por Alejandro Boverio y Pablo Lovizio
Alejandro Boverio: De alguna manera, con la lectura de tus dos últimos libros, tanto El entramado (Ediciones Godot, 2012) como Camafeos (Ediciones Godot, 2013), uno tiene la sensación de enfrentarse a un contrapunto, un contrapunto entre ambos. Por un lado, en El entramado, una lectura crítica de la serialización contemporánea, del apuntalamiento técnico del mundo y, a partir de ello, cómo la técnica conlleva a esa serialización y, por otro lado, en cada capítulo de Camafeos, la exaltación de singularidades o excesos en ciertas obras y en vidas frente a esa serialización. ¿Pensás que pueden ser leídos de esa manera?
Christian Ferrer: No hay porqué buscar coherencias o contrapuntos, o algo así como un proyecto. Habrá quien se dedique a hacer historia de las ideas buscando regularidades o rupturas o unidades de problemas. A mí no me sale eso. Cuando leo, como lector, no espero del libro que me dilucide “algo” ni tampoco que me confirme creencias. Es preferible leer por impulsos, de acuerdo a la curiosidad de ciertos momentos, o en torno a un problema que a uno le atrae por un tiempo. No entiendo a las personas que tienen “proyecto intelectual” de principio a fin. Nunca tuve la ambición, o más bien la vanidad, de dominar un campo temático ni tampoco de engullirme un autor de la a hasta la z, o de volverme especialista en tal asunto. Uno tiene aficiones a las cuales es fiel durante gran parte de la vida, pero son salteadas, diversas. No me atraen las genealogías que delimitan y clasifican los campos de ideas. Las aprecio, pero tienen una validez muy limitada, veinte años después aparece alguien que te arma, sobre ese mismo campo, otra lectura, otra interpretación, otra organización de los elementos, y de repente se vuelve vigente y dominante, y veinte años después otro hace lo mismo, y así sucesivamente, sin que eso redunde en acrecentamiento alguno de nada. Además es el negocio académico hacer eso.
AB: Para decirlo de otra manera, entonces, ¿pensás a los autores o las vidas y obras que son acometidas en Camafeos como excesos frente a la serialización del mundo? Y si eso es así, ¿de qué modo funcionan esos excesos?
ChF: ¿Por qué exceso?
AB: Exceso en el sentido, justamente, de una puesta en abismo de cierto status quo, o de cierta seguridad establecida por, para decirlo en términos generales, el desarrollo del dominio de la técnica en las sociedades contemporáneas.
ChF: Sí, bueno, no soy un entusiasta. A mí no me excitan las transformaciones científico-técnicas, lo cual no quiere decir que no me den curiosidad o que no les encuentre un yeite, o que no perciba la ventaja tal o cual que pueden traer aparejadas, pero si se considera el mundo tal cual es, no me parecen demasiado elogiables. A decir verdad, lo que se puede llamar modernidad tecnológica, cuyos émbolos son también la modernidad política y cultural, ha traído muchas desgracias, comenzando por la idea de que el trabajo dignifica, una convicción muy acentuada en Argentina, cuando eso hubiera sorprendido mucho a los aristócratas de antes y también a los griegos antiguos, trabajar era una cosa de esclavos, una condena. No es algo agradable, me refiero al trabajo tal como se lo hace y que fue objeto de crítica, bien conocida, por parte de anarquistas, sindicalistas y otros espíritus anómalos. Destruye vidas. Las agobia y exhausta, las transforma en minicomponentes orgánicos de una maquinaria de destrozar carne, de principio a fin de la vida. Y, entre paréntesis, para no decir una palabra de menos, también obliga a la mecanización de la vida y la muerte de los animales para transformarlos en comida. Y encima hay que consumir lo que se produce, demasiadas veces innecesariamente. Esa maquinaria es la rueda de un hámster. A mí no me parece un modelo de vida promocionable, tal cual se lo hace aquí con discursos desarrollistas, productivistas y consumistas. Parto de ese principio, al menos es el mío.
