Y sucedió. El mismo cuerpo con el que hace días llenábamos las calles, con el que hacíamos huelga feminista, ese que bailaba en una fiesta, el que producía discursos, orgasmos y vida está hoy bajo sospecha. Así como lo transmite todo –cultura, defensas, afectos–, su capacidad de portar y contagiar un virus lo plantea como un enemigo. Aislamiento social obligatorio, desacople, zona roja, cuarentena, cancelado, prohibido, cerrado, georreferenciado, estado de excepción, medidas prontas de seguridad, cadena nacional, cuestión de Estado. El Ejército vigilando el virus, la Policía patrullando encuentros, cuarentena preventiva, control biopolítico: el virus es una organización terrorista, y cada ser, una célula sospechosa. Somos muchos quienes nos pasamos hablando del cuerpo; de su centralidad y también de su olvido; de la necesidad de liberarlo y escucharlo o de disciplinarlo y controlarlo, según la ideología. Ahora, cuando toda la situación se organiza en torno a él, no tenemos ni puta idea de qué hacer con él.
Producimos síntomas psicológicamente. Sensación dudosa de garganta congestionada, voz carrasposa, la tos seca que describen en la tele. En la feria nuestras manos temblorosas hurgan entre la fruta como haciendo algo prohibido. Horas sobreinformándonos en las redes sociales; husmear las noticias de otros países; sospechar de todes y de todo; miedo a que por ansiedad comamos comida que la paranoia dice que no tendremos; la inevitabilidad de que toda conversación termine en “coronavirus”; miedo a no hacer el surtido, dejarle todo a los chetos y después arrepentirse; rechazo a la xenofobia que anda con pase libre; pesadillas en las que te encierran en cuarentena mientras gritás ¡no lo tengoo!; no poder producir un solo pensamiento útil; valorar lo que podíamos hacer mientras decidíamos quedarnos en casa mirando series y ahora ya no podemos; la angustia de no saber.
Escribo con dudas. Temblando. En desconcierto. Mirando la crisis mundial desde casa. Sorprende lo que un microorganismo nos puede hacer ver. China está tan cerca. El cuerpo es cuerpo social; no hay uno sin otros. El virus nos muestra vulnerabilidades y fortalezas. La cajera del súper reembarazada, los viejitos en riesgo y que son el sostén fundamental de los cuidados; trabajadores de mercados sin derechos, para los que parar es no cobrar. No somos iguales ante el virus, y mucho menos ante la crisis que ya desató. La precariedad de la vida y de la economía sumada al ajuste son una enfermedad –también conocida como neoliberalismo– que, de no desplegarse mecanismos de contención social, va a llevarse más vidas que el propio bicho. Pero el virus también nos muestra que las opresiones contra las que luchamos están atadas por hilos fragilísimos. Que los cuerpos de los poderosos también son impotentes al infectarse de miedo. Y que los cuerpos de los más vulnerables pueden volverse potentes juntos y en acción.
AISLARNOS EN COMUNIDAD. El sistema se cae a pedazos de desigualdad, y mientras el biopoder se cierne sobre nuestras conductas, somos la carne detrás de los números: cuando estos caen, paramos de pecho la recesión y la crisis. Los cuerpos precarizados que sostienen la vida son también los que hacen las revoluciones, porque no aguantan más, ya no soportan, se enferman, tienen hambre, tienen cada vez menos que perder. El virus nos recuerda que somos interdependientes y que ni el “hacé la tuya” liberal existe, ni tampoco es la cruel competencia nuestro “estado natural”. Como expresa Roberto Espósito, si caemos en el error de pensar que los otros nos destruyen, destruiremos, entonces, la relación con ellos. Por eso, la inmunidad es el reverso de la comunidad: en la comunidad estamos juntos ante la muerte.
