Episodio 2: ¿Hay que quemar a Lenin? // Oscar Ariel Cabezas y Miguel Valderrama

 

Episodio 2

¿Hay que quemar a Lenin?

Oscar Ariel Cabezas: En su pequeño libro ¿Hay que quemar a Sade? (1955) Simone de Beauvoir reúne cinco ensayos sobre el Marqués de Sade en los que se interroga la posibilidad de justificar “la posesión de ventajas particulares de un modo universal”.  La argumentación de Sade a favor de la universalidad de los deseos  singulares y del uso del cuerpo del otro para la consumación del placer individual es lo que atañe de manera esencial a toda su obra. ¿Pero qué relación podría haber entre la consumación de los placeres individuales y el imaginario leninista de una revolución que es (fue) proclamada en nombre de la universalidad del internacionalismo proletario? Esta pregunta es algo difícil de comprender porque el desplazamiento de Lenin a museografía visual o a responsable del catastrofismo político y económico de los proyectos socialistas en el siglo veinte es inherente a la retirada del leninismo de cualquier  gramática política que aspire hoy a organizar la lucha por la demanda infinita de la justicia. Es posible pensar a Sade al lado de Lenin y a Lenin al lado de Sade como una manera de repetir la máquina de lectura de De Beauvoir. La  sospecha que se desprende de la interpretación de la feminista más importante del siglo veinte es que somos herederos de Sade. Y, así, no podemos chispear los dedos y enviarlo (sin juicio) a la hoguera. De Beauvoir deconstruye el clamor de  la quema de Sade en nombre de esa opaca moralidad que perdura en las mediocres metamorfosis de la conciencia cristo-burguesa de nuestro presente. ¿Quienes quieren quemar A Sade? Aquellos que carecen de visión o han perdido la vista. La ceguera como pérdida del sentido es lo que justifica a los que no pueden leer sin levantar la cabeza de la inmediatez de la conciencia. Por eso, las máquinas de lecturas (o falta de ellas) que se precipitan a cerrar los cerrojos del tímpano de toda una época no pueden escuchar los sonidos éticos del erotismo perverso de Sade. Sin escuchar, y desde lo más abstracto de la lectura, la inmediatez de la conciencia condena y arroja al Marqués de Sade a la quema de su obra. El autor de La filosofía en el tocador (1775), de Justin (1787) y de Las 120 Jornadas de Sodoma (1785), entre otras obras, compone el legado irreductible de una textografía que lleva a sus límites la emergente conciencia burguesa de la época de Sade y, sin duda, su continuidad mediocre en la conciencia liberal de nuestra “ontología del presente”. Alojada en máquinas de lectura hegemonizadas por la conciencia liberal la quema de Lenin  no solo es análoga a la de Sade, sino que además, comparte de manera interna el mismo horizonte de comprensión que descubre De Beauvoir. En otras palabras, la hipótesis de lectura basada en que la sexualidad en Sade no depende de lo biológico, sino que esta es un hecho social es también interna a la hipótesis que orienta a Lenin a pensar que la revolución no depende de leyes morfológicas de la historia. Los textos celebres del calvo, El desarrollo del capitalismo en Rusia (1899)¿Qué hacer? (1902), Un paso adelante dos pasos atrás (1904),  El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916), El Estado y la revolución (1917), La tesis de Abril (1917), La enfermedad infantil del izquierdismo (1920), entre otros textos, están tan lejos del darwinismo social como Sade de la sexualidad reducida a la biología.  Lenin organiza sus lecturas, lee, es sobre todo un gran lector, capaz de organizar sus máquinas de lectura desde la pasión y perversión política, precisamente, porque la política es en sus interpretaciones el arte de la novedad no naturalizada de la irrupción libidinal de lo social y, por lo tanto, de la pulsión de la pasión política organizada por la perversa cabeza de Lenin. El archivo de Lenin no es tan distinto del de Sade. Pensemos que ahí donde De Beauvoir advierte que la práctica erótica del Marqués no es la anulación del cuerpo del otro, sino más bien la de conciencia (cristo-burguesa) que hay en el otro, Lenin descubre que la política no es un a priori cifrado en la fiabilidad de una teología política o una teoría en la que sus enunciados no estén sujetos a metamorfosis según el cuerpo de la práctica política. Por eso, quizá la