“El escritor debe decirlo todo a un público que lo pueda hacer todo. Pero para ello necesitamos estar en el asunto, enterrados hasta el cuello, saboreando el cáliz infinitamente amargo de nuestra ciudad y de nosotros mismos.”Carlos Correas, 1953
Así finalizaba Correas una reseña publicada en el primer y único número de Las ciento y una, que se sumaba a las que habían escrito Adelaida Gigli,¹ Ramón Alcalde,² y Francisco Solero.³ Ese cuarteto conformaba al grupo de los críticos de diente de leche, como los definió Valentín Fernando, el autor de Desde esta carne, la novela comentada. En esa respuesta, advertía sobre la gravedad que aquejaba a la literatura nacional. A excepción de cuatro o cinco nombres no existe, decía Valentin Fernando, una tradición que respalde a los jóvenes narradores: “Tenemos que empezar desde abajo. Tenemos que hacerlo todo desde el principio.”
Decirlo todo, proponía Correas. Empezar de cero, propugnaba Fernando. La gravedad de la denuncia o el consabido gesto generacional de declararse sin deudas filiales emparentaba ambas posiciones. Los dos autores se pensaban como jóvenes, como nuevos en un mundo narrativo que uno definía como inexistente, y el otro como caduco.
Carlos Correas aprovechaba la reseña para hacer un texto casi programático en el que ensayaba la crítica sobre el tipo de narraciones que merece la ciudad: “nuestra tarea de porteños consiste en destrozar día a día, sin mucha pena y sin mucha pasión, la poca dignidad que aún le queda a Buenos Aires”, decía.
Y comparaba Desde esta carne, novela sintomática de los primeros años cincuenta, con las novelas arltianas. Las diferencias que encontraba con la ciudad inventada por Arlt eran varias. La una, caldera inmensa, rebosante de locura, “es la sucia faena de la destrucción hecha a escondidas, hecha por proscriptos cuya única solidaridad radica en la lujuria de negarse en todo momento”. En cambio, la otra, la ciudad de Fernando, o la de Correas mismo, es monstruosa en lo cotidiano, indestructible. Desesperante a fuerza de vulgar, viviendo –dice– más dentro de nosotros que nosotros en ella.
Por ello: su programa se proponía pensar la narrativa de esas calles, ese territorio singular en su propia literatura. ¿Como narrar su oprimente vulgaridad?
Hay líneas programáticas, dije. Y la pregunta ineludible es cómo afectan la escritura de su propio autor.
Si la literatura argentina, según el propio Correas no había superado a comienzos de los años 50 la etapa del regionalismo, apropiarse de la ciudad era más que enumerar calles y escenarios conocidos a los lectores escasos. Aunque fuera más que eso, hacerlo era necesario, era un modo de trasuntar lo urbano en la trama narrativa. De esa reseña, Correas tomará más de un elemento para pensar su escritura futura. Por un lado, la cuestión de la ciudad. Valentín Fernando y Carlos Correas parten de su aprendizaje como lectores de Arlt. Se ha hecho un lugar común decir que el primer rescate generacional sobre el autor de El jorobadito fue hecho por la gente de Contorno al dedicarle su segundo número, sin embargo unos años antes Valentín Fernando había publicado un largo escrito en la revista Davar.4 Ahí se presentaba su ensayo como una valoración representativa “de la actitud admirativa de sucesivos contingentes de lectores juveniles”. Fernando planteaba que Roberto Arlt remozaba la literatura argentina con tres novedades: una lectura imaginativa, “una psicológica angustiada y desaforada; y por último, una conciencia del escritor moderno contra todo trance y eventualidad”.
La coincidencia será, entonces, tomar a Arlt como punto de partida.
Correas agregará a su propia narrativa –de a ratos– lo que remarcaba como marca original en Fernando: la técnica del estrangulamiento del tiempo, la condensación en unas pocas horas, acciones concentradas, fusionadas, ruptura de la linealidad temporal, con una impronta fuertemente cinematográfica.
Los tres autores (Arlt, Fernando y Correas) serán de los pocos que tematicen la presencia de la homosexualidad en la literatura. Recordemos: el Astier de Arlt, que comparte un cuarto de pensión con un chico que le cuenta sobre su travestismo y lo acosa. En Desde esta carne, en cambio, una casi violación por parte de los compañeros a un chico judío, intelectual, en un baño del Nacional Buenos Aires. Y en La narración de la historia, con una situación de levante y de manoseos compartidos.
Primer yiro
La narración de la historia es –doblemente– un relato de iniciación. Su autor se presenta al mundo de las letras, provocándolo desde una revista universitaria, y el cuento relata instancias de la iniciación de un adolescente al mundo de la homosexualidad. En las tres partes que componen La narración existen modos de la errancia en la ciudad. En la primera, el recorrido urbano de su protagonista, Ernesto Savid, traza un mapeo que va de Avellaneda a Constitución, caminata por la calle Montes de Oca, visita al Riachuelo, ya acompañado continúa por Costanera Sur, vuelta a Constitución, y cierra en Lope de Vega y General Paz.
