¿Es posible pensar lo común como principio organizativo en relación a luchas actuales? // Entrevista a Christian Laval

por Verónica Gago

[Traducción: Agustina Blanco]

Común. Ensayo sobre la revolución del siglo XXI es el tercer tomo de una serie escrita a dúo. Antes estuvo La nueva razón del mundo. Ensayo la sociedad neoliberal (Gedisa). Y en el inicio, los fraceses Christian Laval y Pierre Dardot habían escrito otro volumen que aun no se tradujo: Marx, prénom: Karl. Christian Laval estará en Buenos Aires para una serie de eventos, invitado por el Centro Franco Argentino (UBA) y el Instituto Francés. En esta entrevista, adelanta algunos puntos que serán abordados en las discusiones públicas: ¿es posible pensar lo común como principio organizativo en relación a luchas actuales? Desde una perspectiva amplia, que sin embargo no toma los intensos debates latinoamericanos al respecto, surge un recorrido que permite una determinada “arqueología del concepto” y que quiere coronar con una propuesta política esbozada en nueve puntos y un post-scriptum.

Usted postula “lo común” como principio político. ¿Qué significa en términos de organización política? 

El principio de lo común es, por excelencia, el principio de la democracia que plantea que la participación en toda actividad colectiva, política, económica, social,  supone, en todos los campos y a toda escala, el efectivo reconocimiento del derecho de cada uno a involucrarse en la deliberación y en la decisión de todo lo que atañe a su vida y sus actividades. Este principio político, de alcance normativo, no es nuevo. En ciertos aspectos, es tan viejo como la democracia, pero hoy vuelve a emerger a la superficie del planeta bajo formas inéditas. Cada época se ve llevada a reinventar la fórmula de su porvenir. A esa reinvención contemporánea le hemos dado el nombre de “común”, o “principio de lo común”, porque en lugares y países muy dispares, y según lógicas heterogéneas, casi todos los actores históricos de las luchas y las experiencias se refieren a los “comunes”, es decir, a instituciones que buscan revitalizar la práctica democrática y que privilegian los derechos de uso colectivo contra la apropiación privada de los recursos. Lo importante en el vocablo “común” es la dimensión  del actuar, o también de la “puesta en común” organizada de manera democrática.

¿Por ejemplo?

Vemos ejemplos de ello en diferentes campos, económicos, políticos, culturales. En la actualidad, los “comunes del conocimiento”, a través de la expansión de las redes digitales, están omnipresentes en nuestras maneras de vivir y trabajar. Asistimos a uno de esos momentos históricos en los cuales, en todos los puntos del globo, se multiplican la experimentación de nuevas formas de organización, tanto en el terreno político como en el terreno económico. Basta con pensar en lo que, desde 2010, se denomina “el movimiento de las plazas”. Pero tampoco debemos olvidar el desarrollo de nuevas experimentaciones económicas, muy diversas, de las cuales da cuenta un retorno de la cuestión democrática al campo de la producción: recuperación de fábricas, cooperativas, nuevos circuitos de intercambio, monedas paralelas, etc. A su vez, y está ligado, vivimos un período de agotamiento histórico de los partidos políticos profesionales, de fuerte tendencia oligárquica, tal y como se constituyeron a finales del siglo XIX, primero en Europa y Estados Unidos, en el marco de las “democracias representativas”. Más o menos en todas partes los grandes partidos masivos, conservadores o progresistas se están debilitando, y los electores o bien se abstienen de votar, o bien se dispersan en nuevas formaciones. Esta crisis de los viejos partidos obviamente es una crisis más general del sistema político, al cual el neoliberalismo ha dado la “estocada final” cuando volvió manifiesta su impotencia frente a los poderes económicos y financieros globalizados. Creo que el quid de la cuestión ya no es construir nuevos grandes partidos centralizados destinados a adueñarse del poder de Estado, como buscaron hacerlo los socialdemócratas y los comunistas desde finales del siglo XIX y en el transcurso del siglo XX. Se ha iniciado un período de invención, donde la cuestión práctica consiste en articular de otro modo los movimientos sociales, las experimentaciones locales de democracia directa y las coaliciones de asociaciones y pequeñas formaciones políticas. Porque lo que hoy está en juego no es tan sólo “tomar el poder” sino gobernar distinto, o para decirlo más claramente, desarrollar al máximo las prácticas de autogobierno, en particular, a escala local. Pierre Dardot y yo personalmente estamos muy atentos a lo que está intentando hacer, por ejemplo, el equipo de Ada Colau en el marco de “Barcelona en común”.
En esta serie de preocupaciones, ¿cómo utilizan a Marx para conceptualizar lo común?

