Entrevista a Alicia Stolkiner // Lila Feldman y Diego Sztulwark

En esta extensa conversación con Lobo Suelto, que tuvo lugar en julio del año pasado, Alicia Stolkiner recorre sus años de formación en la provincia de Córdoba, su experiencia con Marie Langer y otras destacadas personalidades, sus años de exilio en México, su activa participación en Nicaragua, la lucha por la Ley Nacional de Salud Mental en la Argentina: conquistas, conflictos, y batallas, aún abiertas.

 

¿Quién fue Marie Langer?

 

Lobo Suelto: ¿Quién fue Marie Langer? Quizás podamos afirmar que Marie Langer fue para el marxismo, el psicoanálisis y la militancia, dentro del contexto latinoamericano, si bien no un capítulo inicial, sí uno de carácter fundacional. ¿Cómo es esa historia?

 

Alicia Stolkiner: Marie (Mimí) Langer nació en Austria a principios del siglo XX. En la Viena de aquellas primeras décadas, supo combinar su formación psicoanalítica con la militancia política. Luego de participar en la Guerra Civil Española como médica, se exilió en Buenos Aires donde participó en la fundación de la Asociación Psicoanalítica Argentina. En las épocas de plomo de la Argentina, fue amenazada y se exilió en México. Ahí colaboró con las organizaciones de exiliados y formó parte de la Coordinación del Equipo Internacionalista de Salud Mental México-Nicaragua que aportó a las políticas y prácticas de Salud Mental en el período de la revolución sandinista en ese país. También fue tempranamente una pensadora feminista; en Maternidad y Sexo, libro escrito a principios de la década de 1950, ya problematizaba la relación entre el psicoanálisis y el lugar de la mujer.

 

En su autobiografía,[1] dice una frase que he citado muchas veces por su densidad teórica -recordemos que había nacido en la última época del Imperio Austro Húngaro-, «Tuve un Edipo imperial: por detrás de la figura de mi padre estaba la del emperador Francisco José». En esa frase sintetiza algo que es parte de su pensamiento: una búsqueda constante de articulación entre lo subjetivo y lo social, y en este caso particular sintetiza bien la relación entre patriarcado y modo de gubernamentalidad estatal, la relación entre familia y Estado. Lo que, por ejemplo, trabaja  Jacques  Donzelot en La policía de las familias.

 

Marie Langer fue una mujer atravesada por las vicisitudes de la Europa de principios del siglo XX, una vida intensamente determinada por las guerras y también por los movimientos revolucionarios de esa época. De hecho, su vida coincide cronológicamente con el siglo corto al que se refiere el historiador Eric Hobsbawm.

 

Se formó como psicoanalista en la Viena de Freud, mientras en simultáneo militaba en el Partido Comunista. Como lo explica en su autobiografía, ambos caminos entraban en tensión: por un lado, el Partido Comunista no aceptaba su adhesión al psicoanálisis y, por el otro, desde el psicoanálisis no aceptaban con facilidad su militancia comunista.  Finalmente lo resuelve en la práctica, siguiendo las determinaciones históricas de esa tensión entre el psicoanálisis y la militancia en la izquierda. Ella era médica en una época en que eso no era lo más frecuente siendo mujer. Pertenecía a una familia judía culta y rica, en el esplendor de la Viena de la preguerra. No obstante, junto con su marido, se fue a la Guerra Civil Española como médica. Luego de la derrota de los republicanos, se exilió primero en el Uruguay y después en la Argentina.

 

Mimí fue una de las fundadoras de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), en 1942. Y mantuvo durante mucho tiempo esta preocupación por articular lo que sería el psicoanálisis con el pensamiento social. Hay un período, desde su arribo a la Argentina hasta finales de los años sesenta, en el cual eso se manifiesta más teórica que prácticamente. Fueron los años que estuvieron muy dedicados al psicoanálisis y que a la par coincidieron con el nacimiento de sus hijos.

 

La APA estaba muy ligada a la Escuela Inglesa de Psicoanálisis, que tenía una fuerte orientación kleiniana, aunque Mimí era una lectora permanente de Freud, a quien leía obviamente en alemán, su lengua madre.

 

La historia la vuelve a atravesar notablemente en los años sesenta, en la Argentina, durante el período de movilización y de conmoción social que se venía potenciando desde el golpe de 1955, las sucesivas dictaduras, y que eclosiona en la década de 1970. Entonces, vuelve a tener un compromiso político importante. Participa de la ruptura de la Asociación Psicoanalítica Argentina con el grupo Plataforma y en la creación del Movimiento de Trabajadores de Salud Mental, junto con un grupo de profesionales más jóvenes como Tato Pavlovsky y Armando Bauleo, y con algunos de los cuales eran sus analizantes.  Ese movimiento, que se asocia con Documento, otro grupo internacional al que pertenecía Fernando Ulloa, plantea una confluencia entre el pensamiento político y la práctica psicoanalítica desde distintas vertientes. Algunos venían desde una izquierda marxista y otros de un sector de la izquierda peronista. De esa confluencia surgirá el Movimiento de Trabajadores de Salud Mental.

 

Mimí era analista didacta y al romper con la APA, cuestionando su estructura verticalista, toma una posición político-institucional coherente. Tato Pavlovsky decía que para los jóvenes aspirantes o analistas en formación, romper con la APA en ese momento era «como quemar la tarjeta American Express».

 

En 1951, Mimí publicó Maternidad y sexo. Visto ahora desde la distancia, si bien en este libro hay cuestiones que podrían ser objetadas (cuestiones que ella objetaría años más tarde), el planteo está claramente situado desde una lógica emancipatoria con relación a la mujer. Este libro tuvo más de 40 reediciones. Cuando lo leí, siendo estudiante, me produjo un profundo impacto. En el prólogo a la primera edición, ella se refiere a la raíz freudiana de su pensamiento, pero afirma que el propio Freud ha reconocido que había dejado incompleto, apenas esbozado, el tema de la mujer y que debía ser revisado en la teoría. En el prólogo a la reedición de 1972, y ya en momentos de renovado compromiso político, afirma que no tiene tiempo de reescribir un libro al que sin embargo ya mira críticamente, pero que espera hacerlo en breve. En ese mismo escrito, lo que básicamente considera una omisión grave de su libro es haber dejado de lado -por no saber cómo incorporarlo en un escrito psicoanalítico- el aspecto social y la lucha por el cambio que protagonizaban las mujeres. En esa observación se plasma el nuevo giro que estaba tomando su vida.[2]

 

L.S.: Ella se interesó y trabajó mucho sobre lo referido a la sexualidad femenina, discutiendo con Freud, ¿no es así?

 

A.S.: Sí, sí. Ella reivindicaba uno de los aspectos del pensamiento de Melanie Klein, el haberle dado entidad y existencia a los genitales femeninos. Solía comentar que el psicoanálisis había sucumbido a la renegación que la moral de la época tenía de los genitales de la mujer, destacando que el varón tenía pene a diferencia de la mujer, sin reparar en lo que el cuerpo femenino tenía. En cambio, Melanie Klein teoriza en el psicoanálisis con niños y encuentra fantasmáticas en el interior del cuerpo de la mujer: la vagina, los pechos, etc., aparecen como parte de las fantasmáticas de la teoría kleiniana. Recuerdo nuestras risas con los chistes sobre esa particular fantasía de la “vagina dentada”. Además, Melanie Klein, que trabaja conceptualmente el tema de la envidia, encuentra fantasmáticas en la clínica de los varones con respecto al cuerpo femenino gestante. 

 

Mimí también cuestionó la posición sostenida hasta entonces por el psicoanálisis hegemónico, derivada de algún texto freudiano, respecto al “orgasmo vaginal” considerado como la madurez genital en la mujer. Esta idea se basaba en esa extraña división existente en el pensamiento de la época entre “orgasmo vaginal” y “orgasmo clitorideo”, que llevaba a considerar cualquier orgasmo no producido por penetración del pene en la vagina como signo de falla en el desarrollo femenino. En algunas viñetas clínicas se homologaba “orgasmo clitorideo” a frigidez. Aunque hoy parezca extraño, así se enseñaba en las academias y en los espacios de formación psicoanalítica, y así se lo trataba clínicamente. Obviamente, Mimi disentía con eso. La recuerdo cuestionando la posición de Marie Bonaparte, quien afirmaba que la sexualidad de la mujer se realizaba enteramente en la maternidad. Asimismo, la escuché cuestionar el concepto de masoquismo femenino y la homologación, frecuente en esa época, de histeria a femineidad.

 

Cuando yo era estudiante en Córdoba, Mimí era una autora lejana de textos que leía y estudiaba. La había visto una sola vez, antes de mi residencia en México, en un encuentro de la Federación Argentina de Psiquiatras, la FAP, que existía en ese período. Debe de haber sido la única federación de psiquiatras que era anti-psiquiátrica [ríe]. Creo que fue en el 74. Participaba en una mesa de debate sobre lo manicomial, que sería avanzada hasta para los tiempos actuales, en el salón de actos del legendario gremio de Luz y Fuerza, que entonces dirigía Agustín Tosco, que en algún momento participó del encuentro.

 

L.S.: ¿Estaba vinculada con el movimiento italiano?

 

A.S.: La Reforma Italiana sucedió en 1978 y esta mesa se realizó en el 74. Pero recuerdo que Mimí comentó diálogos con Franco Basaglia años después. Quien solía venir durante la época de la Federación Argentina de Psiquiatras y del Movimiento de Trabajadores de Salud Mental era David Cooper, el radical antipsiquiatra inglés. Representaba la antipsiquiatría inglesa extrema. Él vivía y actuaba de esa manera. Mimí tenía algunas anécdotas interesantes, algunas muy divertidas, de sus encuentros con Cooper. Ya radicada en México, sí recuerdo que ella comentó  algunos debates que sostenía con Basaglia, porque él incluía al psicoanálisis en su cuestionamiento a los saberes “técnico profesionales” en el abordaje segregacionista de la “locura”.