En el segundo movimiento, el recorrido es circular: Constitución, Barracas, Constitución. En el último: el paseo es por la avenida Corrientes, estación Retiro, San Isidro, cierre en Retiro.
En la ida a la Costanera Sur, hay un momento donde Ernesto y Juan Carlos Crespo, el chico, visitan la estatua de Las nereidas. Esa estatua en los años veinte debió ser mudada por la exhibición de desnudos femeninos “licenciosos” y “libidinosos”. Antes, casi a fines del siglo XIX, cuenta el subcomisario Adolfo Batiz sobre sus propios paseos por el sitio original del grupo escultórico, en Alem y Perón, a pasos de la actual Casa Rosada. Allí decía el subcomisario-escritor no era uno de los puntos de encuentro entre pederastas, a diferencia del emplazamiento vecino de la estatua de Manzini. Varias décadas más tarde, los paseantes imaginados por Correas volverán a fascinarse con la estatua de Lola Mora.
En el largo recorrido que propone el cuento encontramos dos componentes: el deseo y los mutuos aprendizajes que se dan al recorrer la ciudad.
Esta Buenos Aires que propone Correas tiene escenarios muy marcados: presencia de estaciones de tren, lugares de tránsito, transportes y márgenes. Pero la frontera del territorio es la línea divisoria que traza el paso del deseo a la satisfacción.
La ciudad termina siendo hostil y peligrosa para hacer visible una relación clandestina, se hace necesario atravesar sus límites. Hacia adentro es ciudad del deseo, ciudad del levante, ciudad del yiro, pero también aparece como ciudad del miedo: “Ernesto se sentía avergonzado y hubiera querido esconder al morochito de las miradas”, “felizmente, en el subterráneo no había ningún conocido”, “tenía miedo que el morochito quisiera volver al hall de la estación”.
La indefensión y el susto permanecen, pero al bajar del ómnibus y entrar en los terraplenes de la avenida General Paz no son los otros el infierno, no es la ciudad, sino que el territorio a temer es el cuerpo deseado de la compañía buscada. El temor no es a la mirada enjuiciadora o a la sanción moral, es nervio que recorre el cuerpo: “Ernesto tenía miedo; pasaron por un terreno baldío y cruzaron varias calles desiertas”, “quizá lo llevaba adonde vivía el amigo; éste podía salir de cualquier parte y le robarían y lo desnudarían. Quizás el chico lo traicionaba”. Pero no, la traición llegará desde otro lado. Finalmente habrá caricias, masturbación y un abrazo compartido. Será tras las fronteras de la ciudad donde el deseo se realiza. En esa línea que permite el repliegue en quien recorre las calles, temiendo que la mirada de flaneur, se vuelva sobre sí mismo, sobre su sospechosa conducta, sobre su proceder exótico, su rareza. “Yo he querido ser otra cosa –dijo, con la cabeza gacha–. He querido ser un hombre duro y libre. Algo así como un hombre solitario que camina por la noche: disponible y dispuesto a todo”, dirá el protagonista de “La narración de la historia”. El disponerse a todo nos hablará de otro encuentro, en este caso entre Ernesto y un conocido con el que tendrá nuevamente que atravesar los límites de esa ciudad, esta vez hacia el norte, San Isidro, donde finalmente –se narra– “pasó lo de costumbre”. Ese encuentro más parecido al que tendría con una mujer es más tranquilizador, es liberador, más coherente con sus propias elecciones: no será necesario volver a decir que “Alguna vez tendremos bastante dinero como para comprar esta ciudad y tirarla al río”.
Breve hilván entre el primer yiro y los dos siguientes
En Los reportajes de Félix Chaneton, se establece una referencia al cuento –publicado en 1959– que mencionamos.
Dice su narrador: “En otra época, digo ahora: ‘años atrás’, yo te habría abandonado, te habría dado una cita y luego te habría dejado plantado, para que te resintieras y te volvieras rencoroso, pero ahora virilizado, te consigo trabajo, te pongo en el mundo real”. La reminiscencia al plantón y abandono hacia el chico de “La narración de la historia” está narrado por un personaje que se llama Chaneton pero que supo ser Ernesto Savid.
Ahora sí, segundo yiro
El primero de los reportajes, el de 1956, “Rodolfo Carrera, un problema moral”, se abre desde el mundo del paraíso de un teatro: refugio –se dice– “para los que hartos y excluidos de las calles sacábamos la entrada”, refugio entonces a la promesa de la aventura. De allí en más, las paradas de un largo recorrido serán más o menos las mismas: plazas, bares, con abundancia de cerveza y anfetaminas, cines piojosos, semivacíos, con algunos hombres solos.
Recorridos donde se parece aceptar los consejos de un comisario: no se debe andar por el centro, “adonde va tanta clase de gente.” Esa clase de gente en el relato tendrá distintas nominaciones pero similares características: minos, maricas, cocotas, el mundo del loqueo.
