para empezar a traer este debate hacia el contexto de Bolivia, puedo quizá mencionar cómo hace poco, el profesor argentino Walter Mignolo, también ubicado en la Carolina del Norte, propuso una lectura del libro El sistema comunal como alternativa al sistema liberal de Félix Patzi Paco, movilizándolo según sus propios intereses para introducir una disyuntiva radical entre la cuestión de lo comunal, por un lado, y el común o la comuna, por el otro:

Lo comunal no se basa en la idea del “común” (commons), ni en la de la “comuna,” aunque ésta última ha sido retomada últimamente en Bolivia, sobre todo y notablemente no por intelectuales aymara o quechua sino por miembros de la población criolla o mestiza. Lo comunal es otra cosa. Deriva de formas de organización social que existían antes de los incas y los aztecas, así como de las experiencias incaicas y aztecas durante sus 500 años de supervivencia, primero bajo el mando colonial español y luego bajo los Estados-nación independientes. Para que se le haga justicia a lo comunal, tiene que entenderse no como un proyecto izquierdista (en el sentido europeo) sino como un proyecto decolonial.[18]

Aquí tenemos, de nuevo, la disyuntiva, ahora en términos de la inscripción étnica de la colonialidad: lo comunal constituye un polo de la disyuntiva, aparentemente irreconciliable—aunque el autor deja espacio, dice, para que se comuniquen—con el polo de lo común o la comuna. Aún más explícita en este caso que en el de Adolfo Gilly es la crítica al paradigma europeo-marxista de la izquierda.)
Y, sin embargo, regresando a México, vemos cómo en 2006, anticipando por un par de años una crisis y unas insurrecciones que estallarían entre 2008 y 2011 en el mundo entero, se dio una experiencia política radical en la ciudad y el Estado de Oaxaca que decidió—por primera vez en la historia de México—autodenominarse “Comuna,” es decir, “la Comuna de Oaxaca.” Aquí también había tensiones y disputas, especialmente entre Trotskystas, que adoptaban el juicio de su maestro para denigrar la posibilidad de que en Oaxaca hubiera podido darse algo como una Comuna a la altura de su modelo en París; y simpatizantes del neozapatismo que vinculaban la experiencia de la Comuna de Oaxaca más bien con las tradiciones del asambleísmo, la comunalidad y los usos y costumbres indígenas que tiene vigencia legal en la gran mayoría de las municipalidades del Estado de Oaxaca. Así, en un prólogo para el libro Oaxaca: Más allá de la insurrección de Sergio de Castro, el periodista Gustavo Esteva concluye:

Las luchas de los pueblos de Oaxaca por su tierra y el modo de vida que le corresponde ha tomado varios caminos, pero quizá ninguno tan significativo como el que podemos encontrar en esas comunidades regidas por usos y costumbres donde la tierra tiene un carácter comunal. Aquí vemos muy claramente cómo el territorio es no sólo un elemento esencial para la supervivencia física sino también una base esencial para su identidad cultural, incluyendo formas de organización sociopolítica basadas en la “comunalidad” como una manera de implementar la autonomía.[19]