pregunta que amarra a Lenin a la lectura de De Beauvoir sea la de la posibilidad o imposibilidad de repetir a Sade en el interior de una ontología política que clama por la pregunta teórica  por la perversión política. La interrogación por máquina perversas de lectura no solo sería afirmar la actualidad del Marqués de Sade  como el “eslabón más débil” del pensamiento liberal republicano y sus instituciones de regulación del erotismo, sino también por la actualidad de un leninismo desviado y desviante de las lógicas de lectura sovieláticas. No el Lenin iconográfico del poder, sino el de la subversión de las máquinas de lectura que sodomizaron tanto al pensamiento marxista como a las pálidas  apropiaciones de la historia de los partidos comunista que reprodujeron lógicas de servidumbre voluntaria a la política imperial de la URSS.  ¿Hay que quemar a Lenin?  Quizá ya ha sido cremado sin la oportunidad de revelar su actualidad. ¿Pero cuál sería esa actualidad? ¿Cuál sería la actualidad del Lenin de Althusser o del de Lukács? El Lenin de Althusser es inquemable sin quemar la irrenunciablidad de Althusser a la lucha de clases. El Lenin de Lukács es también inquemable sin quemar/clausurar la lectura de que Lenin es el pensador político que sabe que la novedad en política es del orden de lo incalculable. Esta tesis lucacksiana nos permite decir desde el interior de la máquina de lectura de De Beauvoir que el punto de encuentro y encrucijada de Sade y Lenin es que ambos eligen lo imaginario como posibilidad de auscultar, empujar y habitar la novedad hacía los límites del tejido de lo dado.

Miguel Valderrama: ¿Hay que quemar a Lenin? ¿Quién pregunta? ¿Quién se atreve a tal gesto extremo? ¿Quién confía hoy la revolución a las llamas, al fuego redentor? Conocida es la anécdota que cuenta Trotsky de su primer encuentro con Lenin en Londres. En ese encuentro el fuego no está ausente, también allí Lenin y Trotsky parecen entregados a las llamas, a la chispa de la revolución. Y es que no solo Iskra, el periódico clandestino que los revolucionarios publican en Londres remite a ello. La ciudad entera parece arder a los ojos de los exiliados rusos. Trotsky mismo sueña despierto con quemar Londres, con ver arder sus palacios y museos. Lenin, en cambio, oscila, se interroga en la espera para finalmente advertirle a su joven acompañante que esos palacios, que esas riquezas, serán los frutos que heredarán los desposeídos de la tierra el día que triunfe la revolución. No, no todo arderá. No, no hay que quemarlo todo. La consumación del mundo por las llamas es el infierno del capital, no la catarsis con la que sueñan despiertos los revolucionarios del nuevo siglo. El comunismo no se levantará sobre las cenizas del viejo orden, la noche que lo verá nacer no se iluminará con el fuego de castillos y palacios. Hay en Lenin una política de la herencia, que es al mismo tiempo una política de la filiación. La separación no se dará sin relación. O, si quieres, la relación no puede ser pensada como separación absoluta, como indiferencia pura de un acto. Y es aquí, justamente, donde Lenin y Sade vienen a encontrarse. En ese cono de luz donde dos soberanías entran en contacto, donde una y otra buscan afirmarse ilusoriamente ya sea en el corte o en el lazo. Si Lenin arde, si hoy nos preguntamos por lo ígneo de su herencia, es, sin duda, porque su legado se ha vuelto de algún modo irrecibible. Ya la palabra con que nombramos esa relación sin relación que estructura la herencia y el legado de Lenin es extraña a nuestra lengua materna, sometiéndola en su paso a una torsión, a una violencia de tránsito. Irrecibible, la violencia que la palabra parece infligir a la lengua da cuenta de la propia imposibilidad del acto, haciendo girar la herencia y el legado sobre sí mismos, reversando una transmisión, consumándola hasta sus cenizas. Si la herencia de Lenin es irrecibible es porque ella misma parece consumarse en su paso al acto. Sin duda, Lenin retrocede ante el incendio eterno de la revolución. Pero, de igual modo, Lenin mismo es el incendio eterno, es la revolución abrazadora. Hay en él un vector antigonal que lo hace ocupar una posición imposible, dividiendo su semblante entre el corte y el lazo, entre la separación y la relación. La perversidad de Lenin, aquello que lo emparenta con Sade, es justamente