AB: Bueno, vos decías, justamente, espíritus anómalos o excéntricos que lo cuestionan. En Camafeos, entre las anomalías o puestas en abismo, al destacar ciertas obras o ciertos intelectuales, vos señalás fundamentalmente a Martínez Estrada, a Murena y a Perlongher. En particular, para referirnos a los ensayistas, Martínez Estrada y Murena asumen, cada uno a su manera, un pensamiento desolador y quedan en soledad o en las afueras del centro de la vida intelectual argentina de sus respectivos momentos, ¿no? En torno a Martínez Estrada, en tu ensayo vos terminás diciendo, con una figura interesante, que él ladró dos veces, una en la pampa y otra en la ciudad, o lo que es lo mismo, una sola vez en el desierto. ¿Pensás que ese quedar relegado es esencial a aquellos que asumen la tarea de una denuncia, digamos, de francotirador?
ChF: El denuncismo no es lo que los coloca en ese lugar. Están más allá de eso. La denuncia es un gesto que le cuadra al physique du rol del intelectual moderno, y no siempre para bien. Suele ser menos la queja por la suerte de los otros, siempre opuesta a quien la emite, que la mufa ante realidades que contradicen las buenas intenciones. Es un modo de apaciguamiento, aseverar que las cosas pueden reformarse o revolucionarse, eso instala en el lugar del bien. Y si “yo”, o mis ideas, o mi toma de partido, son buenas, los otros, o el modelo de los otros, son necesariamente malos. En fin, indios y vaqueros, o viceversa. Hay una larga tradición en Argentina que hace del hombre de ideas un denunciador crónico y a la vez, para sí mismo y sus audiencias, un héroe de la palabra. Eso no significa gran cosa, todo el mundo se dedica a la denuncia en Argentina: los periodistas, los profesores, los investigadores, las mayorías, las minorías, sin contar los que se dedican a subrayar libros de autores europeos indignados con el estado del mundo. Es un coro. Triunfante, por otra parte. Y el género que los vehiculiza, el ensayo, también es triunfante. No hay nada que me sorprenda más que oír decir, y fue tan habitual en las décadas de 1980 y 1990, que el ensayo es un género relegado o soslayado. En absoluto, es el género triunfante del siglo XX, fundamentalmente bajo la forma de artículo de opinión en el periódico. No, la cuestión no es ésa. La potencia de Martínez Estrada, todavía vigente, no dependió de haber hecho denuncias, proféticas, como se les decía por entonces, sino en haber tomado como objeto de su denuncia a la Argentina entera, es decir en no deslindar “buenos” de “malos”. Para él todos revolvían la cuchara en la misma sopa y eran mutuamente cómplices de la situación. En distinto grado, pero lo eran. Martínez Estrada era un hombre que amaba a la Argentina pero no la admiraba. Al tomar como objeto de crítica la Argentina entera está por fuera de las dos corrientes aparentemente dominantes en el siglo XX. Por un lado, la liberal-progresista, esa línea que empieza con la así llamada Generación del ‘80, sigue con Sur, La Nación, el Partido Comunista, y así hasta llegar a la social-democracia y el populismo de izquierda actual. Por el otro, la tradición nacionalista, de Manuel Gálvez y compañía, pasando por sus laterales que enfatizaban la mano fuerte, y promoviéndose de allí en más en mescolanzas con peronistas o militares. En el caso de Murena, lo mismo: toma como adversario al mundo. El defecto eran los sistemas tecnocráticos en sí mismos, sea el “americanista”, como se lo llamaba cuando él vivía, o el soviético, ya desvanecido. Estaba contra todo y contra todos. Eso lo diferencia del mero denuncialista argentino que siempre tiene a mano un adversario con el cual entenderse y desentenderse. El adversario hace lo mismo desde otra mesa redonda, otra solicitada, otra revista, otro blog u otro programa de televisión. Lo que tienen de sugestivos autores como Martínez Estrada, Murena o Perlongher, si vos querés incluirlo, es la radicalidad con que identifican el modo de vida que se lleva. Eso los coloca en un afuera, claro. No es que no hayan tenido audiencia, pero, ¿qué se podía hacer con eso? ¿Quién recupera a Murena? ¿Quién a Martínez Estrada? Horacio González, que es en sí mismo una internacional de pensamientos, pero él es singular. Lo mismo sucede con Perlongher, a pesar de toda la visibilidad que tiene hoy la cuestión gay. No se lo puede retomar, porque a él le repelía la idea de una “identidad gay”. Quedan en un limbo. No es que no se los tome en cuenta, no es que no se los lea, algunos más y otros menos, sino que no se puede hacer nada con ellos. Porque en época de reformas, y ésta es una época nítidamente reformista en política, o cuando toda forma expresiva reclama el derecho a ser valorizada, y así es la época en los ámbitos de la cultura, mucho más notorio en el arte, o en que se glorifica a la víctima, y es evidente la preponderancia en los últimos veinte años de las políticas del resentimiento, no hay posibilidad de hacer algo “político” con ellos.
