Camila se levantó preguntándose qué es lo que puede un cuerpo: “¿por qué si lo manejamos no podemos hacer todo lo que queremos?” Su madre le habló entonces de ejercicios y entrenamientos más complejos que se hacía necesario practicar para eso. Luego también le preguntó por el origen del universo y, ante la teoría del Big Bang expuesta, replicó: “sí, ¿pero de dónde salieron las sustancias que explotaron?” Cuando vino a casa, como siempre jugamos a luchar y la veía más ágil, hacía otros movimientos, entonces le pregunté si había estado entrenando y me dijo que no, solo había estado pensando en cómo hacerlo; también me enseñó que una defensa podía convertirse en un ataque, y viceversa (resolviendo en breve el dilema Cobra Kai/Karate Kid). Cuando suelo contar lo que hace o pregunta mi hija no es solo por “padre orgulloso”, que sin dudas lo soy, sino porque realmente me hace pensar y me genera mucha felicidad cómo crece. Ella es una interlocutora tan importante para mí como lo son Spinoza o Lacan, por caso. La cito en lo que escribo con la misma autoridad que cualquiera de ellos, aunque el amor que siento por mi hija sea único.
En el próximo libro escrito en este difícil transe, Escribir, escuchar, transmitir: la práctica de la filosofía en pandemia y después, de pronta publicación en editorial Doble Ciencia, Camila aparece citada varias veces. En relación al libro anterior hay una continuidad lógica y práctica, como también un desplazamiento tópico: escuchar y transmitir se han acentuado en este periplo, junto a la práctica de escritura. Es esencial cambiar el registro de escritura, por supuesto. Una escritura simple y clara que se vincule a la vida, la muerte, el deseo; que no repita lugares comunes ni pretenda ser absolutamente original. Una escritura de uso singular dispuesta para cualquiera que también viva, desee y dé lugar a la muerte. Una escritura que nombre a los seres queridos y a los muertos amados, sin idealizaciones, porque cualquiera puede pensar. Esa es la escritura que ensayo, el tono adquirido en este tiempo.
La práctica del psicoanálisis también está muy presente en mi escritura actual. Una objeción o atemperamiento de la divulgación precipitada, de la palabra oral simplificada en exceso, una suerte de cura respecto de estas pulsiones se alcanza en el uso de la escritura. Por ejemplo, es una estupidez pensar que al reconstruir una escena del pasado infantil, en la cual estábamos fijados a una posición sufriente, eso determina un destino fatal en nuestras conductas actuales; tampoco es que la simple explicación baste, bajo la reposición de una línea causal, para disolverla. Lo que desactiva la fatalidad del mecanismo sintomático es el trazado literal de la repetición en que el sujeto encuentra su intervalo: la repetición de la diferencia. Asumir la determinación del síntoma, paradójicamente, libera porque al contar como dos eso que se le aparecía con la fuerza inexplicable del Uno, el sujeto se divide y juega. Para eso tiene que haber Otro que haga sus veces de tercero, que ponga de sí su causa y escuche (sin apurarse por comprender): el o la analista, cual sea su género o filiación, lo importante es que sepa contar y habilitar la cuenta básica que hace al sujeto.
El psicoanálisis no es per se heterosexista o falocentrista, sino que es la práctica discursiva que encuentra en las limitaciones del decir de un sujeto que sufre, en lo que organiza su economía afectiva, el significante fálico. Es el régimen de significación o valoración per se el que es fálico, porque funciona por la exclusión de un término privilegiado que organiza el conjunto de los significados coherentes: un todo significativo. No importa cuál sea el término excluido, porque incluso puede operar en grupos identificados a alguna disidencia sexual o de género. Lo difícil es aprender a hablar y pensar de otra forma, siguiendo la lógica del no-todo y la valoración singular de cada parte, sin exclusiones ni medidas comparativas (la significación fálica requiere todo el tiempo la comparación respecto al punto excluido) que garanticen la consistencia del conjunto. Practicar un modo de hablar y pensar y organizar la economía afectiva que no haga totalidades significativas sino anudamientos irreductibles.
Recuerdo a un profesor de la facultad que decía “un analista no tiene que ser demasiado inteligente”; es cierto, basta escucharlos para darse cuenta de eso. La eficacia de la práctica analítica pasa por señalar casi siempre cosas bobas, tan insignificantes para los demás discursos como lo son los lapsus, sueños, repeticiones, balbuceos, etc. La escucha analítica atiende a la repetición insensata y el efecto de no querer comprender ni clasificar rápidamente eso que se oye allí, cada vez, resulta conmovedor. Un discurso a contracorriente, una práctica valiosa, sin dudas. La inteligencia quizás opere a veces como semblante, en algunos casos, pero no es lo decisivo; solo al final de un análisis es concluyente: si se han despejado los enredos y enigmas del deseo, siguiendo los traspiés de la lengua, la cifra que relanza la historia del sujeto depende de un salto sin garantías, con toda la inteligencia material y el coraje de la verdad para decir eso cuya falta haría vano el universo (pues nada lo garantiza y un sujeto puede retroceder en su deseo, volverse idiota o canalla, lo vemos incluso entre algunos analistas).