el hecho de que no es indiferente a la violencia que estructura las relaciones interindividuales. La manera de aprehender esta violencia, de tomar partido por ella dividiéndola siempre en dos, oponiendo una a otra, es quizá lo que identifica y distingue tanto las posiciones de Sade como las de Lenin. Y nos es solo que el incendio de la revolución francesa encuentre en la revolución rusa una línea de propagación, no es solo que el siglo dieciocho entre en relación con las preocupaciones ígneas del siglo veinte. Ante una lectura que se limitara a destacar únicamente estos paralelismos, donde Lenin vendría a ocupar la posición del “odiado Robespierre” en el universo sadeano, habría que observar que lo que se pone en escena tras la pregunta que Simone de Beauvoir se plantea a propósito de Sade, no es otra cosa que un riguroso cuestionamiento del teatro del espanto en que se escenifica toda revolución. El entrecruzamiento de terror y deseo, de indiferencia y crueldad, de soberanía y excepción, de trasgresión y nihilización, da lugar a una interrogación del acto como acto ético en la perspectiva de Beauvoir. ¿Es Sade un gran moralista? ¿Acaso Lenin lo es? ¿Es la revolución un acto moral, un acto de moral pública? ¿Se puede afirmar sin reparos una ética revolucionaria, un principio de responsabilidad absoluta más allá de toda responsabilidad? Estas preguntas, de algún modo, han acompañado, y acompañan, nuestros debates en torno a la revolución y la acción política. A través de la lectura de Beauvoir, me parece, se abre una vía posible por donde vislumbrar aquello que subyace a todas estas inquietudes que enmarcan la pregunta sobre si hay que quemar a Lenin.

OAC: 

¡Quemar, quemar, quemar! Verbo que indica la acción de poner en relación un elemento combustible con las llamas o la chispa del fuego. El elemento que arde, cualquiera sea éste, no puede escapar a su transformación, a su metamorfosis. En la quema hay metamorfosis. Esta inevitablemente se asienta en el objeto de lo que se quema y, sin embargo, el clamor por los incendios ha estado del lado de los que temen a las metamorfosis. La lucha por el fuego ha sido también la lucha contra las hogueras. Por eso, siguiendo tu insistencia en la quema, sería interesante exclamar: ¡Debemos quemar a Lenin! Esta exclamación, sin duda, es la alegría del oído de los profetas del orden, es decir, de los agoreros sin deseo de metamorfosis. El tema del fuego y, así, el de la quema aparece en la disyunción entre naturaleza e historia como trama civilizatoria, y de exposición a las formas con las que los poderes han manifestado su odio a la metamorfosis. El fuego es el lugar de las  aporías civilizatorias; el de las bondades de su calor y el de la furia de su energía, capaz de quemarlo todo. Hablar de catástrofes naturales, como se suele hacer hoy en día, no es del todo exacto. Toda combustión “destructiva” en la naturaleza es el indicio de que hay en la voluntad de la naturaleza el impulso de metamorfosis. Pero en el interior de los mundos sociales, la voluntad de metamorfosis requiere de alguna chispa que encienda y dirija las transformaciones. Tal como Lenin imaginaba que el Iskra era la chispa que encendería a las multitudes de campesinos, soldados y obreros, un rayo descuidado puede encender enormes territorios y arrasar con la flora y la fauna y, sin embargo, el rayo no tiene voluntad de timonel, de dirección de mandado político. Tampoco podemos olvidar que la naturaleza es indisociable de la fragilidad de los mundos sociales y, a su vez, estos son indisociables de la fragilidad de los ordenes sociales. Lenin es la constatación mas radical de que el poder no tienen más fundamente que el que le da la voluntad políticamente organizada. Organizar lo social  desde la política es lo que autoriza a decir que toda catástrofe natural es una catástrofe social. Los volcanes y los meteoritos, el rayo que cae en la madera inflamable de un viejo roble son parte de la historia natural de las metamorfosis, no así el modo por el cual se organiza una ciudad, un Estado. Nuestra geo-grafía es así, un inevitable juego de esquivos y apropiaciones de lo que quema en el interior y en el hábitat de los pliegues de la naturaleza. La naturaleza química del fuego afecta la historia del cuerpo inflamable del hombre, pero nada hay de natural en la decisión