Pablo Lovizio: ¿Cómo pensarías, más allá de esta caracterización que hacés de la obra y la vida de Murena y Martínez Estrada en Camafeos, los momentos en que, por ejemplo, Murena lee retrospectivamente la historia argentina y extrae elementos de verdad y simpatías políticas por Sarmiento y algunas otras configuraciones nacionales, o en el caso de Martínez Estrada su afinidad con la revolución cubana? Es decir, ¿cómo se conjuga lo que venís diciendo en torno a la ajenidad epocal, con sus apuestas políticas concretas en una coyuntura determinada?
ChF: Vos te referís al Murena joven, y a los jóvenes, y a los no tan jóvenes también, la política los entusiasma mucho. Pero Murena, a partir de comienzos de los años ‘60, se va, queda ajeno a la deriva político-intelectual del país. Con un libro como Homo atomicus ya es notorio que no puede ser leído por sus adyacencias generacionales. Se les escapa: no quieren seguirlo ni hubieran podido hacerlo. Y en La metáfora y lo sagradoya está muy lejos, no creo que le interesara mucho incidir en algo con respecto a la carnicería política local. En el caso de Martínez Estrada, su ida a Cuba tiene mucho de despecho con respecto al país. Se alegró, le dieron reconocimiento. Estaba lejos del lugar donde lo maltrataban con críticas despectivas o menospreciantes. Pero cuidado: no era marxista y terminó un poco disgustado con lo que vio allí. No hay que olvidarse que preparó dos tomos de discursos de Fidel Castro que, cuando salieron de imprenta, el propio mandamás ordenó retirarlos de las librerías. Y al bastante conocido artículo sobre las fotografías de Fidel Castro, que la Biblioteca Nacional reeditó en Argentina hace unos años, se le negó publicación en la revista cubana que se lo había solicitado. Al final arrestaron a un amigo suyo que había quedado en el departamento en el que él residió en La Habana y se dedicó a pelearse con todos ellos. Era un hombre que creyó estar viendo, en Cuba, en 1960, el amanecer de un nuevo mundo, pero cuando se fue, dos años después, la cosa no tenía tanto que ver con el latinoamericanismo irredento, sino con la Guerra Fría: había una linda águila calva y un lindo oso peludo que se disputaban el tablero y Cuba resultaba ser una pieza estratégica. Me parece que ese final de Martínez Estrada fue un intento propio de encontrar un afuera de la Argentina, un lugar que lo salvara a él de la Argentina. Lo cual no quiere decir, y esto es interesante, que su antiguo latinoamericanismo no se haya trocado en aquel entonces en anticolonialismo y antiimperialismo muy evidentes, pero eso era propio de la época, no de él solamente, en todo caso fue uno de los primeros que se puso en ese lugar, desplazándose del grupo liberal y también dejando patas para arriba a toda la gente de izquierda que nunca lo tuvo por revolucionario. Tenía más que ver con desobediencias de viejo, de quien se niega a ampararse en el prestigio, los honores, los lectores conseguidos, en fin, la pompa. Ése es un desplazamiento que no suele hacer la gente que adquiere cierta fama, muy por el contrario, se dedica a cultivar el terreno trillado. Por otra parte, Martínez Estrada no fue de lo más lúcido en sus artículos sobre la revolución cubana.