El psicoanálisis se aproxima así al cuidado de sí, ambos presentes en los gestos de escritura del libro. Epimeleia heautou es la expresión que toma Foucault de los griegos para pensar el cuidado de sí de manera rigurosa. Es una obviedad decir que el cuidado de sí, como lo concebían los antiguos, incluía a los otros, porque el individualismo posesivo es una invención moderna. Cuando hablamos de cuidado, entonces, quizás podamos recuperar algo de aquella antigua concepción que remitía a atender en cada acto a cómo se constituye el sí mismo en relación a otros, a legados, tradiciones, comportamientos, actitudes, pasiones, utilidades, goces, etc. El sí mismo es un nudo, un plexo relacional en constante atención y reformulación, no una monada individual obsesiva y posesiva que busca capturar objetos para sí. El supuesto proteccionismo machista o policial, agitado en estos días, no es cuidado ni es riguroso.
El cuidado de sí tiene una dimensión política insoslayable, como señalo también en el libro, algo que una y otra vez encuentro en los gestos del presidente. La tranquilidad que mostró Alberto Fernández para manejar la crisis policial, como a Verbitsky me hizo acordar la tranquilidad con la que manejó Guzmán la renegociación histórica de la deuda. Ese estilo cuasi Zen de expresarse y manejarse ante asuntos delicados y complejísimos. Hace tiempo que quería hacerlo notar porque esa “estética de la existencia” no es coaching ni responde a marketing alguno, es un modo de ser y conducirse que resalta mucho con la contraparte neoliberal: basta ver el look y estilo discursivo de un Milei o un Casero, por ejemplo. El pensamiento ético y político es claro, decidido, pero la estética de la existencia también lo muestra ostensiblemente (de ese estilo comunicacional sería bueno que aprendan los periodistas que apoyan al gobierno). Resulta necesario entender esos entrecruzamientos o sobredeterminaciones entre ética, estética y política.
En ese sentido, para mí no es tan relevante la distinción entre micro o macro política, lo esencial sucede siempre en el medio: lo decisivo es la mesopolítica, diría, allí donde se juega el deseo. Por eso tengo una particular sensibilidad por cada lucha, sea cual sea el lugar donde se juegue (Estado, sujeto, academia, movimientos), pues las sitúo siempre a un nivel ontológico: perseverancia en el ser. Practico una escucha por el deseo militante y, más acá de las diversas infatuaciones a las que nos condenan los dispositivos, aliento como puedo esas producciones deseantes. Conectar las luchas y perseverancias en su singularidad es la única forma de combatir este modelo paranoico de infatuación yoica que domina, incluso entre ánimos que se creen militantes. Se trata de cultivar un ethos materialista.
Cuando hablo de “ethos materialista” me refiero a prácticas concretas; no se trata de principios morales abstractos o grandes configuraciones epocales; sino de un modo de conducirse en relación a los otros, al uso los saberes, al uso de los cuerpos, al uso de las palabras y las cosas. Un ethos materialista asume que no hay principios ni fines últimos que orienten los procesos y las prácticas; entiende de los emplazamientos históricos, de las inercias estructurales, de las múltiples temporalidades entrelazadas; así como de las sobredeterminaciones y desajustes específicos que abren el tiempo de las intervenciones oportunas. Un ethos materialista no promociona las emociones ni las subjetividades, sino que piensa las transformaciones subjetivas y los afectos concomitantes con el rigor de la geometría flexible en que se componen los cuerpos. Un ethos materialista alienta a que se vuelva incesantemente sobre sí, no por cultivar un afán individualista o solipsista, sino porque entiende que el principal campo de batalla, hoy como siempre, es el alma; ese punto éxtimo, vacío, donde se tejen las determinaciones de todos los poderes, saberes y modos de relación concomitantes. Volver sobre sí en cada gesto para responder a los otros, al mundo, e incluso a eso de sí que se sustrae a toda aprehensión. Un ethos materialista atiende a lo irreductible en el nivel o campo que se juegue, sea la historia, la política, el inconsciente, la ley, el estado, la racionalidad, la afectividad, el método o el sujeto. Un ethos materialista puede parecer temerario porque no retrocede, ni ante la muerte, en la cual se ejercita a diario como un proceso de disolución material. Nada más.
Por último, esto me conduce a ajustar el movimiento de pensamiento ensayado en estas escrituras y el uso de la teoría. Tres movimientos del pensamiento se solicitan para que la teoría haga cuerpo. En primer lugar, asumir que somos leídos antes de leer, hablados antes de hablar, pensados antes de pensar, actuados antes de actuar, deseados antes de desear; asumir la determinación fundamental que nos constituye y no hacernos los locos: no hay libertad alguna antes de entender que estamos constituidos por modos y formas que nos preceden. En segundo lugar, asumir la circularidad productiva del concepto: encontrar el lugar y la fórmula, el objeto y el instrumento, el índice y factor de intervención conceptual; no hay garantía trascendental del conocimiento, sino un punto singular donde encontramos la inconsistencia o incompletud del Otro (tradición, texto, cultura) para producir nuestra in(ter)vención, la modulación de la voz propia, la enunciación del nombre propio. En tercer lugar, asumir la tarea de anudar los gestos simples en la trama compleja: los verbos-actos se han liberado al determinar la determinación, marcar las marcas, redoblar y escindir el círculo; se trata a partir de allí de abrir un campo o problemática nueva y entrelazar conceptos, autores, tradiciones, dispositivos, etc. Activar los afectos es posible si se producen conceptos y entrelazan los gestos (ver, escuchar, hablar, leer, meditar) en un ejercicio de libertad regulada, ejercicio asentado en el conjunto de determinaciones asumidas, desplazadas y reformuladas. La vida y el concepto se anudan en esos gestos de entrelazamiento que invitan a pensar a –y con– otros, hacer el pase.
Roque Farrán, Córdoba, 13 de septiembre de 2020.