Reciclar el higienismo en el siglo XXI es otro gran triunfo del capitalismo. En la era del wifi y la hiperconectividad, el miedo a los gérmenes produce formas de vida obsesivas y aisladas por parte de individuos comprometidos, total y únicamente, con su supervivencia. Vidas de mierda pero largas. Vidas en las que no hay drama en hacer bosta el ambiente, pero todo mal si el ambiente retruca y agrede. Claro que la preservación de algunas vidas a toda costa no nos encuentra unidos: el hombre es el virus del hombre. Las clases sociales se distribuyen inequitativamente los roles. Hay cuerpos de clases y clases de cuerpos. La señora que limpia llamó, dijo que hoy va a trabajar desde casa y que nos mandará instrucciones de qué hacer. El humor descomprime, pero no da ni para burlarse ni para ceder al pánico. Viajan cuerpos diplomáticos. No es del todo una conspiración; tampoco deja de serlo. Y qué importa que sea un invento si ya duelen sus efectos.
¿Aislarme con otros, por otros, por mí? ¿Y quién no puede? ¿Aislarse hasta cuándo? ¿Será la supervivencia de los más aptos? Estamos habituados a dudar de la información de los grandes medios y del Estado (más aún con un gobierno de derecha y mucho más cuando el ministro de Salud integra un partido militar). Por eso las medidas anunciadas nos dejan sumidos en la anomia. Por un lado, está el instinto de desoír y la intuición de que los llamados a aislarse sirven para detener la movilización social, para ajustar sin frenos, para vaciar los espacios de resistencia, para ensanchar injusticias, para dispersar revueltas. Al mismo tiempo, no hemos visto contagios tan veloces, extensos, mismo oliendo hace tiempo que algo así se venía. Desactivar el tremendismo nos defiende de un mundo amarillista que nos quiere asustades, pero quizá negar la catástrofe cuando la tenemos adelante puede agravarla más. La primera fase de un duelo es la negación, dice una amiga por teléfono. Yo sólo pienso en formas de poder respirar y en que estamos enterrando cosas que nunca volverán a ser como antes. Y en gente que nunca volverá.
TRANSFORMAR PARA SALVAR. El tacto es peligroso. Besar está proscrito. Abrazarse, limitado. La soledad pega. ¿Cómo no la sentimos antes de que fuera obligatoria? La excepcionalidad tiene esa cualidad de hacer ver la normalidad como algo demasiado raro. Lo real siempre se nos escapa, y es más tranquilizador vivir en una ficción estable que tocar, ver, palpar la extrema contingencia. Esto no es sólo “un problema de salud” –como si el cuerpo y la vida fueran una entidad separada de nuestra existencia–: esta crisis nos hace ver que nuestro deseo ha estado en el aislamiento y la seguridad. Esto nos hace ver que la crisis no es una abstracción, sino una serie de decisiones. Nos hace ver la caída libre que produce la destrucción de espacios de comunidad. Por eso, la urgencia es cambiar competencia por cooperación; control individual por vulnerabilidad colectiva; protección y obediencia por autogestión y solidaridad. Los cuerpos sostienen el sistema y son los que lo pueden hacer caer.
Si se va todo a la mierda, la obediencia cotidiana está suspendida y podemos pensar en lo que se necesita. Por eso sorprende que repitamos los guiones de las películas de catástrofes. Nos cuesta mucho la incertidumbre. ¿Será por eso que preferimos el capitalismo a cambios que podrían traer algo mejor? Quiero un surtido de vos, un carrito lleno de lo que podemos juntes. Es tiempo para inventar tácticas colectivas. Si el lenguaje es un virus, que el virus no sea el lenguaje que hable por nosotres. El virus habla y dice: El capitalismo mata, dejen de culparme sólo a mí. La desestabilización del sistema nos pone en riesgo porque somos parte. El desafío es cómo convertimos esta crisis en el inicio de un proceso revolucionario.
¿Cuándo vamos a dejar de ser ese humanito frustrado por no lograr domar el cuerpo? ¿Hasta cuándo y por quién será manipulado? ¿Cuándo admitiremos que es la pieza clave que sostiene? ¿Cuándo dejaremos de pensar que podemos vivir incontaminados de nuestro entorno o, incluso, sin percibir que somos con el ambiente? Ante tantas preguntas la única medicina razonable es no olvidar que aunque el informativo, las autoridades y nuestros miedos digan lo contrario, lo que nos potencia siempre es estar con otres, nunca al revés. Y como nadie sabe lo que puede un cuerpo, todo es posible, incluso inventar otras formas de juntarnos. Incluso cambiar tapabocas por pasamontañas. Mientras tanto, nadie nos puede prohibir bailar en el living.
Fuente: Brecha Uruguay