El pensamiento de Marx es una base ineludible para el análisis crítico de las sociedades y, a su vez, una teoría muy problemática que hoy no puede aportar todas las respuestas que necesitamos. Afirmar esto es, por cierto, una manera de respetar el método materialista, que sitúa a los pensadores en su época y circunscribe el marco de lo pensable dentro del cual todo autor, incluso Marx, está encerrado. Paradójicamente, Marx resulta menos útil que su gran enemigo Proudhon, u otros socialistas de su tiempo llamados “utópicos”, para pensar las nuevas prácticas económicas o políticas que se están inventando hoy. Y por una sencilla razón: Marx no se interesó realmente por las creaciones institucionales nuevas del movimiento obrero. Las aceptó, las integró orgánicamente en la Primera Internacional, pero no quiso, o no pudo, pensar el desarrollo original de lo que llamamos un “derecho proletario” independiente del derecho estatal. Para él, lo común, y esto puede resultar muy curioso, está ante todo orquestado por el capital dentro de la gran industria, bajo la forma de la cooperación forzosa entre obreros. Y todo el problema de Marx consiste en preguntarse en virtud de qué necesidad histórica se pasará de esa forma de cooperación digitada por el capital a la cooperación libre de los “productores asociados”. ¡Confiar en el capitalismo para implementar lo común no deja de ser una apuesta arriesgada! Y el costo político ha sido infinitamente alto en la historia. A falta de pensar la creación histórica de las instituciones obreras democráticas (cooperativas, mutuales, sindicatos, consejos, asambleas, etc.), las formas de lo común poscapitalista adquirieron en el siglo XX una dimensión estatal absolutista. Seguramente aún padeceremos por mucho tiempo más las consecuencias del fracaso completo, moral, político, económico del comunismo de Estado. Es por eso también que hay que hacer todo lo posible por desligar lo común de la mera lógica estatista en la cual la ha encerrado el comunismo de Estado.
Sin embargo, no puede dejar de pensarse el Estado. ¿Cómo es posible hacerlo desde la perspectiva de lo común?

Recordemos ante todo que los Estados-naciones modernos son creaciones históricas evolutivas, no “esencias” eternas. Por tanto, hay que pensar en su transformación. Los primeros socialistas y los marxistas más fieles al espíritu y a la letra de Marx creyeron que los Estados iban a extinguirse. Estamos lejos de eso. Pero eso no es motivo para no querer su transformación profunda en un sentido democrático. Es más, incluso es urgente hacerlo, pues los Estados han demostrado en el siglo XX el peligro totalitario, despótico y tiránico que aún contienen en ellos. Los dictadores no están tan lejos de nosotros: basta con pensar en nuestra actualidad mundial, en Rusia o en Turquía, por ejemplo. No me olvido tampoco de que en Europa la extrema derecha está avanzando por todas partes, ¡incluso en Alemania! Lo que podemos retener de Marx es que el Estado nunca es un bloque homogéneo y neutro, que no es un simple “instrumento” que podría ser utilizado en sentido negativo un día y en sentido positivo otro día. Es más bien un campo de lucha entre fuerzas y lógicas contrarias.

Para volver a su pregunta, el principio de lo común, tal como surge hoy, no es un principio estatal, como tampoco es un principio mercantil y capitalista; y en ello radica todo su interés y su fuerza. Escapa a la dicotomía de lo privado y lo público que estructura el mundo occidental desde finales de la Edad Media. Una política inspirada en el principio de lo común no niega abstractamente esa dualidad constitutiva de la organización social, sino que apunta a remodelar esa división, transformando según un mismo principio democrático las estructuras privadas (empresas y asociaciones) y las estructuras estatales (servicios públicos, administraciones locales y nacionales). Concretamente, esto significa que así como se plantea el problema del gobierno democrático de las empresas privadas, también se plantee el problema del gobierno democrático de los “servicios públicos”, a fin de que estos últimos sean auténticamente “servicios comunes” de la sociedad. Esto implica que primero hay que entender bien lo que son, o más bien lo que deben ser en una sociedad democrática genuina: recursos humanos y materiales puestos en común para una colectividad para alcanzar fines democráticamente concertados. Entendiéndolos así, transformándolos en esa dirección podremos protegerlos mejor del actual control que ejercen los grupos capitalistas privados en el dominio público, tendencia que no deja de devolvernos al feudalismo…
En este sentido, un desafío más grande más que el Estado hoy parece ser la hegemonía financiera, a la cual el Estado no es para nada ajeno…