 

Desearía volver sobre los encuentros de la Federación Argentina de Psiquiatras, que hizo varios Congresos Argentinos de Psiquiatría, hasta que la persecución primero de la Alianza Anticomunista Argentina y luego de la dictadura cívico-militar terminaron con el exilio, la desaparición o el silencio de sus actores. Luego del retorno a la democracia, APSA, la Asociación de Psiquiatras Argentinos,  convocó al «Primer” Congreso Argentino de Psiquiatría, olvidando los anteriores convocados por la Federación Argentina de Psiquiatras. También leí un texto sobre el psicoanálisis en la Argentina, lamento no poder citarlo porque no recuerdo la autoría, que consideraba a ApdeBA como la primera ruptura de la Asociación Psicoanalítica Argentina, como si no hubieran existido Plataforma y Documento. Afortunadamente, luego se ha recuperado mucho de esos procesos y de esa época. Por ejemplo, todo el trabajo de Enrique Carpintero y Alejandro Vainer,[3] entre otros autores. 

 

Esa mesa en el Congreso de la FAP, en Luz y Fuerza de Córdoba, en la que estaba Alfredo Moffat, Emiliano Galende, Mimí Langer y un psicoanalista español cuyo nombre no recuerdo, era sobre instituciones manicomiales y sobre cómo acabar con ellas. Eso se debatía ya, junto con la cuestión de las alternativas comunitarias en salud mental y lo antipsiquiátrico. Todo estaba presente y muchas de esas ideas son antecedentes de la Ley Nacional de Salud Mental. En ese panel central en el que estaba Mimí, se daba una discusión entre una corriente que se denominaba «psiquiatría nacional y popular», que sería la tendencia más peronista, y otra que representaba una posición más de izquierda marxista.

 

L.S.: ¿Cómo era esa discusión?

 

A.S.: Para tener una idea de cómo transcurrían los debates, vale señalar que la Coordinadora de Trabajadores de Salud Mental había desarrollado un Centro de Docencia e Investigación con siete cátedras que se ubicaban en tres áreas: Materialismo Histórico y Dialéctico, Epistemología Psicoanalítica y Teoría Psicoanalítica,  y Grupos de Trabajo de Investigación sobre temas concretos. En su primera apertura al funcionamiento tuvo 1100 inscriptos. El enfoque de estudio de Materialismo Histórico y Dialéctico era fuertemente althusseriano, y uno de los impulsores era el filósofo Raúl Sciarretta. En esa mesa, Alfredo Moffat narraba una experiencia concreta de la Psiquiatría Nacional y Popular.  Uno de sus objetivos era la descolonización por la vía de rescatar las raíces nacionales y combatir la hiperteorización colonizadora. Podríamos decir que adelantaba debates sobre lo descolonial.

 

 Mimí tenía una posición menos centrada en lo nacional, lo cual no quiere decir que en su práctica no tuviera enlaces con la izquierda peronista. En ese momento (estamos hablando de los años 73, 74, y este movimiento ya venía desde el 69),  ella  ya tenía un compromiso muy importante entre su práctica profesional y su práctica política. Las amenazas de la Triple A la obligaron a exiliarse en México antes del golpe de 1976, su tercer exilio. El primero fue en el Uruguay y luego en la Argentina. Cuando ella elige un lugar para morir, vuelve a la Argentina.

 

 

Exilio, México y Nicaragua

 

L.S.: ¿Cómo es que pasó de México a Nicaragua?

 

A.S.: En México, el exilio era muy organizado y muy solidario. Cuando llegué en 1976, ya existía el Comité de Solidaridad con el Pueblo Argentino (COSPA). Dentro de este se había organizado un grupo solidario de salud mental, que después cobró una cierta autonomía con respecto al COSPA. Mimí, Silvia Bermann -que había sido presidente de la Federación Argentina de Psiquiatras-, Miguel Matraj, Ignacio Maldonado y otros fundacionales formaban parte de ese equipo solidario, al cual nos plegamos a colaborar algunos más jóvenes e inexpertos. Cuando me fui a México tenía 24 años, y ya estaba graduada, tenía pareja y un hijo. Una generación que, para tomar un título que Susana Torrado dedicó a otros jóvenes pero que vale, había vivido apurada y muerto joven. 

 

Una parte de ese grupo constituyó una brigada médica que fue a Nicaragua durante la guerra. Y también se brindaba asistencia en salud mental a los grupos de refugiados y exiliados nicaragüenses que llegaban a México en el período final de la revolución.

 

Me gustaría complementar la información: Nicaragua es un país centroamericano, no tan pequeño como El Salvador, pero pequeño comparado con Brasil, la Argentina o México. Cuando la revolución del 79, tenía 4 millones y medio de habitantes, de los cuales el 40% eran menores de 14 años. El país había sido gobernado por una dinastía dictatorial directamente sostenida por los EE.UU., la de los Somoza, desde 1936 hasta la revolución en 1979. Nicaragua tiene una desgracia geopolítica: un lago muy grande y un río, que sale al Atlántico, y que favorece la posibilidad de un canal interoceánico que podría reemplazar al canal de Panamá. Esa posibilidad ya fue considerada por Estado Unidos antes de promover el conflicto que dio lugar a la creación de la República de Panamá y a la instalación en esta de dicho canal. Permanece hasta la fecha en que habría un proyecto de China de financiar tal canal.

 

L.S.: Y eso lo vuelve geoestratégicamente importante para los EE.UU.

 

A.S.: Totalmente. Y además Nicaragua tenía oro, sus minas estuvieron concesionadas a empresas extranjeras por cánones irrisorios durante el somocismo. Históricamente, fue un país dominado por los EE.UU. De hecho, en el siglo XIX, un filibustero norteamericano, William Walker, desembarcó en el país y, aliado con un sector nacional, tomó el poder y los EE.UU. lo reconocieron como presidente.  Luego dejó un ejército de ocupación al que se enfrentó César Augusto Sandino en la primera mitad del siglo XX (de allí el nombre del posterior Frente Sandinista, a finales de los años setenta). Sandino murió asesinado y los EE.UU. apoyaron  la dictadura somocista hasta 1979.

 

Era un país con escaso desarrollo industrial, productor de café y de otros cultivos. Un país muy bello, con pobreza y también con riqueza de producción cultural, especialmente de poesía. Hubo un antecedente azaroso de esa revolución -la naturaleza a veces influye en la política-: el terremoto de Managua de 1972 que costó muchas vidas y derrumbó la ciudad. Los fenómenos naturales siempre develan o desnudan las situaciones sociales; en este caso, desnudó la corrupción del gobierno de Somoza, que vendió la sangre donada internacionalmente para las víctimas y aprovechó para apoderarse de los principales terrenos de la ciudad de Managua. Esa concentración de poder hizo que una parte de la burguesía nicaragüense pasara a la oposición.

 

Simultáneamente y muy acorde con la América latina de aquella época, se dio la aparición de movimientos armados que se oponían a la dictadura. Anastasio Somoza ya tenía preparado a su sucesor -su hijo, quien dirigía la Guardia Nacional-, pero surgió una resistencia armada que recuperó como idea fuerza la lucha de Augusto Sandino. Interesa quizás señalar que la dictadura había intentado borrar la memoria de Sandino, a quien solo se lo mencionaba en un texto oficial como “el bandido de la Segovia”. Fue un periodista argentino, Gregorio Selser, con su libro de investigación Sandino, general de hombres libres, quien le brindó una importante herramienta al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) para ligar su historia con la lucha previa.

 

Finalmente, en 1979 y luego de una insurrección previa en la Ciudad de Estelí, se constituyó en Nicaragua un frente de unidad con las tres tendencias existentes en el movimiento armado sandinista: la GPP (Guerra Popular Prolongada), la TP (Tendencia Proletaria) y los Terceristas, de orientación social-demócrata, apoyada por la socialdemocracia europea. Esta unidad fue la que determinó la posibilidad del triunfo.

 

Recuerdo que compartí un viaje con un importante dirigente de la socialdemocracia que me dijo: «Ustedes (‘ustedes’, no sé a quién le hablaba, a quién se refería, cuando me decía ‘ustedes’, supongo que a los no socialdemócratas) creen que nosotros somos pacifistas, pero no somos pacifistas: somos socialdemócratas, pero no pacifistas, hemos apoyado esta guerra».

 

Luego del triunfo, la burguesía nacional que se oponía a Somoza formó parte de la  primera junta de gobierno: la representaba la señora Chamorro, viuda de un opositor asesinado por el régimen. La revolución nicaragüense se presentó como una revolución democrática popular, no como una revolución socialista. No me voy a extender sobre ese proceso y sobre su deriva. Solo quiero comentar que fue la primera revolución que no estableció una “justicia revolucionaria”, sino que juzgó los crímenes del somocismo con el código penal existente, sin aplicar la pena de muerte. Y también, que no tuvo ninguna consigna que dijera que había que matar o destruir al “enemigo”, salvo esa que surgió cuando comenzó la guerra de baja intensidad financiada por los EE.UU., que finalmente quebraría el proceso: la política de Ronald Reagan fue de agresión militar directa. Una seguidilla de ataques por parte de las antiguas tropas somocistas que se habían refugiado en Honduras, financiadas por el Departamento de Estado de los EE.UU., desconociendo la voluntad de su propio parlamento que no había aprobado los fondos. El financiamiento de la guerra contra la revolución sandinista fue realizado por medio de una maniobra ilegal encubierta de venta de armas a Irán. Es el célebre conflicto “Irán-Contras” (llamaban “contras” a los grupos somocistas que hacían atentados desde Honduras). Ante ese proceso, la consigna fue: “Aunque se mueran de nostalgia, no pasarán”. Aunque, finalmente, esa agresión permanente minó la economía, militarizó la sociedad y volvió a poner en guerra a un pueblo que no terminaba de llorar a los muertos de la anterior. Cuando el Frente Sandinista se vio obligado a reinstalar el servicio militar obligatorio, su suerte estaba decidida. Perdió las elecciones en 1990 contra Violeta Chamorro, que había dejado el gobierno sandinista y pasado a la oposición. En 2007, el Frente Sandinista con Daniel Ortega ganó las elecciones, pero previamente se habían producido rupturas y escisiones dentro de la coalición. Permanecen en la presidencia hasta la fecha, y en 2018 hubo una serie de protestas que fueron reprimidas con denuncias de violaciones de los DD.HH.