¿Cuáles serían entonces algunas de las lecciones que podemos sacar de este breve periplo por la comuna en tierras de Emiliano Zapata y Pancho Villa?
En primer lugar, se constituye una disyuntiva entre dos inflexiones de la comuna: la primera marxista, con variantes trotskistas, leninistas y hasta maoístas; y la segunda subalterna e indigenista. A veces esta disyuntiva se equipara con la diferencia entre comuna versus comunidad, o comunismo versus comunalismo, casi siempre con una crítica implícita o explícita al eurocentrismo de la izquierda marxista; otras veces, parece existir la posibilidad de encontrar todavía todas las referencias necesarias al interior del corpus de Karl Marx, excepto que según una selección de textos muy diferente: El manifiesto del partido comunista y La guerra civil en Francia para aquellos que favorecen el modelo de la Comuna de París; frente a Formas económicas precapitalistas o los Cuadernos etnológicos y la carta a Zasúlich del último Marx, para quienes privilegian la persistencia de formas de vida y de organización comunitarias arraigadas en la propiedad común de la tierra.
Sin pretender una superación dialéctica de esas disyuntivas, para concluir sólo quisiera formular una hipótesis que evitara los riesgos que corre una versión unilateral de cualquiera de los dos polos extremos. Y es que la comuna me parece ser el nombre de un anhelo universal de emancipación de la humanidad que, si bien tiene sus raíces en aquella comuna o comunidad originaria que fue tan violentamente desgarrada y destruida durante el continuo proceso de acumulación primitiva del capital, también la trasciende y la excede por todos lados. Si no fuera así, la referencia a la comunidad, incluso al interior de un proceso plurinacional que quiere fortalecer una especie de socialismo comunitario para el siglo veintiuno, corre el riesgo de encerrarse en la particularidad de esta o aquella comunidad como algo dado y no como algo que se produce, así como no se recupera o se encuentra sino que se debe producir la asociación libre de la que se habla en el socialismo marxista pero también utópico del siglo diecinueve.
La comuna, o lo común, podría ser el nombre de aquello que, si bien hace eco a las voces que claman por recordar la violencia que sufrieron las comunidades, hace también alusión a la producción de un nuevo común, por así decirlo, postcapitalista.
La lógica temporal aquí sería parecida a aquella que maneja el filósofo mexicano de origen ecuatoriano, Bolívar Echeverría, antiguo maestro de Jorge Veraza, cuando habla de “El problema de la nación desde la Crítica de la economía política.”[20] En este texto, originalmente publicado en 1981 en la importante revista mexicana Cuadernos Políticos, Bolívar Echeverría distingue lo que él llama la Nación del Estado de algo que debemos presuponer como la fuente o el núcleo previo, algo así como la sustancia nacional, y que el autor también denomina la Nación natural, volviendo a utilizar una expresión que, a mi entender, no tiene precedente en Marx pero que sí fue utilizada ya una vez, por José Martí, justamente en su ensayo “Nuestra América.”
Escribe Echeverría: “La Nación del Estado es así el efecto de la acción del fetiche moderno, la mercancía-capital, constituido como empresa estatal, sobre la sustancia de la nación.” Pero, al mismo tiempo, añade el autor, debemos suponer que no sería posible la resistencia o la rebelión sin la movilización de todo aquello que pertenece a la sustancia nacional: “La resistencia del trabajador participa—y de manera determinante—en la resistencia pre-capitalista y post-capitalista de la sustancia nacional en la medida en que, al impugnar el modo de existencia efectivo de los individuos sociales (las ‘fuerzas de trabajo’) en calidad de objetos mercantiles—que es la condición de la explotación del plusvalor—reivindica necesariamente la dimensión ‘histórico cultural’ concreta de los mismos. No sería posible una liberación del trabajador que no implicara la liberación de la politicidad esencial de las fuerzas productivo-consuntivas y, con ella, la liberación de su sustancia nacional.” Y en una nota al pie, añade: “Es lo que olvida el comunismo abstracto, que sí la cree posible. Pero tampoco es posible lo que cree el nacionalismo revolucionario: una liberación de la nación anterior o al margen de la revolución anti-capitalista.”[21]
Lo importante que vale la pena recalcar aquí es la referencia a alguna sustancia histórico-cultural que no por ser concreta puede identificarse sin más con cierta esencia comunitaria o nacionalista perdida o sofocada, lista para ser liberada y restituida más allá de sus amarras capitalistas. Yo añadiría solamente que la comuna, como un nombre entre otros para esa sustancia sin esencia pero siempre latente como potencial permanente, debe encontrar asimismo formas o canales adecuados para transformar desde dentro al Estado. Aquella otra disyuntiva entre Estado y comunidad, o entre Estado y sociedad civil para usar los términos convencionales de la filosofía política, podría entonces encontrar modos de imbricarse y rearticularse a través de un Estado comunal o una comunidad estatal—sin diabolizar al Estado como el mal de una “excrescencia” perpetua ni idealizar la comunidad como el idilio de un “paraíso” perdido.  No sería la primera vez que se intentara: Ya en el socialismo de Salvador Allende, se reservaba un rol estratégico importante para las comunas; y algo parecido se ha estado discutiendo y experimentando desde hace varios años en torno a la idea de un Estado comunal en Venezuela.
Lo que sí debería haber quedado claro—y no por razones meramente filológicas o escolásticas—es que no hay forma de desvincular las dos “rectificaciones” que introdujo Marx al Manifiesto comunista: la idea, inspirada en la Comuna de París, de que no se puede apropiar tal cual la máquina del Estado; y la idea, sugerida por los populistas en Rusia, de que la comuna o la comunidad agraria, si se combina con un proyecto de transformación revolucionaria, puede ser el punto de partida para el comunismo, sin tener que pasar por todas las etapas del desarrollo del capital.


