En un país muy lejano // Moro Anghileri y Diego Sztulwark

Los crímenes de Haparanda, una serie sueca  de 2024 basada en el libro “Verano de lobos” comienza con una intrigante investigación de unos lobos muertos alimentados con restos humanos. Pero ¿a quién le importa que comen los lobos? ¿Qué son los lobos, a parte de un paisaje, un dibujo, o un motivo temor para determinados turistas?. Sobre el final, un lobo retorna para dar una nota de cierre más que discutible (¿tiene gracia ese cierre?). Y sin embargo, con algo de paciencia, la trama y los personajes se tornan verdaderamente perturbadores.

 

Una asesina se desprende del típico intercambio en un aserradero o tosquera entre narcotraficantes de distinta calaña y procedencia, en este caso se trata de unos rusos y de unos finlandeses. Casi todos mueren de un modo u otro a los tiros, aunque alguno se transforma en alimento para perros salvajes. Sólo sobrevive un personaje sórdido, el más recio de todos ellos, una mujer flacucha, dura como el metal, que logra escabullirse. Mientras tanto, el pueblo de Haparanda sigue su vida de siempre entre policías, malandras de baja estirpe y paisajes nórdicos.

 

Entre los pueblerinos hay una policía de mediana edad –Hannah Wester– con un trauma a cuestas. Su existencia transcurre entre el trabajo y el amantazgo, con un matrimonio atascado en el pasado y pesadillas referidas a una historia sórdida de la que nos iremos enterando de a poco: una niña desapareció con sólo los 4 años de edad, dejando en su vida un agujero irreparable. La durmiente es una madre que supo organizar su desesperación, y continúa cargando con enorme dificultad recuerdos que la atormentan hace ya dos décadas.

 

Kat, la recia sobreviviente del tiroteo de la cantera, es una asesina con cuchillo a sueldo de un sindicato ruso, andrógina que no busca en ningún momento seducir, no transmite el menor sentimiento empático con ella. Semejante desapego la convierte en un ser despreciable y  atractivo a la vez. Sin efectos espaciales ni golpes bajos sabremos que ella es capaz de matar a cualquiera con o sin motivos.

 

Herida y despojada de las valijas con drogas que debía custodiar Kat se refugia en un bosque dentro de una cabaña desocupada, en el mismo bosque al que se ha retirado el marido de la Hannah (padre de la niña desaparecida), al enterarse de una enfermedad incurable. El encuentro entre ellos se produce como un encuentro entre vecinos, y extrañamente ella no lo mata. Él habla con ella con honestidad y empatía de tonterías. Una noche ella descubre en una pared la foto de su hijita desaparecida Elin y se interesa en ella al punto de robar la foto que no deja de mirar de modo obsesivo.

 

A esta altura el trauma toma la escena. Se percibe que algo difícil de describir sucede entre padres con hijos desaparecidos e hijos que perdieron a sus padres. Algo en la incomprensión más absoluta los une. Hay un imán de lo más intrigante. Un vacío de sentido. La primera regla de las que llamamos naturales es la que a un cachorro, pichón, bebito, esté con sus progenitores para que puedan abrigarlo, cuidarlo, enseñarle, amarlo. Si esto se quiebra algo resultará incomprensible para siempre. No tiene reparación. No hay remedio. No hay explicación que esté a la altura de esa falla. Ahí mismo algo se rompe y no volverá a soldar. La madre que perdió a su hija sin saber nunca qué ocurrió, qué fue de la pequeña, si está viva o muerta, continua fijada exactamente en el mismo lugar, y será evidente la fijación cuando algún indicio traiga cualquier dato posible de su pequeña.

 

De Kat es difícil saber mucho más (solo que se crio en un orfelinato). Pero queda atrapada por el magnetismo del imán, que la desvía de su tarea (recuperar la droga para su jefe ruso), y empieza a perseguir a Hannah, a espiarla. La foto de Elin despertó en ella una pregunta muda. ¿Se reconoció? ¿Le despertó recuerdos de sí misma? El nombre Elin abrió algún laberinto en su cabeza. En ese estado indescifrable busca acercarse a la policía.

 

Hanna, la policía que investiga los asesinatos de la cantera, y Kat, la mujer-sicario que sigue matando personas en Haparanda, se buscan, se escapan, se atraen. Las guía una desesperación entramada en un lugar curioso. ¿Una madre y una hija? ¿Una madre y una huérfana? Dos seres rotos, ¿dos seres sin alma: una policía habituada a resolver enigmas delictivos y una rusa despojada de palabras, que solo sabe asesinar? Dos seres que tomados por la creencia de que el otro podría resolver el sentido perdido de su existencia.

 

Entre montañas, árboles, viento frío y sol de invierno se tejen los destinos desesperantes de unas personas en apariencia apacibles. La llegada de la salvaje extranjera –que quizá no lo sea tanto– enciende entre Hanna y Kat un drama que destaca sobre fondo de las demás historias. Por detrás –y por encima– de la trama policial se despliega la incertidumbre de lo irreparable, el daño que ninguna justicia puede reparar, ni se puede explicar, ni decir, ni comprender. Una trama sobre el vacío (como el puente sobre el mar que cruza una y otra vez Hanna). Lo que sucede entre las mujeres no tiene respuesta ni solución. No hay lobo, símbolo que alcance para cerrar el abismo del desgarro que está más allá de la muerte y que ninguna metáfora puede aliviar. Hannah, madre, corre. Un cuerpo aturdido que no entiende, sin sentido, con los reflejos atontados. Corre porque no puede dejar de hacerlo. Por instinto. Se mueve para echar una mano, aun cuando no hay cómo hacerlo. Proust dijo que saber que no hay nada que esperar no nos impide seguir esperando. Los crímenes de Haparanda nos recuerda que esta espera sin solución es una especie de verdad absoluta que atraviesa las figuras más diversas de un pueblo cualquiera.

 

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