 

L.S.: ¿En qué año se vinculan ustedes con Nicaragua, con la guerra?

 

A.S.: En 1979, antes de que tome el poder  el Frente Sandinista, un grupo de médicos argentinos, entre los que estaban Silvia Bermann y Juan Carlos Volnovich, conformaron una brigada médica que dio asistencia durante la guerra.

 

El gobierno del PRI, en México, daba cierto apoyo al proceso de Nicaragua y brindaba asilo a los que debían huir de la persecución somocista. En México había muchos exiliados nicaragüenses; algunos  retornaban desde allí a Nicaragua para incorporarse a la lucha del sandinismo. Entonces les ofrecimos asistencia desde el equipo de salud mental. Mimí tuvo un rol muy importante en la organización de ese encuentro con los refugiados y exiliados, por solicitud de los responsables del Frente Sandinista en el exilio. Se concretó en un dispositivo que fue como una asamblea donde participamos los profesionales del grupo solidario, y los exiliados y refugiados. Allí explicamos cuáles eran las posibilidades de colaboración, y escuchamos sus solicitudes y propuestas. Luego se abrió el espacio para consultas individuales y grupales.

 

Cuando terminó la guerra, la ministra de Salud, Dora María Téllez, les solicitó a quienes dirigían ese equipo, especialmente a Mimi y a Silvia Bermann, que formaran un grupo de profesionales para apoyar, capacitar y asesorar al nuevo gobierno en salud mental. El equipo comenzó a funcionar en 1980 o 1981. Lo dirigían Mimí Langer, Silvia Bermann  e Ignacio Maldonado (un terapeuta familiar, argentino, también exiliado). Cubríamos una semana por mes de trabajo en Nicaragua con equipos rotantes, y la coordinación también viajaba para concertar y planificar la colaboración. Trabajábamos en el Hospital Psiquiátrico de Managua y en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Nicaragua en la Ciudad de León, de manera permanente. A veces respondíamos a otras demandas específicas. Me tocó colaborar en el planeamiento de atención de emergencia ante la posibilidad de una invasión, por ejemplo.  

 

Yo ya había estado en Nicaragua y había colaborado antes de la constitución del equipo. Recuerdo ese momento tan particular que fueron esos primeros tiempos, apenas terminada la guerra.  Con respecto a ese intenso y particular período, suelo decir en broma a quienes se consideran antiestatales: «Yo estuve en una sociedad sin Estado, es un caos». Imaginen una sociedad donde todo el aparato estatal debe ser puesto en funcionamiento desde la nada. Los somocistas habían vaciado las arcas del Estado antes de dejar el gobierno, y hubo que sacar de circulación los billetes grandes para evitar que medraran de ese robo. Por citar un ejemplo que puede parecer anecdótico, pero no lo es: no había policía de tránsito, y personas que habían sobrevivido a una guerra morían en accidentes producidos por el caos del funcionamiento vial. Las calles habían perdido la dirección por las barricadas y la guerra.  Había armas por todos lados, no de modo muy organizado, y eso también producía situaciones de riesgo o problemas, como que un grupo de jóvenes tirara abajo los cables de electricidad de un barrio en medio de un festejo. Hubo un debate con un grupo extranjero de posición trotskista, que cuando el gobierno del Frente Sandinista comenzó a organizar el ejército formalmente e hizo una leva de armas, denunciaba que se estaba “desarmando al pueblo”. Solía responderles que si el “armamento general del pueblo” consistía en que casi todo el mundo tuviera un arma, ¡los Estados Unidos debían ser un soviet!

 

No obstante ese caos, también había una intensidad maravillosa: la gente estaba contenta porque había sido un triunfo y porque había terminado la guerra. Era como una especie de caos alegre y creativo, con miles de jóvenes participando en la campaña de alfabetización. Hay que reconocer que fue una revolución de jóvenes, a lo que se sumaba esa particular incentivación de la libido que sucede cuando termina  una guerra. Parecía que el proceso de Nicaragua era el reinicio de un ciclo de revoluciones, y en realidad era el canto de cisne de una época: la última rebelión de los años setenta, si bien inauguró un lenguaje y una poética en la que se reconoce alguna continuidad con lo que posteriormente sería el zapatismo en Chiapas, México.

 

Fue una guerra que tuvo la particularidad de que los combatientes y sus dirigentes se enfrentaban sabiendo quiénes eran los otros; un país pequeño, donde muchas familias quedaron divididas entre ambos bandos. Conocí a una jovencita que había combatido en el Frente Sur, que luego del triunfo iba a cuidar a un primo herido que había sido llevado forzosamente por la Guardia Nacional: “pero es mi primo y jugamos juntos de niños”, decía.

 

Por cierto, también tuvo los horrores de toda guerra. Desconfío de cualquier visión romántica de lo que es una guerra y de la épica en general. En su momento, nos consultaron por niños criados en los cuarteles somocistas, que eran capaces de torturar a una persona. Allí recordé la frase de Anna Freud sobre los niños y la guerra,[4] donde dice que los niños deben permanecer alejados de los horrores primitivos de la guerra, no porque la crueldad sea ajena a su naturaleza sino por todo lo contrario.

 

En 1980 formamos el equipo y cada miembro cubría una semana de trabajo por mes en Nicaragua por rotación. Por supuesto, era un trabajo honorario. Al principio nos pagábamos el viaje, pero más adelante, como la línea aérea pertenecía al nuevo Estado, nos habilitaron los viajes. La aerolínea estatal nicaragüense, Aeronica, tenía dos aviones y le decían «el rompope» [se ríe], que es el licor de huevo. Le decían así porque según los “nica” (que usan el voseo como nosotros), tenías que tener “muchos huevos para subirte al avión, tomar alcohol para afrontar el viaje y tener buena leche para llegar”. El piloto, según me contaron en uno de los viajes, era un palestino casado con una judía israelita, que habían decidido vivir allí. A los aviones les hacían el mantenimiento en EE.UU., y hacían escala en El Salvador, que estaba en guerra. Al final, a uno le pusieron una bomba que providencialmente estalló en el aeropuerto de El Salvador, porque la salida se había demorado, y no hubo víctimas. En el aeropuerto se veía un cartel gigantesco que decía «El Salvador. Pueblo y Ejército unidos”, con la imagen de un soldado gigantesco que llevaba a un chico de la mano. Así era Centroamérica.

 

Hay dos o tres cosas que quiero contar sobre la vida de Mimí en Nicaragua, que a mí aún me impresionan mucho. Era una mujer ya grande. Tenía una vitalidad que me agotaba a mí, que tenía por entonces 30 años. Nicaragua es un país con 37 grados de temperatura promedio. Además, no contábamos con demasiado confort, parábamos en casas que el gobierno destinaba a los “internacionalistas”, no en un hotel con aire acondicionado. Era una vida muy austera la que llevábamos ahí.  Mimí estaba todo el día en actividad. Todo el día. Ella y Silvia formaban un equipo de coordinación espectacular. No es sencillo coordinar un equipo de gente que viaja a veces en situaciones de muchísima tensión. O abordar situaciones como por ejemplo, cuando la contra asesinó a un médico francés, cerca de la frontera, y nos llamaron a los dos del equipo que estábamos allí para preguntarnos «¿Ustedes irían? ¿Van de reemplazo?» Y sí, fuimos. Mimí era una persona muy austera. No era de expresiones muy afectivas, ni cosas por el estilo.

 

L.S.: Una austríaca de comienzos de siglo.

 

A.S.: Una austríaca, sí. Con un sentido del humor bastante fuerte [se ríe]. Teníamos conversaciones de mujeres, me hacía chistes sobre personas que yo miraba. Era difícil tener presente que era una mujer de otra generación… tenía más edad que mi madre y yo le hacía comentarios sobre eso. Después me decía: «¿Pero qué hago? ¡A esta señora, que es una especie de prócer del psicoanálisis, le estoy diciendo eso!». Esa es una relación entre mujeres. Por lo menos con nosotras, Mimí tenía esa especie de vínculo. Digo, conmigo, con las más jóvenes del equipo.

 

L.S.: ¿Se puede decir que gracias a esa experiencia de contribuir con el tema de la salud mental en Nicaragua, se pudo armar algo que después creció en el trabajo que ustedes hacen en la Argentina? ¿Hay un lazo entre esas experiencias?