de inflamar o dejar que algo sea inflamado. La apropiación humana del fuego no es una metáfora de la historia de los mundos sociales y sus astucias para inmunizarse de las “catástrofes naturales”; es, más bien, la historicidad del peligroso movimiento del fuego en manos de lo humano. Una vez que este ha sido apropiado social y políticamente puede ser el instrumento de estrategias de tormento y de guerras civiles, de quemas de iglesias y devenires seculares, de conspiraciones políticas y de asedios a las hojas de los libros. Esto es lo que hace del fuego el topos originario de las tensiones y de las pasiones civilizatorias. En el mito de Prometeo y de Epimeteo el fuego es la genealogía de las prótesis humanas hasta el punto que podemos decir que este constituye la protohistoria de las quemas y del fuego como instrumento del dominio del político. Recordemos que Epimeteo, a cargo de la distribución de las facultades para cada especie viva, por descuido, olvidó dotar a la especie humana de facultades. Prometeo para compensar el hecho de que lo humano había quedado desnudo roba a Zeus el fuego. El robo a los dioses define el momento en que lo humano comienza a participar de lo divino y, a su vez, el signo de la fragilidad del cuerpo creado a diferencia de los dioses. Esta diferencia es importante porque hace entrar en el teatro de los mundos sociales el reino de la muerte. Tan viejo como el fuego y por oposición a la metamorfosis, el deseo de orden desde ideologemas utópicos es una constante expresada en las técnicas de quemar. El cuerpo como materia inflamable ha sido el blanco privilegiado de los inquisidores medievales, pero también de los modernos y de nuestros contemporáneos “estados-soberanos” destruidos por el narco y el capitalismo financiero y postindustrial. La política de la que ha sido también, la de hacer humo la diferencia, quemarle las arterias, incinerarle los pulsos vitales del corazón para neutralizar lo que altera ha sido desde hace mucho una pulsión tanática asociada al fuego, a la quema de los heréticos. Como el panal de miel al oso, el cuerpo inflamable del cualquier herético atrae al fuego del poder y de los poderoso. Entonces,  prenderle fuego a Lenin, ¿en nombre de qué o de quién?  No es difícil imaginar que los pirómanos constituyen — de la quema de Roma, pasando por la quemas de brujas, hasta la del Reichstag — una apropiación perversa y conspirativa del fuego justo donde conspiración y perversión definen o redefinen formas de la estabilidad o desestabilización del orden político (utópico o distópico), moral, económico, militar. No podemos olvidar que el siglo veinte se incendió a través de la pasión perversa del Nazismo y la contención del comunismo como el otro fuego de la quema del capital. Pero es la quema del Reichstag (1933) lo que mejor expresa las perversiones políticas de los primeros años del hitlerismo pirómano. Los nazis acusan a Giorge Dimitrov de la quema, uno de los líderes más importantes de la Tercera Internacional Comunista, que luego será presidente de Bulgaria. La quema desata las indiscriminadas persecuciones a los comunistas y potenciales opositores al Tercer Reich.  Se trata, como bien lo narra en su Lenin y nuestro tiempo (1983) Rodney Arismendi, de una provocación cuyo objetivo es desatar la fuerza del fascismo de Hitler quien había asumido el poder en enero de 1933 y un mes más tarde, el 27 de febrero, a las 9 de la noche, el Reichstag, el Parlamento Alemán, arde.  El incendio anuncia las formas del montaje, el simulacro, el terrorismo del Estado-fascista y la conspiración incendiaria como técnicas para hacer humo las oposiciones, la diferencia. En su esencia, el fascismo pirómano y el de las cámaras de gas fue también una potencia propagandística y un dispositivo tecno-social de terror visual y control biopolítico. Llevada acabo por el Ejercito Rojo su derrota política y militar es también su soterrado éxito; un éxito siniestro en el interior de las apropiaciones imperceptibles de la estética fascista por parte del capital. El fascismo, en otras palabras, se metamorfoseó hasta el punto de constituirse en el arte iconográfico de dar forma a los lugares, ya no necesariamente estatalizados de socialización nazi, sino de la mercantilización del capitalismo parlamentario. No sería exagerado decir que la quema del