Egresó el más grande de mis hijos de la primaria. La fiesta no fue ni espantosa. 37º /38º grados dentro de un tinglado que en breve se cae, un equipo de sonido que ahogaba (por suerte) todas las voces y un power point con fotos de lxs chicxs que, mínimo, atrasaba 20 años, hicieron del ultimo día de clases una jornada olvidable. Lo único que me llevo como intuición y certeza de estos seis años es que la escuela pública, tal como está hoy, es el mejor lugar del mundo donde puede estar un pibe.
Ni de cerca voy a hablar sobre la currícula, los contenidos, las maestras gastadas, los gabinetes, las psicólogas y un montón de cosas que ya no le importan a nadie. Para reivindicar la escuela hay que abandonar el lenguaje y el punto de vista escolar.
Reivindicar que la escuela la hacen los pibes, que se forjan en la escuela mientras la van forjando, mientras engañan a la otra escuela, la de la burocracia y los pedagogos. Reivindicarla como ese lugar único de experimentación, subsistencia, sufrimiento y goce. Saber que mientras la van sobreviviendo, los pibes también la van haciendo. Saber que la inventan, la perfeccionan, la alteran. Saber que como casi ninguno de ellos puede escapar a la escuela, aprovechan las circunstancias y hacen de ese territorio un espacio liberado donde pasan cosas.
Reivindicar que a fuerza de convivir mínimo cuatro horas diarias, instauran relaciones, crean modos de existencia, desarrollan nuevos posibles, se alían de mil maneras, se pelean y se vuelven a aliar. Reivindicar que cada encuentro es una ocasión para imprimir nueva realidad al mundo. Realidad paralela a lo que se espera en la escuela. Realidad fabulada. Reivindicar que desertan sin irse, que no enfrentan el dispositivo escolar, que simulan estar en él y desarrollan otros mundos paralelos.
Saber que no rechazan maestras, porteras, el quiosco con sobreprecios, horarios, abanderados, obligatoriedades, sanciones y boletines. Saben que esa es la cancha donde jugar, y ahí juegan. Saber que se transforman en vaqueanos, que devienen lectores, que aprecian signos, que son contadores de historias nuevas. Saber que irrumpen, que chocan, que se sumergen en una claridad que padecen y que para llegar a ella deben primero sumergirse en lo oscuro.
Reivindicar que ese ruido, que esa interferencia que explota en las maneras adultas de comprender, para ellos es material para entender, para hacer encuentros, para inventar, para enfrentar, para emanciparse.
Saber que muchas veces la escuela es un lugar donde los adultos se hunden en lo caótico y se sienten amenazados. Saber que los pibes como reales hacedores de la escuela perciben cosas insospechadas, deseos, dolores reales y preguntas nunca hechas.
Saber que la escuela se ha movido en torno de la intervención, que enseñar fue un acto de intervención. Reivindicar que ahora esto ya no se puede, que la escuela está intervenida por los chicos, que la transforman al punto de hacerla irreconocible, al punto de hacerla insoportable, atroz, espantosa, al punto de hacerla una fiesta.
Este texto fue publicado en Semilla de crápula, de Fernand Deligny. Editado por Tinta Limón y Editorial Cactus, 2017.