 

A.S.: Yo volví a la Argentina en 1984, con el retorno a la democracia. El Equipo Internacionalista de Salud Mental siguió colaborando durante unos años más. Entonces el “ustedes” debería reducirlo a cómo influyó en mi actividad en la Argentina. Entré al equipo como psicoanalista de niños y allí, en la experiencia de Nicaragua, comencé a orientarme a salud mental entendida como práctica social que involucra políticas de Estado. Eso signó mi orientación. Y cuando volví a la Argentina, mi primer tarea fue en la Escuela de Salud Pública de la Facultad de Medicina de la UBA, que colaboraba estrechamente con la Dirección Nacional de Salud Mental del reciente gobierno de Alfonsín. Cuando en 1986 presenté el trabajo “Prácticas en Salud Mental”,[5] que de alguna manera funda la cátedra que dirijo, la referencia a un “modelo participativo integral” estaba fuertemente implicado en la experiencia de Nicaragua. Luego, cuando desde la II Cátedra de Salud Pública-Salud Mental, de la Facultad de Psicología de la UBA, comenzamos primero como experiencia de extensión universitaria, y luego como programa de investigación-acción el Proyecto de colaboración con el Programa de APS y el Hospital SAMIC de Eldorado, Provincia de Misiones, creo que no solo me motivó la experiencia profesional nicaragüense sino también, probablemente, la nostalgia.

 

Volviendo al equipo de Nicaragua. En nuestro trabajo en el Hospital Psiquiátrico de Managua, colaborábamos dando capacitación en clínica individual y familiar, y también en el armado de un dispositivo muy particular: el grupo de admisión. Había mucha escasez de profesionales (cinco psiquiatras nacionales en todo el sistema de salud del país) y mucha demanda en el hospital. El grupo de admisión funcionaba un día por semana, a la misma hora y, con excepción de determinadas problemáticas, todas las personas eran inmediatamente admitidas en el mismo. Allí se las escuchaba y se decidían las derivaciones, pero se les daba una acogida sin lista de espera. En el transcurso de su implementación pasó algo muy significativo: corrió la voz de que se podía ir al hospital a hablar sobre los problemas. En algunos casos, emergían con claridad los duelos de la guerra, y los conflictos entre generaciones y géneros que planteaba el cambio acelerado de la sociedad, y la gente venía a eso.  El grupo de admisión se transformó en un espacio donde la gente venía a hablar de sus problemas y a reflexionar sobre ellos con otros. Muchos no tenían intención de solicitar tratamiento, sino que venían al grupo. El grupo de admisión era un dispositivo pensado por un argentino que después se replicó acá, por ejemplo, en la experiencia del Hospital de San Miguel supervisada por Fernando Ulloa.

 

Quisiera detenerme en la experiencia del Hospital Psiquiátrico de Managua, que en ese período era una especie de laboratorio: funcionaba de modo permanente en asamblea en la que coincidían  enfoques y posiciones distintas. Colaboraban los cubanos, que tenían un enfoque psiquiátrico y conductual. También estaban los italianos seguidores de Basaglia: la reforma psiquiátrica en Italia se había institucionalizado en 1978, un año antes del triunfo de la revolución. Había profesionales de Suecia, un país que colaboró mucho con Nicaragua hasta que sucedió el asesinato de su primer ministro, Olof Palme, en 1986. De hecho, Suecia había donado un hospital pediátrico de alta complejidad, en el que alguna vez cumplimos funciones. Estaba Berthold Rothschild, un psicoanalista suizo del grupo internacional Documento, que reorganizaba la sala de crónicos con altos niveles de participación. Había un equipo de canadienses con un enfoque psiquiátrico bastante formal, y nosotros con un enfoque clínico psicoanalítico, salvo los profesionales que hacían terapia familiar, que eran de orientación sistémica.

 

Todo se resolvía en asambleas, en las que participaban los profesionales, los pacientes, y el personal no profesional. La resolución del tema electroshock,  por ejemplo, fue llevada a asamblea.  Nosotros nos oponíamos; los italianos lo consideraban tortura; los canadienses alegaban estudios con “método científico” que probarían su eficacia en el tratamiento de las catatonias y de las depresiones reactivas a medicamentos; algunos de los psiquiatras nacionales lo indicaban porque, con independencia de sus posiciones políticas, los había cuyas posiciones profesionales eran muy clásicas.  Cuando el debate parecía no llegar a ningún lado, pidió la palabra un representante de los enfermeros y del personal no profesional y dijo: «Miren, la cosa es así: ustedes tienen la razón científica. Nosotros les vamos a dar la organizativa y laboral. Si se practica el electroshock a lo largo de todo el día se descompagina todo el trabajo y se altera la actividad general y la vida de las personas en la institución. No vamos a acompañar ninguna aplicación que no sea antes del desayuno o sea entre las 6 y las 7 de la mañana, y por cierto no vamos a aceptar más que los médicos nos deleguen la aplicación a los enfermeros [parece que era una práctica frecuente que el médico lo indicara pero delegara en enfermería la aplicación], el médico que lo indica lo aplica”. También se resolvió que para aplicarlo, el médico psiquiatra que lo indicaba debía hacer un informe especial fundamentando el diagnóstico de “catatonia” o “depresión profunda no reactiva a medicación” ante una junta. De esta manera práctica desapareció la aplicación de terapias EC.

 

Para las otras actividades del equipo, viajábamos a León, donde estaba la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua. El personal de salud mental era muy escaso, había pocos psicólogos y menos de una docena de psiquiatras en todo el país. En el Hospital Escuela de la Facultad capacitábamos al personal del servicio de salud y contribuimos al armado de distintos programas, como por ejemplo el programa de niño acompañado, o de acompañamiento en procesos de parto.

 

Allí estaba Juan Samaja, filósofo y epistemólogo argentino, que luego fuera Profesor de la Facultad de Psicología de la UBA y un teórico del pensamiento latinoamericano en Salud Colectiva. Juan trabajaba en la reforma curricular de la carrera de medicina, implementando el modelo del Eje Estudio Trabajo, una cuña articuladora entre teoría y práctica para transformar el perfil profesional de los médicos, incorporando una perspectiva social y comunitaria. En cada año, el alumno tenía un día a la semana dedicado a una práctica. En primer año era “Apoyo emocional al paciente”: cada estudiante de medicina acompañaba a un paciente y a su familia en el proceso de atención donde el eje era hospitalario, conteniendo e informando sobre los procesos de atención que recibía, que eran los hospitalarios comunes. El objetivo era que el estudiante tuviera su primera mirada del hospital desde el lugar y la subjetividad del paciente. En segundo año el eje era “Salud del escolar”: cada estudiante tenía a su cargo un grado escolar durante un año. Llevaba el seguimiento de indicadores de crecimiento y nutrición, control de vacunación, derivación a consulta, cuidados preventivos, etc. Era todo el año el mismo grado, con lo cual conocía muy bien a los alumnos y se implicaba con ellos. En tercer año colaboraban en los centros del primer nivel de atención, y recién en cuarto y quinto volvían al hospital. Mientras tanto, cursaban las materias propias de la carrera. Con Nora Elichiry, quien también formaba parte del equipo, incorporamos una investigación en el eje de “Salud del escolar” e hicimos un relevamiento de factores asociados al rendimiento de los escolares de León, con la participación de los estudiantes de medicina. 

 

En mi último viaje, en febrero de 1984, Nicaragua estaba bajo amenaza de invasión. Los Estados Unidos habían invadido Granada en octubre de 1983, previo bombardeo: un país muy pequeño, con un gobierno que no les resultaba adecuadamente afín, y un aeropuerto que les resultaba geopolíticamente complicado. Allí, Ronald Reagan hizo la primera operación militar de EE.UU. en el exterior, luego de la derrota de Vietnam. Seis días antes de la invasión, habían asesinado al primer ministro Maurice Bishop.[6] Esta experiencia inició el sistema de bombardeo masivo antes del desembarco de tropas. Luego de eso, amenazaba con la invasión a Nicaragua y el Grupo Contadora gestionaba para evitarlo. El recientemente asumido gobierno de Raúl Alfonsín tenía un importante papel en ello. En esa oportunidad, me tocó colaborar en el armado del plan de asistencia de salud mental en caso de invasión. Fue mi último viaje porque yo regresaba a la Argentina y, por ende, dejaba el equipo que siguió funcionando. Yo seguí en contacto con Mimí: nos veíamos cuando ella venía a la Argentina y también lo hicimos en el Encuentro de Psicoanálisis y Psicología Cubana, en Cuba, en 1986. La seguí viendo hasta poco antes de su muerte.

 

L.S.: ¿Los cubanos la escuchaban a Marie?

 

A.S.: Si, ella sabía adecuar sus intervenciones a un público no psicoanalítico y, además, sabía marxismo. En ese Congreso, por otro lado, se le hizo un homenaje en Casa de las Américas, en donde le dieron un lugar importante.

 

L.S.: Hubo mucha presencia de psicoanalistas argentinos en ese Congreso.

 

A.S.: Desde el vamos, fue un encuentro fuertemente promovido por Juan Carlos Volnovich (quien había trabajado en Cuba), entre psicoanalistas argentinos y psicólogos y psiquiatras cubanos. Lo notable es que, además, en ese Congreso se reencontraban muchos de los principales protagonistas de lo que fuera Plataforma, Documento y el Movimiento de Trabajadores de Salud Mental de la Argentina, que había sido disgregado y reprimido por la dictadura. Estaban presentes Mimí, Fernando Ulloa, Armando Bauleo, Gregorio Baremblitt, León Rozitchner y muchos más. Fue un acontecimiento muy intenso que para Cuba era una novedad y para los asistentes argentinos un reencuentro y un festejo del fin del horror de la dictadura.

 

La Ley Nacional de Salud Mental

 

L.S.: ¿Cómo ves, en general, las políticas de salud mental y, en particular, la Ley de Salud Mental? ¿Cuáles son para vos los principales obstáculos?