El surgimiento a escala mundial de la problemática de los comunes, el movimiento de las plazas, las invenciones políticas organizacionales que acabamos de mencionar son respuestas prácticas al nuevo capitalismo con predominancia financiera, favorecido desde hace treinta años por las políticas neoliberales. Como dicen los primeros promotores de los comunes, vivimos un segundo gran momento histórico de “cercamientos”, caracterizado por la destrucción del patrimonio natural, por la apropiación de las mejores tierras, por el acaparamiento del conocimiento, por la privatización del dominio público. De allí lo atinado de la consigna altermundialista de la manifestación de Seattle en 1999: “Reclaim our commons!”. Significa que debemos instituir como común todo lo que está amenazado de apropiación y de destrucción, comenzando por el medioambiente vital de mujeres y hombres. Por consiguiente, hablar de comunes es oponerse directamente a la apropiación generalizada de los recursos que encabeza el capitalismo neoliberal y financiero a escala planetaria. Y no se trata de responder a ello de manera meramente teórica o programática para un largo plazo, sino de hacerlo en términos prácticos, desde ahora mismo, protegiendo y retirando del campo de apropiación capitalista todo aquello que pueda ser acaparado. También implica desarrollar, tanto como se pueda, otra economía procedente de una lógica radicalmente diferente de aquella del capital financiero. Lo cual supone que la lucha contra la hegemonía financiera se lleve a cabo en todas partes, y que cada uno, en su propio campo, deba cuestionarse acerca de modos alternativos de actuar, vivir, aprender y trabajar en los cuales podría participar de manera creativa. En ese sentido, lo común no es un asunto de profesionales de la política, de especialistas en “management de lo común”, sino que es cosa de todos. De hecho, eso es precisamente lo que indica la palabra “común”…
Por último, ¿cómo funciona el régimen de explotación en detrimento de lo común?

Es innegable que la explotación ha cambiado de base, ampliándose a nuevos recursos y actividades. La explotación pasa por la apropiación de los recursos gratuitos o adquiridos a bajo precio por el capital. A propósito, la problemática de los comunes ha permitido reactualizar los antiguos análisis de Rosa Luxemburgo sobre “la acumulación por desposesión”. El capital se apodera del resultado de procesos naturales y del producto de evoluciones culturales o históricas para explotarlos por cuenta propia. La educación, la salud, los paisajes, el patrimonio cultural de un país, todo lo que puede verse acaparado por nuevos “cercamientos” es objeto de una explotación cada vez más racionalizada. El mercadeo se extiende así a todos los ámbitos. Pero eso no es todo. El punto donde los análisis de Marx de El capital continúan siendo muy útiles es en su demostración acerca de cómo el capitalismo ha organizado “la fuerza colectiva” de los trabajadores en la fábrica para tornar más intensiva la explotación de su cooperación. Por más curioso que pueda parecer, el capital crea un parte de común, o mejor dicho, crea las condiciones de una “puesta en común” de las calificaciones y las habilidades cuyo producto luego explota. Es a todas luces lo que sucede cada vez más en la industria moderna, con la creciente importancia que se le concede a la puesta en común de los conocimientos de los individuos adquiridos por fuera del campo productivo, en particular a través de la educación. Hoy, gracias a la digitalización de las actividades, las empresas organizan una “puesta en común” mucho más amplia, que se extiende a los consumidores de bienes o servicios, que son invitados u obligados a proporcionar datos personales, opiniones, consejos, etc. El management se ha puesto a tono con el wiki. El capitalismo digital, de crecimiento exponencial, descansa así en la capacidad del management para acumular datos y procesarlos de modo rentable, y sobre todo para estructurar la puesta en común de la información y el conocimiento vía las redes sociales, para hacer de ello un campo excepcional de ganancias. En ese sentido, el capital no se limita a destruir lo común, sino que lo organiza para su propio desarrollo. Vemos entonces que lo común es el desafío último del combate político y social, y que la cuestión que planteaba Marx sigue teniendo vigencia: ¿podremos un día controlar las condiciones y las finalidades de nuestra cooperación social, o como decimos con Pierre Dardot, de nuestro actuar común? Porque creer que el capitalismo engendrará por sí mismo las condiciones de una mejor sociedad sería un craso error. El capitalismo es un sistema eminentemente perverso: no explota únicamente los peores instintos egoístas de apropiación y acumulación. Es capaz de seducir a los individuos en su mejor vertiente, por el altruismo, la generosidad, la cooperación, las ganas de comunicarse con el otro, el deseo de aprender. ¿Hasta dónde llegará? La pregunta queda abierta…

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