Escritura sin escritor // Luchino Sívori

En su dietario voluble, Enrique Vila-Matas menciona que Pascal solía afirmar que las personas solo consideraban como bueno un libro cuando sentían que este pudo haber sido escrito por ellos mismos.

En una entrevista de trabajo reciente, se me preguntó casi en la misma línea pero desde el otro lado del espejo si había escrito alguna vez sobre un tema que me desagradara o por el cual no tuviera ningún tipo de interés. 

Ambas cuestiones me hicieron pensar sobre la escritura sin autor, y de cómo nos acostumbramos a leer este tipo de textos más de lo que pensamos, creyendo al final del día que son nuestros.

 

GUSTOS

 

Hablemos de escribir y gustar en el doble sentido: gustar al otro, y gustarse a sí mismo. Que al resto le interese la escritura de uno y que a uno le importe lo que  escriba.

Hay una tercera cuestión, sin embargo, que sobrevuela este escenario de gustos y pocas veces es mencionado entre los escritores: nos referimos a la escritura en desagrado total. ¿A qué nos referimos con esto? Se trataría del escritor que escribe en contra de su propia voluntad

El escritor que escribe en contra de sí no suele hacerlo por profesión (que los hay, haberlos: un trabajo por el cual se le paga a uno un sueldo mensual para escribir chorradas, por ejemplo), sino por voluntad propia. Un escritor que, voluntariamente, escribe en contra de sí mismo. 

Vale aclarar: no se trata de un esquizofrénico que, promulgando el autoboicot, fomenta su propia destrucción como artista. Hablamos de un caso, por no decir casos, que son más comunes de lo que se piensa, que son muy normales vaya, y que no tienen nada de neuróticos.

Podemos verlos en casi cualquier revista o blog, incluso en diarios y hasta en novelas. Cuentos enteros han sido escritos de esa manera. Muchos de ellos, incluso, y sin saberlo del todo, ganaron premios de literatura, y ocupan seguramente bastantes lugares en nuestras estanterías y bibliotecas municipales. Fueron en general producidos sin conocimiento de causa, y durante mucho tiempo defendidos como propios, «personales», según los más intensos, pero su producción y todo el proceso de eso que llamamos escritura, fue en un completo desagrado constante, ajenos, como dijimos, a ellos mismos.

Por supuesto que estamos hablando de la diferencia entre escribir y ser escritor, que nadie, ni siquiera los mismos escritores (y mucho menos, los escribientes) pueden aclarar del todo hasta el día de la fecha. 

No se sabe cómo se pasa de un lado al otro (de la escritura, no del espejo), cómo alguien se «convierte» en escritor, pero algo nos dice que el segundo sabe que escribe (sin tilde), es decir, es consciente que tarde o temprano juzgará a las convenciones.

Por el contrario, el escribidor es una persona usuaria del lenguaje, con cierta urgencia por verbalizar (y, de paso, verbalizarnos a todos), sin más límites que los que él mismo se auto-impone, que por desgracia suelen ser pocos.

Esto último es probablemente el acto que lo diferencia más del escritor, que sí sabe, o por lo menos lo intenta, dónde poner la pausa, o ni tan solo, que intuye cuándo no comenzar a escribir texto alguno. Es ese el primer paso -que no es ningún paso, en rigor-, para volverse un verdadero escritor: el de la ausencia de escritura, su negativa necesidad.

Dejar de escribir, pues, pasaría a ser el comienzo de un camino hacia aquello que nos gusta como escritores, una iniciación que empieza con una inacción que dice mucho de lo que luego, cuando sí encontremos las palabras -que serán nuestras, si tenemos suerte- quedará por descubrir, pero esta vez no como lectores de otros, sino como autores de nuestra propia búsqueda. 

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