A.S.: La Ley de Salud Mental me parece una herramienta que sigue dando frutos, pero gracias a los actores que potenció y que a su vez fueron promotores de su creación. Porque la Ley de Salud Mental no es un producto superestructural, no es una ley que se pensó en un gabinete legislativo, es una ley que se militó mucho y durante décadas. La historia de la Ley de Salud Mental se conjuga con la historia de la salud mental en la Argentina como movimiento y, a su vez, con la historia del país. Es cierto que el movimiento internacional de reforma o de transformación de las prácticas manicomiales, que surgió en los países avanzados en la posguerra, tuvo influencia, pero aquí adquirió algunos debates y formas propias. 

Por ejemplo, la experiencia del Hospital de Lanús durante la década de 1950 resultó posible, en primer lugar, porque el gobierno peronista, derrocado en el golpe de 1955, había creado en ese municipio de trabajadores un hospital moderno y de alta complejidad para su época, inaugurado en 1952, con mucho reconocimiento de sus usuarios. Sin ese hospital y ese enfoque de la salud pública, la experiencia no habría existido. Luego del golpe, Mauricio Goldenberg crea el servicio inspirado en el ideario más avanzado de la psiquiatría comunitaria de la posguerra. Pero muchas de las características que este adquiere se deben a la confluencia entre esos principios y el aporte innovador de jóvenes profesionales políticamente comprometidos con causas populares y de izquierda, y algunos fuertemente referenciados en el psicoanálisis. Esto se repite en muchas de las experiencias de ese período, así como el movimiento de trabajadores de salud mental recoge principios e ideas del pensamiento antipsiquiátrico en los años setenta.

En las revistas de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires de ese período, aparecen ya propuestas de desmanicomialización, y en una de ellas hay una entrevista a David Cooper, por ejemplo.

Luego del impasse de la dictadura, con el retorno a la democracia muchas de estas ideas reaparecen en la propuesta de los lineamientos de un Plan de Salud Mental que diseña Mauricio Goldenberg, cuando Vicente Galli asume como director nacional de Salud Mental. A su vez, incorporan el ideario de Atención Primaria de la Salud que había sido consensuado por los países de la OMS en Alma Ata en 1978. Poco después del retorno de la democracia, se realizó en la Argentina un encuentro internacional del Réseaux Antimanicomial, en 1987.

A esto hay que sumarle, además, la experiencia de los equipos psicoasistenciales que acompañaron las acciones de los organismos de derechos humanos durante la dictadura, produciendo articulaciones importantes entre la reflexión sobre el sufrimiento del terrorismo de Estado, la subjetividad y la clínica, y creando una ligazón temprana entre los organismos de derechos humanos y la salud mental. Años después, hubo equipos psicoasistenciales de los organismos que brindaron asistencia durante las crisis, como por ejemplo en la de 2001. El caso, también, de los dispositivos de asistencia para desempleados de la APDH (Asamblea Permanente de Derechos Humanos). De hecho, los organismos de derechos humanos y la misma secretaría de Derechos Humanos fueron parte importante de la trama de actores que lograron que se arribara a la ley.

Antes de la Ley Nacional, ya había habido reformas en algunas provincias con o sin ley específica, como el caso de las provincias de Río Negro, San Luis, La Pampa, y otras. La Ley de Salud Mental se venía gestando a través de una acumulación que fortalecía, además, a determinados discursos y actores, y también emergieron actores nuevos.

Alrededor de las políticas y decisiones en salud mental, siempre estuvo planteado, como ocurre en todo el sistema de salud argentino, un conflicto corporativo. El espacio de la atención de la así denominada “enfermedad mental” tenía un fuerte dominio de la corporación psiquiátrica, que veía amenazada tal hegemonía por otras profesiones y también por la aparición de actores no profesionales como familiares y usuarios. Por cierto, la puja corporativa es una característica del sistema de salud argentino, ¿por qué esto no habría de aparecer en salud mental? Ahí es donde se juegan intereses, espacios, negocios, conflictos entre posiciones con respecto a la atención en salud, con respecto a la conceptualización salud-enfermedad, que abarca desde lo político a lo económico. Lo que vino a desbalancear esta puja corporativa fue la emergencia de nuevos actores: los organismos de derechos humanos, las entidades gubernamentales de derechos humanos -como la secretaría de Derechos Humanos-, y las organizaciones de usuarios y familiares, en algunos casos apoyadas por dichos organismos. Esto se daba en el marco de un período de mucha permeabilidad entre movimientos sociales y agenciamiento estatal.

Veamos algunos hitos de acción de esos nuevos actores. En 2007, el informe conjunto del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales) y el organismo internacional MDR (Mental Disability Rights) sobre el estado de los derechos humanos de las personas internadas en instituciones psiquiátricas, “Vidas Arrasadas”, concluía en la necesidad de una legislación con enfoque de derechos.

La Universidad de las Madres organizaba anualmente los encuentros sobre Salud Mental y Derechos Humanos, a los que asistían cientos de profesionales y estudiantes de todo el país, que entraban en contacto con la experiencia de reforma en Brasil y con la experiencia de Italia, y debatían sobre el enlace entre derechos humanos y salud mental en sus prácticas. 

Durante el gobierno de Néstor Kirchner, Eduardo Luis Duhalde ocupa la secretaría de Derechos Humanos, quien nombra a cargo de la Dirección de Grupos Vulnerables a Victoria Martínez, que venía de la experiencia del  Movimiento Solidario de Salud Mental, en la que ya se articulaba el campo de los derechos humanos y el de la salud mental. Ella convoca a una Red Federal de Salud Mental, y la Secretaría da un fuerte impulso a la ley, probablemente mayor que la acción del  Ministerio de Salud. De hecho, cuando en 2010 se crea la Dirección Nacional de Salud Mental, meses antes de sancionarse la Ley, el primer director surge de esa Red.

Mientras tanto, en el Congreso se habían presentado varios proyectos de Ley de Salud Mental, entre ellos terminaría siendo promovido y aprobado el del psicólogo Leonardo Gorbacz,  diputado por Tierra del Fuego,  La ley se aprobó en la Cámara de Diputados sin pasar por comisiones, pero sí la hubo en el Senado en varias reuniones de comisiones. He trabajado las actas de esos debates. En ellos, aparecen las voces y los discursos de prácticamente todos los actores a favor y en contra de la ley.  Están los movimientos específicos de derechos humanos y de familiares y usuarios, que hasta entonces habían sido una voz inexistente en esas esferas.

Nuestro equipo de investigación indagó una ley anterior de APS y Salud Mental,[7] bastante avanzada, que fue pensada y gestionada para su aprobación por una diputada radical y sus asesores alrededor de 2000, y cuyo presupuesto fue vetado por el Poder Ejecutivo, lo cual la invalidó. Pese a ser una propuesta interesante, se trataba de lo que llamo una “ley de gabinete legislativo” que no prosperó en la práctica. En la ley que finalmente se aprobó en 2010, en los debates en las comisiones de la Cámara de Senadores se hace evidente el conflicto de actores y la participación. Se oponen a la ley algunas fuerzas corporativas de profesionales y la apoyan organizaciones profesionales de psicólogos y otras, así como organizaciones de familiares y usuarios y organismos de DD.HH. También comienza a aparecer la posición de quienes plantean distintas políticas de asistencia y tratamiento a los consumos problemáticos, incluyendo quienes se oponen a que se aplique de manera completa la ley en ese campo.  Al leer los debates, queda claro que la estrategia de quienes querían frenar la ley era lograr que la Cámara de Senadores la devolviera a la de Diputados para realizar modificaciones y luego trabarla allí. Por eso, quienes la apoyaban rechazaban cualquier modificación y pugnaban por lo que finalmente se logró, su aprobación directa.

Entre las organizaciones de familiares y usuarios, había una surgida en los 90, APEF (Asociación Argentina de ayuda a la persona que padece esquizofrenia y su familia), que tuvo participación y todavía era de las que se denominaban por patología. Luego aparece en el marco del CELS, que le brinda alojamiento, la Asamblea Permanente de Usuarios, APUSAM. Algunos de ellos han publicado un libro donde articulan sus experiencias personales en los espacios manicomiales con la referencia a la Ley Nacional de Salud Mental.[8] El desarrollo de estos movimientos y organizaciones de usuarios, familiares y voluntarios se multiplicó en las provincias y es previo a la ley. Estos movimientos la apoyan, y una vez que es sancionada y reglamentada se ven fortalecidos por  su participación como organismos de la sociedad civil en el Consejo Consultivo Honorario y en el Órgano de Revisión.[9]

También hubo dispositivos de participación en la reglamentación de la ley y en la elaboración del plan que se desprendía de ella. Se hicieron encuentros de debate al respecto y se realizaron consultas por vía de redes. 

L.S.: ¿Cuál es la importancia de la ley? ¿Vos crees que está retrocediendo?

A.S.: Comenzaré por la segunda pregunta y luego me centro en la importancia de la ley.

La ley se sancionó en 2010 y se reglamentó dos años después. La Argentina es un país federal y las provincias tienen la responsabilidad y la potestad de sus políticas en salud. Esto significaba que la ley debía ser trabajada en cada provincia para que la tomaran como propia y la implementaran de acuerdo con su sistema de asistencia en salud, aun cuando se trata de una normativa nacional. Había provincias que ya tenían reformas iniciadas, había otras que tenían establecimientos psiquiátricos de larga internación, otras no, etc. También hay que recordar que la ley no refiere solamente a las instituciones estatales, sino que incluye y debe regir también para el sistema de obras sociales y del sector privado. Luego de culminar la descentralización en los años noventa, solo quedaba una gran institución manicomial dependiendo del Ministerio de Salud de la Nación: la Colonia Montes de Oca. Todas las demás eran provinciales. 