AB: Esos dos años le alcanzan, sin embargo, para abrazar completamente el pensamiento de José Martí, a quien le dedica una obra que continúa escribiendo hasta el final de su vida, incluso ya muy enfermo…
ChF: Sí, su héroe intelectual último fue Martí, porque lo consideraba hombre ajeno a todo apetito de poder. Martí tenía una misión caballeresca y apostólica: liberar a su novia, que era Cuba. Para ello conforma una organización, el Partido Revolucionario Cubano, que se parecía más a un grupo carbonario que a los partidos políticos que se ocuparon de los asuntos de la isla luego de la independencia. Y así hasta el día de hoy. Lo que él buscaba en Martí era el panteísmo, al hombre en comunión con la naturaleza del trópico, y también a una especie de alma franciscana que todo lo entrega a su causa, buscaba al hombre de amor, tomado por el amor, exactamente lo contrario del ejercicio del poder, y quizás sea por eso que en las novecientas páginas del libro la revolución castrista creo que es mencionada tres veces. Martínez Estrada percibe la continuidad de la cuestión del irredentismo en Cuba del siglo XIX hasta la revolución de 1959, pero no logra encontrarle el paralelo a Martí. Los discursos de Fidel Castro no eran amorosos precisamente, sino de llamarada, de incendiario. Y al panteísmo de Martí, bueno, me parece que Fidel Castro lo encontró en la embajada soviética. Sí, fue su último proyecto, el último gran fervor, la última crepitación del latinoamericanismo en el que se formó en las décadas del ‘20 y del ‘30. Pero, como te digo, para entonces, década del ‘60, ya estamos en otro territorio, la Guerra Fría. Eso por un lado. Por otra parte, me parece que hay una voluntad sacrificial en Martínez Estrada, quería morir como un mártir. No, entiéndase, al estilo del Che Guevara, de guerrero, pero sí en un lugar peligroso. La Argentina ya no le concernía, le parecía tóxica y sin remedio, y Cuba parecía anunciar algo nuevo, una posibilidad. Además, los primeros años de una revolución son como los idilios amorosos, todo es perfecto, hasta que llegan los problemas. Martínez Estrada no llegó a verlos del todo.
AB: Y volviendo a su desolación más general en relación con Argentina, tampoco el peronismo parece significar ninguna novedad para Martínez Estrada, ¿no? El ¿Qué es esto?, esa profunda catilinaria que escribe contra el peronismo, no parece concederle nada nuevo, aunque con cierta perspectiva histórica podría decirse que revuelve una serie de categorías políticas establecidas hasta ese momento.
ChF: Martínez Estrada escribe ese libro como un elogio desmesurado a Perón, de la misma manera en que Sarmiento escribió el Facundo en vínculo erótico con Facundo Quiroga. La acumulación de denuestos, de mandobles, de zaherimientos que hay en ¿Qué es esto? indican que, para él, Perón era mucho más grande que sus sucesores y sus antecesores, y por eso se ocupó de él y no de los otros, es decir los “libertadores”, de los que tenía baja opinión. Pero eso no es lo importante, en todo caso él pondera la estatura de Perón, aun queriéndola derribar. Lo importante es que dejó establecido que el peronismo existía desde cien años antes y que va a seguir existiendo cien años después. Eso lo dice en su libro. Al decir Martínez Estrada que el peronismo era preexistente, lo que vos decís en relación a que el peronismo revoluciona categorías establecidas, eso supone restringirse un poco. El peronismo es una manifestación más de las convulsiones que son originarias de la República Argentina. O, para decirlo en términos sarmientinos, es una “sombra terrible”. La diferencia con Sarmiento es que Martínez Estrada percibía que barbarie y civilización eran lo mismo, no opuestos sino una alianza helicoidal. Por lo demás, el gran tema de Martínez Estrada no es el peronismo, sino el que los argentinos seamos negadores de la verdad, por no decir sus enemigos jurados, no queremos confrontarla, huimos del pasado, improvisamos a medida que avanzamos, carecemos de visión de porvenir. El peronismo es una constante, antes pudo llamarse de otra forma y en el próximo futuro va a asumir otros ropajes. Para Martínez Estrada el antecesor inmediato del peronismo es el yrigoyenismo, una continuidad que no ha sido enfatizada lo suficiente. Dado que se niega la realidad del país, el fantasma vuelve a aparecer. Antes andaba a caballo, después anduvo en tanques de guerra, ahora está algo fatigado y se conforma con payadas de epítetos.
AB: Y cuando te referís a esta desolación de Martínez Estrada, esta lectura desoladora que se manifiesta tanto en Radiografía de la Pampa como en La cabeza de Goliat…
ChF: No es desoladora, ya es la segunda vez que usás esa palabra, es una lectura llena de amor, un amor bronco por Buenos Aires, pero amor. Radiografía de la pampa es amor por la patria pero sin ninguna admiración. Hay que tener un amor gigantesco para poder escribir esos dos libros, amor que tradicionalmente ha faltado en la sociología, en la filosofía, y que suele faltar en los discursos de ideas, en donde hay más bien resentimiento o posicionamiento narcisista.
AB: Desolador en el sentido de ver una especie de círculo vicioso del que no puede salirse, ¿no?