Reichstag es el punto de arranque de la genealogía del fuego perverso de los conspiradores y provocadores fascista que incendiaron La Moneda en el Chile el 11 de septiembre de 1973. Se trata del origen fascista del fuego que han sostenido en sus metamorfosis, contra la diferencia, las máquinas de lo que hoy conocemos bajo la forma de capitalismos “post-estatales”, es decir, bajo la forma de estados fuertemente subordinados al fascismo figurativo e imperceptible de la tecnificación y mercantilización de los mundos sociales. Pero a diferencia de Lenin y de Dimitrov, el bolchevismo-comunista de hoy celebrado como efeméride del museo globalizado de la Revolución Rusa, no parece ser más que la débil trama de los libros de historia y de los homenajes despolitizados o marcados por el retiro de Lenin. Se ha olvidado que ¡Lenin es el Maquiavelo del siglo veinte! Su legado no es el de la doctrina del marxismo teológico, sino el de las prácticas materiales de la política. Por eso, quizá, se pueda decir que el fuego de Lenin es al mismo tiempo prometeico y maquiaveliano. El Lenin de 1917 es el Lenin incendiario del comunismo consejista anti-liberal y contra-parlamentario, es decir, es el Lenin de la quema del los mundos burgueses. Este es el Lenin que la reconstrucción de Del Barco decide dejar fuera, decide eliminarlo, inhabilitando el regreso de la inseminación del paradigma que la república consejista de los soviets crearon como oposición a los estados restauradores del orden burgués. Por eso, la pregunta por la quema, quizá, debe ir acompañada de la pregunta por algo así como las cenizas vivas de Lenin. ¿Lenin está muerto?  La forma de incinerar el cuerpo de Lenin, de paralizar su pensamiento político, fue la de embalsamarlo como una momia egipcia, la de convertirlo en pieza importante del mausoleo ubicado en la plaza de Moscú. Pero ese no es el Lenin que nos interesa, esa momia es la que hay que quemar, quemar y quemar o, mejor dinamitar. En esto hay que seguir a Roque Dalton que en su viaje de 1957 a la URSS, no solo reconocerá los logros del socialismo existente, sino que a su regreso a San Salvador dirá  dirá que es necesario dinamitar el mausoleo de Lenin.  Su libro dedicado al conductor de la Revolución Rusa, Un libro rojo para Lenin (La Habana, 1970-1973), debe ser leído como la astucia de Dalton para dinamitar a la momia y volver a encender la chispa leninista en América Latina.

MV: Al volver una y otra vez sobre la cuestión de quemar a Lenin no hacemos más que retomar de otra forma la cuestión del izquierdismo que la hipótesis comunista no deja de abrir y señalar. Roque Dalton expresa como bien adviertes esta tensión en su relación con Lenin y la Revolución bolchevique. La expresa como un dolor de cabeza del que es necesario liberarse. El izquierdismo, en efecto, plantea siempre la pregunta por el uno y el dos, la pregunta por la unidad y la división. En su impaciencia, en su precipitación, en la voluntad de anticipación que lo caracteriza, es necesario reconocer una fe ciega en el porvenir, en una idea de futuro como anticipación, como corte y separación. Se diría que su política se juega principalmente en un determinado ensayo de edición del tiempo, en una consciencia nietzscheana de sus límites, y en la misma posibilidad de darse una imagen propia del mismo, un horizonte temporal capaz de unificar en cierta medida el conjunto de una existencia. En el simposio “Sobre la idea comunista”, celebrado en Londres en la Birkbeck School of Law, a comienzos del año 2009, Bruno Bosteels traía a análisis una historia del izquierdismo dominada por identificaciones e inversiones que daban cuenta a su vez de la propia historia del comunismo durante el siglo veinte. Historia indistinguible, en cierto punto, de un “melodrama” compartido por el comunismo y el izquierdismo. Historia común de un paso, siempre adelante, siempre atrás, vivido según los ritmos de una fantasía melodramática juzgada ahora “infantil”, ahora “senil”. En un momento de su conferencia, Bosteels se interroga si acaso el fin de la “hipótesis izquierdista” no supondría también el fin de la “hipótesis comunista”. En sus palabras, el izquierdismo se presenta hoy como la bella alma del comunismo, aunque sin esa alma la Idea comunista tal vez sería apenas algo más que el caparazón vacío de un cuerpo, si no ya un