Unos pocos años son más que insuficientes para modificar prácticas profundamente arraigadas y con actores poderosos. He escuchado a jefes de servicio decir “esa ley no se va a aplicar”, desentendiéndose de que los responsables de aplicarla eran ellos (“no se va a”). Hubo implementaciones concretas, se creó el cuerpo de letrados que debían apoyar jurídicamente a las internaciones involuntarias, se creó el Órgano de Revisión y la Comisión Interministerial de Salud Mental. Finalmente se convocó y creó el Consejo Consultivo Honorario de Salud Mental. La política posterior del macrismo no logró desbaratar totalmente estos organismos. Esa política tuvo dos momentos, el de 2016-2017 y el de 2017 al final de mandato. 

Cuando asume Macri, en 2015, nombra a Jorge Lemus como ministro de Salud, quien ya se había desempeñado con el mismo cargo en el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Además, representaba a Médicos Municipales, una organización que se ha opuesto tenazmente a la Ley 448 de Salud Mental de la Ciudad de Buenos Aires, y ha impugnado cualquier concurso de jefatura de servicios que haya sido ganado por un psicólogo o una psicóloga, aun cuando el servicio fuera, por ejemplo, de terapia familiar. Lemus nombró como director de Salud Mental a Andrew Blake, y con él entró un discurso fuertemente dirigido al uso ideológico de las neurociencias. Recuerdo un encuentro realizado en Quilmes, creo, que se denominó “Cerebrar la Salud Mental”, y el hecho de que el logo de la Dirección Nacional de Salud Mental que era un grupo de personas fue reemplazado por un cerebro. Bajo su gestión, cesó de funcionar la Comisión Interministerial de Salud Mental en el que se concertaba intersectorialmente con la jefatura de Gabinete las acciones necesarias para la ejecución de la ley. También se suspendió el apoyo al Consejo Consultivo Honorario, que se siguió reuniendo, con mucho esfuerzo, por voluntad de sus miembros que debían costearse los viajes (el CCH tiene representantes que no son de Buenos Aires). No obstante, y al no depender de la DNSM, el Órgano de Revisión de Salud Mental siguió funcionando e impulsó en las provincias la creación de los órganos de revisión locales llegando a configurar una red federal de OR. Por supuesto, la Dirección Nacional de Salud Mental desmanteló los programas territoriales preexistentes.

En 2017, cuando se producía un cambio de ministro de Salud, durante la campaña por las elecciones legislativas de medio término, trasciende que estaba a la firma del presidente la derogación del decreto reglamentario de la Ley de Salud Mental y la aprobación de uno nuevo, que contravenía todos los principios de la ley, comenzando por la definición misma de salud mental. Merece mencionarse que un decreto reglamentario del Ejecutivo no puede modificar la ley y mucho menos su fundamentación, pero eso era lo que se proponía.

El movimiento de distintos actores que apoyaban la ley fue tan fuerte que hizo fracasar la iniciativa y precipitó la renuncia del Director de Salud Mental. También, me parece, produjo un efecto dentro de un conflicto interno que había en la coalición Cambiemos, favoreciendo a un sector del radicalismo del cual provino el nuevo director de Salud Mental. El doctor Adolfo Rubinstein sucedió a Lemus como ministro de Salud, y nombró en la Dirección de Salud Mental al licenciado Luciano Grasso, un profesional psicólogo que ya tenía experiencia de gestión municipal en el campo, quien estableció un fuerte lazo colaborativo con la Organización Panamericana de la Salud, cuyos postulados en salud mental coincidían en términos generales con la Ley de Salud Mental. Sin embargo, se trató de una gestión enmarcada en una política de salud con fuerte restricción de la función del Estado y de la asignación presupuestaria, que culminó cuando el Ministerio fue degradado a Secretaría de Salud.

Durante su gestión, Luciano Grasso tomó medidas afines con la implementación de la ley. Por ejemplo, reactivó el Consejo Consultivo Honorario y sustanció un censo de personas internadas en instituciones psiquiátricas, lo que promovió bastante debate, en especial en algunas corporaciones u organizaciones psiquiátricas. Pero todo en un marco de restricción y bajo el modelo que se intentaba implementar en salud de la CUS (Cobertura Universal en Salud).

Por cierto, Basaglia decía que una política de desmanicomialización requiere de una política de empleo pleno. La implementación de una ley basada en la perspectiva de derechos requiere una política integral de profundización de derechos, y lo que sucedió en ese período fue lo inverso. Eso repercutió en la implementación de la ley, sin lugar a dudas. La propuesta de reforma del sector salud, el modelo de la CUS (Cobertura Universal en Salud), tampoco parece lo más adecuado para una política de salud mental que genere el marco necesario para que las personas con sufrimiento psíquico encuentren un espacio social donde desarrollar sus vidas, con los soportes necesarios para el ejercicio pleno de sus derechos.

Volvamos ahora a la primera parte de la pregunta: la importancia de la Ley de Salud Mental.

Cuando se estaba debatiendo la ley, muchas personas me preguntaban por qué se bregaba por una ley de salud mental cuando no había una ley nacional de salud. Otras decían que, entonces, habría que hacer una ley por especialidad médica. En ambos casos la respuesta era la misma: la importancia y la urgencia de la ley de salud mental estribaba en que era el único campo de la salud en el cual el Estado y la sociedad se reservaban el derecho de privar de libertad a una persona en nombre de su cuidado y del de la sociedad (terceros). Si uno asiste a una guardia con un problema grave y se niega a tratarse, una vez firmados los papeles correspondientes que deslindan de responsabilidad al servicio de salud, se puede retirar aunque corra riesgo su vida. Nadie interna compulsivamente a una persona con diabetes porque no está siguiendo de modo adecuado su tratamiento, pese a que corre riesgo y puede hacer correr riesgo a los demás, por ejemplo, manejando cuando no está en condiciones de hacerlo.  No sucede así en el caso de la salud mental, y no era así hasta mediados del siglo pasado mientras rigió la ley de lepra (que también autorizaba a recluir forzosamente, en nombre de la defensa de la sociedad). Entonces no se trataba solamente de una ley que estableciera modelos o técnicas de asistencia en salud, sino de una ley que amparara los derechos de personas sometidas a una situación de excepción. La ley no prohíbe las internaciones involuntarias, pero propone la generación de un marco institucional destinado a cuidar y promover los derechos, y a limitar la internación al tiempo específicamente necesario para que cese la crisis. En ese sentido, se trata de una ley antimanicomial, si se entiende por manicomio no un establecimiento sino un instituido y una práctica social de objetivación que genera un espacio de hiposuficiencia jurídica y, de manera indirecta, produce efecto en el conjunto de la sociedad.

A mi gusto, hay hitos centrales de esta ley:

  1. La definición misma que hace de salud y salud mental en su complejidad.
  2. El desplazamiento desde “enfermedad mental o trastorno” a “sufrimiento psíquico”, que es una categoría que necesariamente deriva en la necesidad de un abordaje interdisciplinario e intersectorial.
  3. La modificación de los causales de internación que pasa de “peligrosidad” a “riesgo cierto e inminente”.
  4. La inclusión de los consumos problemáticos definitivamente considerados problemas de salud y no de seguridad, sacándolos de la esfera penal.

Interesa señalar que antecedió a la reforma del código civil produciendo una transformación en el mismo: transformó el motivo de internación que antes era por «peligrosidad» en la necesidad de probar por medio de un diagnóstico interdisciplinario la existencia de «riesgo cierto e inminente». Puede parecer un problema de palabras, pero en lo jurídico las diferencias de palabras devienen en diferencias prácticas y concretas. Si se define que una persona es peligrosa, refiere a algo que le es intrínseco y esencial a esa persona, y asocia la locura con la peligrosidad, entonces una vez que se lo interna, aunque haya sido por un episodio delirante agudo que cesó en diez días, para darle el alta se debe definir que esa persona ya no es peligrosa, ¿quién pone la firma a eso? Cualquiera puede ser peligroso, nadie tiene la garantía de no serlo de manera absoluta.  Curiosamente, mientras el código civil autorizaba a mantener recluida a una persona por ser “peligrosa”, el derecho penal fija el tiempo de reclusión según la pena, y cuando la persona cumple la condena es dejada en libertad sin que medie evaluación de su peligrosidad. En ese sentido, era más riesgosa la “condena” del código civil porque podía resultar en una reclusión de por vida.

En su clásico libro Psicoanálisis y salud mental, Emiliano Galende[10] dedica un capítulo al Caso Santiago, un obrero de la construcción que tuvo en su juventud un episodio en apariencia de crisis, bastante comprensible por el momento vital que atravesaba, en el cual lesionó a otra persona. Fue considerado inimputable del delito de lesiones leves, que es excarcelable, en razón de su estado psíquico y pasó las siguientes décadas encerrado en el Borda. Hace 15 días, un muchacho en un conflicto de tránsito golpeó a un taxista hasta la muerte y será juzgado por algún tipo de homicidio, pero está en libertad mientras dure el proceso, no se lo consideró peligroso porque no se lo consideró loco y sea cual fuere su condena, si amerita reclusión saldrá en libertad una vez que la cumpla. 

L.S.: Lo que se propone entonces la ley es desvincular locura de peligrosidad, y desmontar la idea de encierro como respuesta.

A.S.: En efecto, ese doble movimiento. Reconoce circunstancias de riesgo cierto e inminente para sí o para terceros, pero la internación debe cesar apenas la persona sale de esa situación y se deben tomar los recaudos para impedir que esa internación se transforme en un encierro prolongado, por las razones que sea.

L.S.: Casos como los de Santiago hay millones.