ChF: Paradoja, que no es lo mismo que un círculo vicioso. Y, en todo caso, sí, una enfermedad moral…
AB: Efectivamente, esa enfermedad moral que, de alguna manera, se intenta radiografiar. Y en torno a ese radiografiar, vos decís: bueno, en todo caso no se le puede reclamar otra cosa que decir esa verdad, señalar esa enfermedad moral o, en todo caso: hay problemas que no tienen solución y no dejan de ser problemas por ello. Ahora, la tarea intelectual, a tu juicio, ¿se agota en señalar una verdad?
ChF: ¿Por qué hay que dar por supuesta una tarea intelectual? ¿Es un encargo de época? ¿Qué tipo de pretensión es ésa? ¿Qué tipo de auto-atribución? Una “tarea”, y además la palabrita siguiente, “intelectual”. Suena a típico problema de auto-legitimación. Martínez Estrada era un escritor, tendría obsesiones, pero cuando alguien habla de “tarea” intelectual se está colocando en un pedestal y termina haciendo lo único que sabe hacer, un papel escénico en el que se recita lo esperable. A muchos les gusta creer que están en la vereda opuesta a la de los otros, pero la calle es la misma. Si se deja de lado momentáneamente la retórica de altavoz se percibe mejor el intento de ganar la “parada”.
AB: En el siglo XX, con Sartre a la cabeza, lo que se produce es una gran confluencia, claramente, entre estética y política, entre escritura y política…
ChF: Es un sarampión endémico. ¿Por qué alguien que se dedica a las ideas tiene que tomar posicionamientos políticos cada cuatro horas? ¿Por qué presuponer que la política es una actividad necesariamente benéfica y no administración, con sus variaciones entre mejor y peor, del estado de cosas que siempre ha garantizado la separación entre ricos y pobres? Los anarquistas de hace cien años diferenciaban lo político de lo social. La política era, como decían, “la feria sucia de las cosas feas”. Lo social era el campo de transformaciones. En todo caso, se podrá sustituir la palabra “política”, si querés, por “poder”. Maquiavelo entendía de esas cosas. Lo que no es aceptable es la presuposición de que “todo es político”, un recurso de chantajistas. Además hay un problema sociológico implícito: el intelectual, mediante su dominio de las ideas, sabe que su situación privilegiada, en términos de voz pública o de lugares en donde está situado, sean académicos, periodísticos, culturales o estatales, es injusta, porque el mundo que sus ideas reconocen es un mundo injusto, por lo tanto la única forma de sostener su enunciación es tomando partido por las víctimas, las necesita, pero la cuestión queda irresuelta. Por otra parte, la relación entre hombre de ideas y política no tiene tanta antigüedad, y el saldo que ha dejado, al menos en el siglo XX, pudiera ser considerado negativa por la gente del futuro.
AB: Resulta interesante la posibilidad de llevar al límite esa idea, que es en parte la discusión que tiene Adorno con Sartre, de alguna manera, obviamente escrituraria y posterior, en ese ensayo referido a la cuestión del “compromiso”, desde un pensamiento esencialmente paradójico. Borges de algún modo también. Vos citás a Borges y a Macedonio como los primeros que se te vienen a la mente en tanto pensadores paradójicos, en un artículo justamente sobre Martínez Estrada…
ChF: Es casi seguro que no existe ningún hombre de ideas del siglo XX, incluyendo a los grandes hombres de ideas, que no se haya equivocado en sus posturas políticas del momento. Eso es más fácil verlo después, con el tiempo, pero nada impide barruntar que quienes hacen lo mismo ahora no estén a su vez equivocándose. Entiendo que la lógica del poder trasciende por completo los buenos deseos de quienes se autodefinen intelectuales. Sartre: un bonito escudero del padrecito zar Stalin. ¿Por qué siempre se ha puesto en cuestión a Heidegger por haber dado algún apoyo a Hitler y nunca se hizo lo mismo con Sartre? ¿Por qué ha sido de cajón criticar a las dictaduras militares latinoamericanas y, en cambio, se hace casi imposible hacerlo con un caudillo egomaníaco como Fidel Castro? ¿Por qué se hace tanta alharaca retrospectiva sobre las ideologías activas en mayo del ‘68 en París cuando la mayoría de sus oficiantes se decantaron por la Revolución Cultural China, que lo único que dejó es un tendal de millón y medio de muertos? ¿Por qué se repele a dictadores que hambrean hasta la muerte a pueblos enteros del África a la vez que se hace silencio sobre los millones y millones de muertos producidos por el Gran Salto Adelante del gran timonel Mao? ¿No es evidente ahí el vínculo entre intelectuales y política? Y así sigue siendo la cosa, no conozco a ningún votante de Macri, Carrió o de Cristina que se haga mucha mala sangre por el trato que nuestro gran cliente chino da a su población.