[1] Jorge Veraza Urtuzuástegui, El sentido de la historia y las medidas geopolíticas de capital (Crítica a intérpretes del Manifiesto del Partido Comunista) (La Paz: Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, 2013).
[2] Véase sobre todo Jorge Veraza Urtuzuástegui, Leer nuestro tiempo, Leer el Manifiesto: A 150 años de la publicación del Manifiesto del Partido Comunista (México, D.F: Ítaca, 1998).
[3] Carlos Marx y Federico Engels, Manifiesto del Partido Comunista (Beijing: Ediciones de Lenguas Extranjeras, 1991), 35-36.
[4] Véase la reciente reedición, Álvaro García Linera, El Manifiesto Comunista y nuestro tiempo (La Paz: Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, 2013).
[5] Marx y Engels, “Prefacio a la edición alemana de 1872,” Manifiesto del Partido Comunista, 2.
[6] Ibid.
[7] Marx y Engels, Manifiesto del Partido Comunista, 35.
[8] Ibid. Para la interpretación de la revuelta de los comuneros de Castilla en España, véase Karl Marx, La España Revolucionaria (Madrid: Alianza, 2009).
[9] Karl Marx y Eric J. Hobsbawn, Formaciones económicas precapitalistas (México, D.F.: Siglo Vientiuno, 1989).
[10] Álvaro García Linera, Del Estado aparente al Estado integral: La construcción democrática del socialismo comunitario (La Paz: Vicepresidencia del Estado Plurinacional, 2010).
[11] Véase Carlos Nelson Countinho, Introducción a Gramsci, traducción de Ana María Palos (México, D.F.: Era, 1986) y José Aricó, La cola del diablo: Itinerario de Gramsci en América Latina (Caracas: Nueva Sociedad, 1988).
[12] Enrique Dussel, ¿Estado o comunidad? (La Paz: Grito del Sujeto, 2012).
[13] Marx y Engels, “Prefacio a la edición rusa de 1882,” Manifiesto del Partido Comunista, 6.
[14] Citado en José C. Valadés, El socialismo libertario mexicano (siglo XIX), ed. Paco Ignacio Taibo II (Sinaloa: Universidad Autónoma de Sinaloa, 1984), 85.
[15] Plotino C. Rhodakanaty, “La comuna americana (una apreciación contemporánea),” in Obras, ed. Carlos Illades (México, D.F.: Universidad Nacional Autónoma de México, 1998), 62-63.
[16] Adolfo Gilly, “La comuna de Morelos,” La revolución interrumpida (México, D.F.: El Caballito, 1971), 229-301.
[17] Adolfo Gilly, Chiapas: la razón ardiente. Ensayo sobre la rebelión del mundo encantado (México, D.F.: Era, 1997).
[18] Walter Mignolo, “The Communal and the Decolonial,” Turbulence: Ideas for Movement. Disponible en waltermignolo.com. El autor argentino se refiere a Félix Patzi Paco, Sistema comunal: Una propuesta alternativa al sistema liberal (La Paz: Vicuña, 2009).
[19] Gustavo Esteva, “Presentación,” in Sergio de Castro Sánchez, Oaxaca: Más allá de la insurrección. Crónica de un movimiento de movimientos (Oaxaca: Ediciones ¡Basta!, 2009), 7-20.
[20] Bolívar Echeverría, “El problema de la nación desde la Crítica de la economía política,” El discurso crítico de Marx (México, D.F.: Era, 1986), 179-195.
[21] Ibid., 182-183.

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