A.S.: Muchísimos, claro. Esta idea la anticipaba ya la Ley 448 de Salud Mental de la Ciudad de Buenos Aires del año 2000, que invierte el requerimiento de fundamentación meticulosa del alta a la internación. Antes había que fundamentar clínicamente, con mucho cuidado, cuándo se daba un alta; según la Ley 448, lo que hay que fundamentar y someter siempre a revisión constante son las razones por las que se mantiene la internación. Obvio, si para dar el alta se debe tener certeza de que esa persona “no reviste peligrosidad”, se dificulta; en cambio, si se trata de diagnosticar que pasó la situación de riesgo y lo que se requiere es que se fundamente con rigor porqué se mantiene la internación, ya es otra cosa.

La Ley Nacional de Salud Mental y Adicciones es anterior a la modificación del código civil y requirió de esa modificación del mismo, pero no es una transformación pequeña sino muy sustancial. Una de las cosas que alegan muchos de los críticos a la Ley es que “no permite internar”, y es una falsedad a veces producto de la desinformación y a veces de la mala voluntad respecto a ella. Algunas corporaciones psiquiátricas han cuestionado esto y sugerido que la ley impide la internación. Eso puede producir y produce prácticas incorrectas y riesgosas. Hace pocos años, me llamaron a la noche los padres de una persona que estaba con una crisis severísima, encerrado en su casa, sin permitir que entraran y amenazando con incendiarla. Logré hablar con él por teléfono (lo conocía) y, asombrosamente, aceptó que entrara la psiquiatra del equipo de emergencias que habían llamado.  Poco después me llaman de nuevo diciendo que la psiquiatra se retiraba prácticamente sin intervenir. Entonces les pedí hablar con ella. Me dijo que en efecto la situación le parecía de alto riesgo, pero que no podía hacer nada porque el paciente no aceptaba internarse voluntariamente y que, entonces, la ley le impedía actuar. Le leí el artículo de la ley con respecto a internaciones involuntarias, y le dije que sería responsable profesionalmente si sucedía algo grave. Una vez aclarado esto, encontró los recursos para acompañar al joven a la internación que desde luego necesitaba. Obvio que si una conversación telefónica había podido tener algún efecto, una psiquiatra con experiencia podía también hacer una intervención convincente (eso también se lo dije).

La ley permite internar y permite internar involuntariamente, pero solo cuando se considera una situación de riesgo cierto e inminente, y debe cesar la internación cuando cesa dicha condición. Considera que la internación es una medida restrictiva que solamente debe tomarse cuando no hay otra alternativa terapéutica con posibilidad de igual eficacia. Por cierto, también considera que toda internación voluntaria pasa a ser fiscalizada como si fuera involuntaria, a partir de determinado período de tiempo, para evitar cronificaciones en esos casos, y que toda internación de un niño, niña o adolescente se trata y fiscaliza como involuntaria en resguardo de sus derechos. Entonces la cuestión de la internación hace un giro copernicano.

L.S.: Y modifica ampliamente las prácticas.

A.S: Claro, tiene que meter una cuña de modificación en las prácticas. Se vuelve indispensable construir los dispositivos y espacios de atención en la comunidad y generar las políticas que den los soportes necesarios. En eso también se abre una articulación con las políticas basadas en el enfoque social de la discapacidad y sus derechos. Obviamente no es una transformación fácil. Ahí aparece un segundo elemento que tiene mucho que ver con lo que Basaglia en su momento señaló como articulación entre locura y pobreza. La confluencia entre locura y pobreza se manifiesta en la cronificación de lo que se llaman los «casos sociales».

L.S.: Término que se sigue utilizando demasiado, y se lo cuestiona poco…

A.S.: Entonces es ahí donde hay un deslizamiento por el cual, frente a la falta de garantía de derechos para que una persona pueda vivir en sociedad, teniendo los soportes necesarios para sus vulnerabilidades, lo que se hace es mantenerla internada y la institución se transforma en albergue pero con prácticas manicomiales. El hospital psiquiátrico deja de ser un hospital para transformarse en un espacio de albergue de personas desamparadas, pero sigue tratándolas como locas, están privadas de libertad por ser pobres.

Cuando el retorno de la democracia, la flamante Dirección Nacional de Salud Mental realizó un censo  en el Borda, y se descubrió que había pacientes que salían a la mañana y volvían al mediodía o a la tarde. Hacían actividades de trabajo informal para conseguir algunos recursos, como abrir puertas de autos, pedir limosna, o colaborar trasladando bultos en la zona de Constitución. Recuerdo que Dicky Grimson, que dirigía el censo, dijo: “Teníamos un hospital de noche y no nos habíamos dado cuenta”. En ese caso, el desorden había producido un efecto de generación no planeada de una institución en otra.

L.S.: No queremos dejar de preguntarte por la Ley y el tema de las adicciones.

A.S.: Recapitulemos los ejes de la ley. Los ejes centrales: uno es el de la peligrosidad que vira a riesgo cierto e inminente; el segundo es definir como objeto de la asistencia el sufrimiento psíquico y no la enfermedad mental. Hay dos momentos en los que el Estado intervino, por decirlo de alguna manera, variando la nominación de cómo se denomina en cuanto a los  términos. Una es cuando, en su momento, Ramón Carrillo dice “no los llamen más alienados, llámenlos enfermos mentales, son enfermos como cualquier otro”. En ese momento, lo que hace Ramón Carrillo  es de avanzada porque lo que él está diciendo es que la locura no es algo que se deja al costado del sistema de salud, sino que se la debe incorporar como enfermedad mental en el tratamiento, al igual que se trata cualquier otra enfermedad. Para esa época era un avance. El segundo momento es la Ley Nacional de Salud Mental que nomina como sufrimiento psíquico y no como enfermedad mental.

La ley dice que frente a la internación involuntaria hay determinados recaudos que se deben tomar, entre ellos la  presencia, que en su momento se constituyó, del Cuerpo de Letrados, pero después esto se tiene que replicar provincia por provincia, y el Cuerpo de Letrados y el Órgano de Revisión son dos dispositivos que deben estar presentes para garantizar que la internación no sea violadora de derechos.

Acá me voy a detener en otra cosa que dicen los psiquiatras, que cómo la ley va a decir que los medicamentos no deben ser usados como castigo o disciplinador, que los medicamentos solo se indican con todo cuidado para tratamiento. ¡Por favor! No pueden desconocerlo, ellos conocen los hospitales.  En un libro de una investigación temprana sobre una institución de albergue de madres solteras adolescentes,[11] no de pacientes psiquiátricos, se menciona el uso de la psicofarmacología como recurso disciplinario. Estamos hablando de madres lactantes que tienen que cuidar bebés, a las que sin embargo, para mantener la disciplina, se les daba psicofármacos… Debieran hacerse cargo. Cuando salió la ley que contempla el cuestionamiento a la violencia obstétrica, no salieron los obstetras a decir “¡cómo nos van a decir eso!” Porque todo el mundo sabe que existe la violencia obstétrica. No estoy señalando a los psiquiatras o las personas particulares, sino a lo que son los discursos corporativos. Cualquier psiquiatra que está en un hospital sabe perfectamente que si hay una sala con 30 personas y que a la noche hay un solo enfermero, se va a sobremedicar para mantener el orden.  No olvidemos que en los años sesenta se usaba un psicofármaco, el Dimaval, en las salas donde estaban los bebés recién nacidos para tenerlas en orden. Las prácticas objetivantes deben poder ser revisadas críticamente por sus actores, no negadas.

Finalmente, y volviendo a la pregunta, también está produciendo mucho ruido en  la Ley de Salud Mental el artículo 4, que coloca los consumos problemáticos y las adicciones en el plano de los problemas a ser abordados como del campo de la salud mental, o sea asistencialmente. Los tiende a retirar del campo de la penalización. Así como Carrillo dijo “no son alienados, son enfermos, vengan para el campo de la salud”,  esta ley dice “no son delincuentes, no entran en la égida del derecho penal ni tienen porque estar en mano de la seguridad, son personas con un problema de salud, vengan para el terreno de la atención en salud, de la salud mental, y despenalicémoslo”. Es una perspectiva de ampliación de derechos y, al hacerlo, tocó dos ejes centrales: uno, son intereses propios locales y otro es la necesidad política de algunas posiciones conservadoras de estigmatizar al consumidor para sostener la estrategia mundial de la “guerra contra el narcotráfico”, que en realidad es un complejo sistema de dominación y beneficios económicos para la industria armamentista. Cada avioncito de esos que hemos comprado para luchar contra el narcotráfico ha salido millones de dólares. Y es para invertir en la guerra más perdida del planeta, porque ya lleva 30 años y no cesa de fracasar, pero siguen invirtiendo millones de dólares y produciendo conflictos y muertes. A la larga, más que una guerra contra el narcotráfico parece una alianza virtuosa con el narcotráfico. Si todo ese dinero se destinara a prevenir el consumo, a crear programas para jóvenes, estaríamos bastante mejor con el tema narcotráfico que como con Bullrich parada vestida de fajina, mostrándote siempre los mismos paquetes de drogas incautados en pequeña escala, mientras nadie controla los movimientos de capitales en gran escala de ese comercio ilegal que en algún lugar se blanquea. Me parece un desquicio.