cadáver piadosamente embalsamado y momificado. Del contrapunto que la conferencia establece entre la hipótesis izquierdista y la hipótesis comunista, interesa retener la problemática del tiempo que dicha identificación revela a nuestra lectura de Lenin y de la Revolución bolchevique. Junto a la cuestión del tiempo, de los modos de apropiarse o de disponer del tiempo, de fiarse o de dar lugar a una temporalidad propiamente política, se encuentra también la cuestión ética del acto. De algún modo, quemar a Lenin pone en escena tanto la pregunta por la eticidad del acto revolucionario como la visualización de los límites y alcances temporales que dicho acto comporta. La purificación del mundo por las llamas, el incendio que todo paso al acto necesariamente supone (recordemos aquellas palabras que Lacan dedica a Antígona, ella es el incendio, dice), reintroduce en la escena de la revolución la cuestión de la expirosis, de la consumación del mundo por el fuego. Cortar el mundo en dos, comenzar desde cero, hacer tabula rasa, es un acto de purificación, de separación violento que tiene al fuego por instrumento. El fuego es la metáfora no solo de la violencia revolucionaria, sino también del terror que va asociado a dicha violencia. No hay terror sin violencia, no hay violencia sin terror. No al menos, cuando esa violencia se ejerce bajo la lógica del corte y la separación. No al menos, cuando esa violencia se vive como fundación. Ahora bien, las dificultades que la izquierda encuentra hoy para adherir al imaginario jacobino y soviético de la revolución, no tienen relación tanto con el acto mismo, sino con la relación que dicho acto vendría a fundar. Simplemente ya no se cree en la revolución como tabula rasa, simplemente ya no se vive la revolución como acontecimiento, como corte y abertura absoluta. La fe en el futuro, en una política fundada en el futuro, sin duda es lo que se ha perdido. O, dicho de un modo más preciso, las figuras de la historicidad que daban lugar a una política revolucionaria fundada en una temporalidad volcada hacia el futuro han terminado por consumirse en las guerras frías del siglo veinte. Este agotamiento del ideal revolucionario es también el agotamiento de cierto carácter destructivo asociado a la revolución. La revolución como un signo de fuerza, como fuerza violenta de destrucción, es justamente aquella fantasmagoría que nadie se toma hoy demasiado en serio. Sin duda, se organizan coloquios internacionales en torno a la violencia, sin duda la Revolución de 1917 copa la agenda académica en las universidades, y, sin embargo, el teatro de la violencia parece —por paradójico que sea— ya no tocar el mundo, ya no formar mundo. El equívoco de Lenin se revela así como el equívoco de la revolución. Hay que partir el mundo en dos, esa es la afirmación que parece subyacer a la imagen del fuego promovida por izquierdistas y comunistas. Esa imagen, que Lenin sintetizó en la sentencia que afirma que siempre es mejor una división a la confusión, es la imagen que Simone de Beauvoir busca leer en el rostro de Sade. Partir el mundo en dos, ya sea por las armas o por el sexo. Partir el mundo en dos para conjurar esa violencia que ya no toca el mundo, que ya no forma mundo. ¿Es Sade un gran moralista? ¿Acaso Lenin lo es? ¿Es la revolución, política o sexual, un acto moral, un acto de moral pública? ¿Se puede afirmar una ética revolucionaria, un principio de responsabilidad absoluta más allá de toda responsabilidad? Estas preguntas, de algún modo, han acompañado, y acompañan, las polémicas en torno a la revolución y la política en nuestro continente. No es necesario recordar el “No matarás” de Oscar del Barco para reabrir hoy este debate sobre la responsabilidad. Tampoco es necesario recordar las posiciones de León Rozitchner sobre esa “filosofía de la consolación” que parece por momentos despuntar en algunas de las lecturas del “No matarás” para advertir que, en lo esencial, estas discusiones no versan tanto sobre un “pensamiento de la derrota”, como sobre lo que se podría llamar —parafraseando al mismo Rozitchner— un pensamiento que interroga las relaciones establecidas entre moral (burguesa) y revolución, entre una determinada concepción del tiempo y una determinada concepción del acto, del paso al acto.

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