Pero los consejos no hacen mella en un joven, Félix Chaneton, que dice estar “expulsado de mí mismo, a la calle, a vagar”. Esas pequeñas memorias son sobre una búsqueda doble: la del hijo de Rodolfo Carreras, pero también hacia la creación ficcional de una ciudad que conjure a esa ciudad “encogida, contrita” que “tenía la hostilidad de los muertos”.
La apuesta a la errancia, al peregrinaje era un modo de la transformación para Chaneton. Así se da la inversión del sueño de Mansilla, aquel donde aparecía proclamado como emperador de los ranqueles, con el título de Lucius Victorius Imperator, coronando a la china Carmen como emperatriz. En el sueño de Chaneton, en cambio, se figura inventando escritos que le valen la expulsión de la Argentina. La partida hacia la nada lo convertiría en una especie de judío errante que paga con su yire el castigo por sus invectivas, por su prosa violenta. “Ahora pienso que lo que me salvó –y me sigue y me ha de seguir salvando– del intento de realizar ese sueño, dirá Chaneton, fue Buenos Aires: Boedo, Nueva Pompeya, la Avenida del Trabajo, el Bañado de Flores, Mataderos y Avellaneda, Lanús, Valentín Alsina, Piñeyro, el Dock Sur… Una y otra vez, por obstinación y por necesidad, yo volvía a esos sitios, y lentamente fui comprendiendo que Buenos Aires y la Argentina también era un lugar habitado por los hombres.”
Tercer yiro
Es el que coincide con la tercera parte del Chaneton y que se llama: “El último recurso”. Fechado dijimos, en 1973. El 24 de mayo de 1973, un día antes de la asunción de Campora. Curioso momento para que Chaneton asuma una personal búsqueda hacia el hombre nuevo y se pregunte cómo romper con la soledad en medio de la multitud. Aquí la ciudad cambia. Las caminatas que como bien observó Ramón Alcalde, en el relato anterior iban de Norte a Sur, de Este a Oeste, de la ribera y el puerto a los confines australes de Buenos Aires, viran en este relato a “paseos exploratorios” con una joven alumna. Los sitios son Cabildo y Juramento, el puente Pacífico, Gorriti y Godoy Cruz, el cine Regio, o el Mercado Dorrego. Ese callejear compartido, se distancia de aquel otro que en los años cincuenta Chaneton había hecho con Carrera. Aquel intento de descubrimiento personal, ese transcurrir por lugares nuevos de la ciudad se va perdiendo. Ahora Chaneton se auxilia –nos dice– con la Guía Filcar. Con el correr de las páginas y mientras se aproxima el cierre del relato, la presencia de la ciudad se va atenuando. Va quedando atrás, y las calles con multitudes quedarán extramuros, la mutación será hacia un mundo interior: las piezas de hotel, de departamentos, o a cierto repliegue interno que lleva al protagonista a proponerse la escritura de un libro de memorias, de un libro sobre sí mismo.
La promesa final de hacer un libro de memorias será un modo de recogimiento o de autocontemplación. Semejante quizá a la idea de caminata que Correas proponía en elArlt literato: un caminar por el caminar y la contemplación, una forma especial de paseo que nos devuelve a nosotros mismos.
Coda
El escritor Carlos Correas, habitaba un pequeño departamento en Pasteur 42, en el barrio de Once. En esa biblioteca tenía un libro de fotografías de la Buenos Aires de los años treinta, fotos donde su autor –Horacio Cóppola– sintetizaba el paisaje de los bordes de una ciudad en tránsito: entre la tradición y lo moderno. Algunas de ellas ilustraron la primera edición del Carriego de Borges Allí, en ese departamento, Correas también escribió algunos ensayos que hoy se han mencionado, llamados, como las casas proscriptas, de tolerancia.
En uno de esos ensayos y a propósito de los paseos juveniles de Borges, remite a uno propio y como muestra de su propia síntesis, de su propia búsqueda y también de su cálida malicia, concluyo leyéndolo:
“No ignoro la diferencia entre vivir en Lafèrrere y vivir en Palermo y visitar Lafèrrere; digo que estas visitas, y análogas, significan un consuelo ocasional, y no hemos de desdeñar los momentos en que el consuelo se vuelve forzoso y confortante; aquí el consuelo de vagabundear por las afueras de franca pobreza y miseria es una suerte de resarcimiento de la estupidez y canallería de los barrios residenciales o señoriales y de sus correspondientes habitantes; entiendo que así lo habrá entendido el muchacho Borges. Por lo demás, yo ya no visito Lafèrrere ni afines; he cambiado de consuelos; apuesto a que otros lo hacen y lo harán por mí: son andanzas buenas y realmente didácticas”.
1.- En Centro 5, mayo 1953
2.- En Buenos Aires literaria Nº 8, mayo 1953.
3.- En Sur Nº 223, julio agosto 1953.
4.- Eso fue en abril de 1949. Tres años antes, Valentín Fernando había publicado “El matiz desesperado de Roberto Arlt” en la revista Todo.