En la solitaria cabina de nuestras vidas: a propósito de Andreas Lubitz

por Franco Berardi (Bifo)

Parece ser que el joven piloto Andreas Lubitz, quien se arrojó junto con un avión lleno de pasajeros contra una montaña rocosa, escondió a su compañía, Lufthansa, el certificado médico que diagnosticaba su patología depresiva. Fue algo incorrecto, sin duda, pero totalmente comprensible: al turbocapitalismo no le gustan los trabajadores que se dan de baja temporal por razones de salud, y mucho menos por depresión.
¿Deprimido yo? ¡Ni lo menciones! Me siento bien: soy perfectamente eficiente, feliz, dinámico, enérgico y, sobre todo, competitivo. Voy a correr todas las mañanas, y siempre estoy disponible para trabajar horas extras. Es la filosofía de las aerolineas low-cost, ¿sabes? Y es también la filosofía del mercado perfectamente desregulado, en el que a todos se nos pide incesantemente dar lo mejor de nosotros mismos para sobrevivir.
Después del asesinato masivo y suicida, se exhortó a las compañías aéreas a realizar chequeos psicológicos más rigurosos a sus trabajadores. Los pilotos no deberían ser maníacos, ni depresivos, ni melancólicos, ni sufrir ataques de pánico. ¿Y qué decir de los conductores de autobuses o los policías, los mineros o los maestros de escuela? Muy pronto, todos estaremos sujetos a monitoreos psicológicos con el fin de detectar y expulsar del mercado laboral a quienes sufran depresión.
Muy buena idea, de verdad, pero sucede que la mayoría absoluta de la población actual debería darse de baja. Es sencillo señalar a quienes oficialmente son etiquetados como psicópatas; sin embargo, ¿qué hay de todas esas personas que sufren de infelicidad e intentan mantener la calma, pero que podrían perder el control en situaciones peligrosas? Es difícil distinguir entre la infelicidad y una depresión inminentemente agresiva, sobre todo cuando la masa de gente desesperada crece y crece. La incidencia de las psicopatologías ha ido en aumento en las últimas décadas y, según la Organización Mundial de la Salud, la tasa de suicidios se ha incrementado en una 60% en los últimos 40 años, de forma particularmente peligrosa entre los jóvenes. ¿En los últimos 40 años? ¿Y por qué precisamente en ese lapso? ¿Qué es lo que en las últimas 4 décadas ha ido empujando a la gente a arrojarse a los brazos de la dama de negro? Confieso que veo una relación entre esta increíble oleada de propensión al suicidio y el triunfo de la coerción neoliberal por competir. Confieso que veo una relación entre la generalización de la fragilidad psíquica y la soledad de una generación que solamente se encuentra a través de la pantalla. Por cada persona que logra suicidarse, hay otras 20 que intentan matarse sin poder consumar el hecho. Es por esto que deberíamos reconocer que hay una especie de epidemia del suicidio extendiéndose por el planeta tierra.
Es posible que aquí se encuentre la explicación de algunos de los terribles fenómenos de nuestros tiempos, los cuales solemos leer en términos políticos, a pesar de que no logramos entenderlos a través de la óptica de la política. El terrorismo contemporáneo debería interpretarse, en primer lugar, como la difusión de una tendencia a la auto-supresión. Se dice que el shaheed (terrorista suicida) actúa, aparentemente, impulsado por motivos políticos, ideológicos o religiosos. Pero ésta es sencillamente la superficie retórica. La motivación más interna para el suicidio es siempre la desesperación, la humillación, la miseria. Aquél que decide destruir su propia vida es alguien que la ha experimentado como una carga insoportable, que ve en la muerte la única salida, y en el asesinato la única venganza contra quienes lo han engañado, humillado o insultado.
La causa más probable de la oleada de suicidios, y en particular de los suicidios homicidas, es la transformación de la vida en sociedad en una fábrica de infelicidad de la cual parece imposible escapar. Es el mandato de convertirse en un ganador, contrastado con la conciencia de que ganar es imposible o, más bien, de que la única forma de ganar (al menos provisionalmente) es destruyendo las vidas de los otros para suicidarse después.
Andreas Lubitz se encerró en esa cabina maldita porque su sufrimiento le parecía intolerable, y porque culpaba de él a sus colegas, y a los pasajeros, y a la humanidad entera. Hizo lo que hizo porque no pudo deshacerse de esa infelicidad que ha estado devorando a las sociedades contemporáneas desde que la publicidad lanzó la primera bomba contra el cerebro colectivo, ordenando la felicidad obligatoria; desde que la soledad digital empezó a multiplicar la excitabilidad nerviosa y a encerrar a los cuerpos en la jaula de la pantalla; desde que el capitalismo financiero comenzó a forzarnos a todos a trabajar por más y más tiempo, bajo el miserable salario de la precariedad.

* Traducción de Eugenio Tisselli, programador y poeta


(fuente: www.eldiario.es)

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