AB: Lo que resaltás de Martínez Estrada, de alguna manera, es la crítica moral, y no tanto una económica o política, y en ese sentido es posible ver allí una línea muy fuerte también con tu rescate de pensadores anarquistas y de la tradición anarquista en general, ¿no? Como aquella que lo que fundamentalmente realiza no es tanto una crítica política o económica, sino más bien social, espiritual y cultural.
ChF: Me resisto a ponerlo en esos términos. Primero porque Martínez Estrada sí hace una crítica de la economía en Radiografía de la Pampa. Y luego, porque hace una crítica a la tecnocracia, sobre todo en sus escritos de fines de la década del ‘50 y principios de los ‘60. Y, en tercer lugar, porque hace una crítica política desde un fuerte posicionamiento moral. ¿Qué es el compromiso político sin una moral política exigente? Es administración del estado de cosas o bien reformismo de corto alcance, o sea ilusiones. Me da la impresión de que les importa mucho la alianza entre intelectualidad y política, pero yo no la doy por supuesta. Al contrario, cuando uno releva el siglo XX y presta atención a las alianzas entre los hombres de ideas y la política realmente existente, bueno, la sensación es más bien de horror. Igual, muy pronto todo esto será historia, a nadie interesará, tal como a nosotros tampoco ya nos conciernen las querellas teológicas de las guerras de religión de cuatro siglos atrás.
AB: Bueno, en ese sentido, con esta idea de vociferar verdades sin importar consecuencias, por así decirlo, también uno puede entender que te haya interesado el gesto de Oscar del Barco con aquella carta sobre el “No matarás”, que generó tal vez una de las polémicas más sugestivas de los últimos años…
ChF: Sí, me irritaron las refutaciones que aparecieron por entonces, que eran duales. Por un lado, los defensores de la violencia, que le criticaban a Oscar del Barco promover una transformación del mundo “mansa”, como si las acciones políticas no violentas los dejaran indefensos frente a los malos. Profesores universitarios, psicoanalistas, gente “culta”, parecía que tuvieran una Colt 45 guardada en el cajón del escritorio para salir a la calle cuando estallara la revolución o acontecimiento equivalente. Una vergüenza. Y, luego, otro tipo de respuestas, ambiguas, comprendían lo que Oscar del Barco trataba de decir pero preferían no acompañarlo, por las dudas de que… ¿De qué? ¿De quedar afuera de la revolución? No… Porque ya era evidente que el discurso kirchnerista con respecto al pasado y los derechos humanos era incompatible con lo que Oscar estaba planteando, una revisión radical de la experiencia de las guerrillas o de la izquierda del siglo XX, y no sólo de lo que sucedió en la provincia de Salta. Eso es una cuestión. La otra: creo que yo no dormiría tranquilo si tuviera un vecino que opinara que es legítimo matar, y menos que menos si consigue una cuota de poder. La casi totalidad de las personas que hay en el mundo no matan, ni matarían. Por otra parte, quienes respondían a Oscar del Barco parecían no tener la menor idea de lo que había ocurrido en el siglo XX. En la Revolución Rusa murieron doce millones de personas, en China millones y millones y millones y millones, en Camboya se terminó con la mitad de la población, en Cuba hubo miles de fusilados, y en todos lados así, ¿en nombre de qué? ¿De la transición de la URSS hacia el actual capitalismo? ¿De la transformación de China en una potencia mundial estatista-capitalista? A mí me parecía que lo que ocurrió en torno a la carta de Oscar del Barco lo trascendía a él, sencillamente. Había señalado una llaga que a nadie le interesaba mirar.