Otro actor que aparece cuestionando la ley son algunos representantes de esas instituciones que se llaman las comunidades de atención para adictos, que no están regidas por el régimen de una institución de la salud. Para instalar una clínica psiquiátrica hay que cumplir muchos requisitos, para poner una institución de estas, es suficiente con alquilar una quinta en un lugar donde estén baratas, contratar a un psicólogo o a una psicóloga un tiempo por semana, un psiquiatra que vaya de vez en cuando, y después conseguir que te deriven los tratamientos y las internaciones que en el modelo penalizante podrían ser obligatorias, o los tratamientos voluntarios o solicitados por los familiares. Luego es sencillo, los mismos internados preparan la comida, lavan la ropa, arreglan el césped, hacen todas las tareas y se curan entre ellos, porque el tratamiento muchas veces es de vinculación entre ellos. No estoy cuestionando toda comunidad terapéutica, sino el hecho de que su escasa regulación y fiscalización ha permitido que en algunas de ellas sucedan violaciones importantes de derechos e inclusive muertes por falta de asistencia médica, como se probó judicialmente a partir de la investigación del periodista Pablo Galfré, en La Comunidad. Viaje al abismo de una granja de rehabilitación.  Con esto yo no quiero decir que no haya algunas formas de comunidad terapéutica que son buenas y funcionan, y que no haya gente que para salir de un proceso adictivo, en una de esas necesita una internación. Lo único que estoy diciendo es que están sin control y algunas tienen inclusive violaciones básicas de derechos comprobadas judicialmente. En el debate en las comisiones de la Cámara de Senadores aparece claramente la oposición a la ley de algunas organizaciones que representan a comunidades terapéuticas.

L.S.: Otra cuestión polémica es que la ley establece que un psicólogo puede dirigir un servicio de Salud Mental.

A.S.: Lo que pasa es que la psicopatología, el diagnóstico psicopatológico, pasa a ser un elemento más del diagnóstico del sufrimiento psíquico. Por ejemplo, una persona tiene un cuadro delirante, una parte del sufrimiento del cuadro delirante es el lugar y la posición social que esto le hace ocupar.

L.S.: La estigmatización…

A.S.: La estigmatización, la dificultad, la pérdida de referencia con respecto a confiar en su propio principio de realidad, etc., y el lugar mismo de discapacidad socialmente asignado. Por ejemplo, una mujer tiene un cuadro delirante y en ese momento, que ella bien define como un escenario y un lenguaje que no puede compartir con nadie, el sufrimiento está fuertemente ligado a la psicopatología y la intervención puede requerir la psiquiatría. Pero cuando ha cesado la crisis y, por ejemplo, está iniciando una relación de pareja, no acepta una invitación a pasar unos días juntos porque no sabe cómo explicar la medicación que toma, ese sufrimiento es producido por el estigma. La puede llevar incluso a cortar esa relación. Algunas de las personas con problemáticas de salud mental, personas  con sufrimiento psíquico, son muy vulnerables a los ambientes hostiles de trabajo. Así como para adaptar el ambiente para una persona con discapacidad motriz se requieren determinadas condiciones, para adaptar un ambiente a una persona con una susceptibilidad particular, por su condición subjetiva, hay que tener alguna forma de gestión del ambiente laboral que puede producir malestar a todos, pero que a ellos les detona un sufrimiento mayor, por ejemplo.

En Francia acaba de ser juzgada Telecom, [12] porque en el proceso de ajuste se suicidaron 35 personas. No se suicida cualquiera, se suicida el que tiene la vulnerabilidad para hacerlo, pero generaron un ambiente tóxico desde el punto de vista de la salud mental equivalente a que se los somete a asbestos. No toda persona expuesta a asbestos enferma de cáncer, sólo a quienes son vulnerables, pero el problema es que se los sometió a esa exposición. En este caso, se reconoció el carácter tóxico de una condición laboral para una problemática de salud mental, se la ligó a las condiciones de trabajo.  El sufrimiento psíquico no es reducible a las nosografías psicopatológícas individuales. Las categorías nosográficas, psicopatológicas, son herramientas de trabajo, no dicen nada sobre el ser de la persona, ese es el punto. Vos no podes decir de la persona es esquizofrénica, es –en todo caso— una persona a la que se diagnostica así como recurso para intervenir. Aún así, dentro de quienes entran en ese diagnóstico, la gama de diferencias, padecimientos y potencialidades es altísima. No se los puede reducir a ello.

Ese proceso de esencialización muchas veces no tiene demasiado fundamento, en esencia no se sabe exactamente cómo actúan alguno de los psicofármacos, por ejemplo. Se los convalida empíricamente.  Recuerdo una señora a la que le dolía el estómago, y volvió contenta porque ya tenía el diagnóstico: “tengo gastralgia”. Lo único que había hecho el médico fue poner en lenguaje “científico” lo que le estaba diciendo ella, y con buena parte de los diagnósticos psiquiátricos pasa lo mismo.

En cambio un psiquiatra con el que yo trabajé y aprendí mucho, estaba haciendo el certificado de discapacidad una mujer y esta le pregunta qué quiere decir esquizofrenia paranoide, y él le respondió:  “es el modo como nosotros, los psiquiatras, llamamos a esos problemas que usted tiene y que estamos trabajando”. Me pareció exacto.

No hay que usar medicamentos a menos que se necesiten, no hay que usar el lenguaje psicopatológico a  menos que sea absolutamente necesario.

Para decidir un tratamiento, un psiquiatra tiene que tener una hipótesis diagnóstica. Lo que no se puede hacer es reducir luego a la persona a ello, o explicar todo a partir de ese diagnóstico. Es indispensable evitar el etiquetamiento, porque una vez que te etiquetan todo quedará asociado indefectiblemente a ese diagnóstico, y eso impide una estrategia de cuidado integral y respetuosa.

 

 

 

 

 

 

 

[1] Marie Langer: Historia, memoria y diálogo psicoanalítico, Ghandi Folio Ed., Buenos Aires, 1984. https://isbn.cloud/9789506170097/memoria-historia-y-dialogo-psicoanalitico/

[2] Este comentario figura en la 41° edición de Maternidad y sexo, publicado por Psicolibro, en Buenos Aires, en 1976.

[3] Los dos tomos de Las huellas de la memoria, de Enrique Carpintero y Alejandro Vainer, publicados por Topía Editorial. .

[4] Anna Freud y Dorothy T. Burlingham: La guerra y los niños, Ediciones Hormé, Buenos Aires, 1965.

[5] Alicia Stolkiner: “Prácticas en salud mental”, Rev. Investigación y Educación en Enfermería, Vol. VI, No 1, Marzo 1988. Medellín.

[6] Un breve video puede informar sobre esta invasión que casi nadie recuerda: https://www.youtube.com/watch?v=h_owvq-IB6U

[7] “Obstáculos para el desarrollo de políticas transformadoras en salud mental: el caso de la ley 25.421”. Revista del Instituto de Investigaciones de la Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires. Año 14, Nº3 (2009) ISSN 0329-5893. Última autora. 

[8] Bogogevich, Albano, Bolomo, y Robinson: “La Ley de la Locura. Diálogos entre sobrevivientes de manicomios y la ley 26657”, FEPRA, Buenos Aires, 2015.

[9] Sobre estos movimientos hemos desarrollado una línea de investigación en el equipo UBACyT que dirijo y que tiene una serie de publicaciones:

Stolkiner A.: “Nuevos actores en el campo de la salud mental”. Revista Intersecciones Psi. Revista Virtual de la  Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires. Año 2, No 4. Buenos Aires, Septiembre 2012. Disponible en: http://intersecciones.psi.uba.ar/index.php?option=com_content&view=article&id=134:las-organizaciones-de-usuarios-y-familiares-como-nuevos-actores-del-campo-de-la-salud-mental&catid=17:investigaciones&Itemid=30

 

 

 “The identity as a rights advocate: contextualizing the understanding of mental health user associations in Argentina”. Disability & Society. 10.1080/09687599.2018.1488678. Publicado Online el 5 de Noviembre de 2018. ISSN: 0968-7599. En co-autoría con Melina Rosales y Sara Ardila. Disponible en: https://www.tandfonline.com/doi/full/10.1080/09687599.2018.1488678?scroll=top&needAccess=true

 

“De usuarios de salud mental a promotores de derechos. Los efectos de la participación en una asociación de usuarios de servicios de salud mental en la Ciudad de Buenos Aires. Un estudio de caso en el año

2015”. Anuario de Investigaciones de la Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires. No XXV. Buenos Aires, 2018. ISSN 0329-5885. Última Autora. En co-autoría con Melina Rosales y Sara E. Ardila Gómez. Disponible en http://ppct.caicyt.gov.ar/index.php/anuinv/article/view/13488

 

[10] Emiliano Galende: Psicoanálisis y salud mental. Para una crítica de la razón psiquiátrica, Paidós, Buenos Aires, 1990.

[11] Anahí Viladrich: Madres solteras adolescentes, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1991.

[12] Nota periodística sobre el suicidio de 35 empleados de TELECOM Francia y el posible encarcelamiento de sus jefes. https://www.lanacion.com.ar/el-mundo/se-suicidaron-35-empleados-telecom-francia-sus-nid2266272

1 Comment

  1. Un recorrido histórico que forma parte de mis vínculos como médica psicoanalista. Una parte de la historia la conocí por relatos y a partir de los 70 la viví, con momentos de fervor revolucionario y con el riesgo de sentirlo y pensar en consecuencia. En fin es para mí un relato familiar (hemlicht). Me gustaría agregar algo que siento fundamental. Tanto Plataforma como Documento, contaron con integrantes a los llamados Grupalistas. Tengo muy claro que médicos como Baremblitt, Pavlovsky, Kesselman, Bauleo, Ulloa y muchos más, fueron los que incluyeron en Argentina la lectura de Deleuze, Guattari, Foucault. Ni que hablar de los aportes de León Rozitchner. La experiencia en el Lanús con Mauricio Goldenberg. Lo menciono porque hasta en Apa, por lo menos en el 2017, se retomaron lecturas de estos autores. No dejaré de mencionar también autores como Dolto y la experiencia en Bonheuill llevada adelante por los Manonni. Inmensos hitos que atravesaron a muchos psicoanalistas. A mi entre ellos.

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