PL: ¿No pensás también que el “No matarás” realiza dos operaciones que parecieran no ser toleradas por el campo intelectual universitario? Digamos, por un lado del Barco cuestiona el poder de la enunciación profesoral en el campo de las ideas en tanto pretendido lugar del Bien y, por otro lado, afirma la voluntad de expresarse desde el grito y el dolor (dice: “tuve la sensación de que habían matado a mi hijo”), sin tener que tamizar en demasía racional e intelectualmente el discurso, que es el discurso de muchas de las respuestas, un discurso profesoral universitario, que recurre a contextualismos varios en los cuales se disuelve la decisión de matar…
ChF: Cuando una persona te habla del contexto, se está auto-justificando, porque el contexto permite comprenderlo todo, siempre. Hay que pensar que Masetti, cuando se va de Cuba para hacer la guerrilla, y no olvido que antes los comunistas le habían echado flit en Prensa Latina, deja una hija de veinte días, acababa de nacer su hija veinte días antes, ¿qué contexto justifica ese abandono? ¿Insertar un brote de guerrilla en Salta suponiendo que tarde o temprano se generaría una insurrección general? Es delirante… Pero el delirio mayor es alejarse de un bebé recién nacido. Los animales no hacen eso. Los padres no deberían hacer eso.
AB: Volviendo a Martínez Estrada, alguien que, exceptuando la experiencia cubana, no comulgó con ningún partido político y, en este sentido, ejerció una enorme crítica radical; creía encontrar en tu perspectiva cierto interés anarquista en Martínez Estrada. En tu libro Cabezas de tormenta (Utopía Libertaria, 2004) planteás que tu intención en esos ensayos no es tanto la de revivificar el mito anarquista sino también mostrar sus supervivencias. ¿Cuáles son a tu juicio, hoy en día, las supervivencias del anarquismo?
ChF: Yo entiendo que, desde la época del esplendor de los anarquistas, está ausente una crítica radical del poder. Ni siquiera las feministas o la propia obra de Michel Foucault, que tiene mucho que ver con eso, alcanza esa radicalidad. El anarquismo es un pensamiento de las antípodas, da la clave para comprender el dominio de unos sobre otros, la explotación de los hombres por otros hombres, el dominio tradicional del género femenino por parte del masculino, y el dominio que hombres y mujeres ejercen sobre los animales. No conozco otra mejor y no veo que las alternativas posibles hayan logrado demasiado, al fin y al cabo. Ahora, ¿por qué reaparecen a veces las ideas anarquistas? No lo sé, debe responder a un malestar existencial que mucha gente siente, aun cuando perciban que es una doctrina imposible y por momentos impensable. Sí sé que muchas doctrinas que fueron más poderosas van a desaparecer y que el anarquismo va a seguir existiendo, aun testimonialmente. Comenzando por el marxismo, que a esta altura sólo interesa a investigadores académicos.
PL: Al principio de Cabezas de tormenta, sostenés que los anarquistas, en sus grupos de amistad y afinidad, fueron los primeros en anunciar y experimentar ciertas libertades que luego iban a generalizarse. Lo que hoy se llama “políticas de la amistad”, entre otras cosas… Ésa podría ser la dimensión en que pervive el anarquismo, ¿no?
ChF: En verdad la influencia del anarquismo sobre diversos sectores políticos, culturales, no está muy estudiada, no se la conoce bien. A lo que vos mencionás yo lo llamaría demandas de libertad para los afectos, aunque buena parte de las reivindicaciones de los últimos años con respecto a los afectos parecen reenviarnos a modelos tradicionales, antes llamados “burgueses”, matrimoniales, monogámicos, identificatorios. No sabría decir cuál es su destino, el anarquismo está menguado a lo mínimo y sin embargo no desaparece. Otras sectas ya hubieran desaparecido hace mucho tiempo.
PL: ¿No es una paradoja que el movimiento anarquista que cuestionó los totalitarismos soviéticos y socialistas, desde el primer momento, incluso en tiempos de Lenin, también haya sucumbido junto al socialismo en su conjunto con la caída del muro de Berlín?
ChF: El anarquismo ya había sucumbido. Por lo demás, la experiencia de los países soviéticos fue lo que derrumbó cualquier posibilidad de una renovación de la izquierda, salvo por vía social-demócrata. Fue una proceso tan desastroso que es difícil sacar corolarios positivos, digo, para los propios oficiantes de estas ideas. En todo caso el anarquismo siempre fue populista, nunca fue clasista, pero era un populismo extraño, no necesariamente considera que el pueblo tenga la razón. Era un populismo antipopulista. Tampoco hay, todavía al día de hoy, una historia mundial del anarquismo. Nadie la ha escrito. Se conoce poco, por ejemplo, que los anarquistas promocionaron causas nacionales. En Cuba con José Martí, en Filipinas, en los Balcanes y en otros casos equivalentes. En su mejor momento fue un movimiento misteriosamente plástico, muy dúctil. Pero tampoco tenía destino en una sociedad que, ante todo, promovía el progreso industrialista: el desarrollo de las fuerzas productivas y el consumo de objetos. El anarquismo planteaba la cesación del mundo: ni mejoras, ni reformas, ni desarrollos, sino el cese de la maquinaria.
AB: En los primeros anarquistas, en Bakunin, Kropotkin y Malatesta, ahí efectivamente hay cierto iluminismo en tanto creen que el gran mal es la ignorancia. Pero allí también pensamiento y práctica están totalmente unidos…
ChF: Desde el punto de vista anarquista no puede haber revolución anarquista hasta que el último habitante de la tierra no se haya vuelto anarquista. Es una revolución cultural, espiritual, y psicológica, previa a cualquier revolución política. Los anarquistas creían en dar ejemplo. Sus vidas eran ejemplos en sí mismas. No todos, pero muchos, sobre todo los anarco-individualistas, insistían en ese aspecto: es dando el ejemplo que los otros comienzan a considerar tus ideas.
PL: Antes hablabas de la ausencia de una historia mundial del anarquismo, y con respecto a la reflexividad teórica sobre el anarquismo, existe toda una conceptualización filosófica, propia de lo que hacía el filósofo argentino Ángel Cappelletti, o lo que actualmente hace Daniel Colson en Francia (en Espacio Murena publicamos un texto suyo que tradujo Boverio), que vuelve sobre los principales escritos libertarios mostrando la densidad filosófica de Proudhon y de Bakunin, sus originales concepciones de la naturaleza en el contexto del siglo XIX, en donde se da cierta plasticidad entre lo animal y lo humano, tal como puede leerse en ¿Qué es la propiedad? de Proudhon y en las Consideraciones filosóficas de Bakunin, temas que luego se van a poner de moda con ciertas lecturas de Spinoza en Deleuze, que en realidad ya estaban anunciadas en esos textos…
ChF: Es llamativo que muchos autores del siglo XX y algunos actuales busquen un diálogo con el anarquismo, cada uno a su manera: Orwell, los situacionistas, Deleuze… Hay diálogos. Antes sólo se dialogaba con el marxismo. Pero son intentos, no sé si atraen mucha audiencia. Yo nunca sentí que las ideas anarquistas fueran recusables por su imposibilidad. Igual, no hay escucha para esto en Argentina, donde las ideas políticas son esencialmente posibilistas, en sus distintas versiones: reformismos social-demócratas, reformismos liberales, reformismos populistas. Otros esperan que acontezca el acontecimiento de no sé qué juicio final. O también se esperanzan con que algún pequeño acontecimiento crezca mucho y mucho y mucho, como ocurre con los hinchas de Internet. O bien se interesan por la gente indignada que hoy está indignada y mañana no.
AB: En torno a estos autores contemporáneos libertarios, que se han dado en llamar los anarco-deseantes (Foucault, Deleuze, etc), en particular la salida foucaultiana a los modos de dominio de los poderes, “el cuidado de sí”, etc., pareciera terminar lindante con cierto individualismo liberal… ¿Pensás que a partir de esas especulaciones, de fines del siglo XX, puede devenir algún modo o práctica que exceda cierto cinismo individualista que se vive en la contemporaneidad?
ChF: No tengo respuesta para eso, pero no me parece que Foucault tenga algo que ver con el individualismo. Individualismo es una palabra que no uso. Neoliberalismo es otra. No quieren decir nada, salvo que se recurra a ellas dentro de una tradición específica. Demasiada gente las usa como epítetos, como descalificaciones. En Foucault, lo que importa es la singularidad humana. Y si la idea de “cuidado de sí” tuviera un corolario político tendría relación con la imagen de vida que se quiere dejar a los demás. ¿Nos importa el ejemplo de vida que ofrecemos? Nietzsche es eso, ¿no? No sé, no he leído Foucault en esa clave, tampoco me considero un foucaultiano, como antes hubo gramscianos, althusserianos, sartreanos, y así sucesivamente. Ya les dije que yo leo de todo, no soy un especialista, pero ya grabaron un montón… Y mientras tanto Michetti va ganando, Massa también, y Argentina sigue su curso de siempre.