En Colombia, o el “Postconflicto” significa una nueva Constituyente…

por Claudia Delgado


La idea de posconflicto supone que hay un conflicto superable. El término apareció en el medio académico colombiano hace más de 15 años y refiere específicamente a un solo tipo de conflicto: el armado. Se trata pues de un tema ya instalado que propone un ámbito esperanzador para un país devastado por prácticas violentas –casi tradiciones– con resultados sangrientos. La idea de pensar en un país sin tragedias mortales diarias parece una apuesta positiva.
Curiosamente, aunque hace bastante más tiempo en ese mismo medio académico se aceptó que los actores de los conflictos armados son varios en intereses ideológicos, políticos y financieros, el “posconflicto” se ha acotado solamente al lapso posterior a una paz alcanzada con movimientos armados insurgentes. El término se ha mantenido a pesar de que hubo acuerdos de desmovilización con grupos paramilitares; y a pesar de que la guerra del Estado contra los grupos armados por los narcotraficantes no ha parado de producir miles de muertos; y a pesar, en fin, de los cientos de asesinatos y desapariciones forzadas perpetrados por las fuerzas de seguridad del Estado.
Ante estos fenómenos no se habló ni se habla de posconflicto, como si Colombia no pudiera ser concebida sin la actividad asesina de militares, paramilitares y grandes negociantes; o, peor, como si debiera pensar que habrá un periodo posterior al conflicto (incluso llamado “paz”) aunque subsistan esas actividades de actores organizados para el ejercicio de la violencia. Para tal olvido no se puede argumentar que la guerrilla sea el actor más antiguo, ni el más peligroso, ni el que más haya transformado la vida nacional.
Lo que sí se puede argüir es que la guerrilla ha sido puesta como el factor de violencia por excelencia por parte de los medios de comunicación. Y se podría mencionar el desafecto extendido que hay entre tantos colombianos hacia la guerrilla, y de ahí, la validez de la agenda política de Santos.
Sin embargo, no valdría como argumento para un ámbito académico -una de cuyas características definitorias es la crítica, y otra, la construcción de narraciones independientes de los intereses pecuniarios o políticos de negociantes particulares, que son quienes dictan los énfasis y las obliteraciones de la información circulante. El “posconflicto” es antes que todo una idea, y, como toda idea, hace parte de una ideología.
Si el conflicto armado con la guerrilla es superable, es porque no es estructural. Si es coyuntural, significa que han cambiado las condiciones que explicaban su aparición o mantenimiento, o que la guerrilla ha perdido su rol en el escenario.
Según la primera posibilidad, en Colombia ya no hay conflictos por la tenencia de la tierra que no puedan tramitarse satisfactoriamente por la vía legal en respuesta a las demandas de los campesinos; los sindicalistas pueden defender los derechos de los trabajadores en un marco de negociación de intereses; el número de defensores de derechos humanos ha descendido porque la defensa de los derechos es innecesaria, dada la garantía de ellos que provee el Estado.
Primero, habría que probar ese cambio de coyuntura con un feroz desconocimiento del número creciente de campesinos desplazados y del número estable por más de una década de asesinatos de sindicalistas y de defensores de los Derechos Humanos.
Segundo, habría que sustentar que los conflictos relacionados con los derechos y la distribución de recursos no son estructurales en una sociedad capitalista, y–no menos arduo- sustentar la posibilidad de existencia de un Derecho que, en lo efectivo, priorice la dignidad e igualdad de derechos ciudadanos sobre la propiedad privada en esa mismo tipo de sociedad. Quien logre sustentar y probar estos ítems, podrá definir que sí hubo un cambio en la realidad colombiana, gracias al cual la acción reivindicativa o defensiva no legal y violenta constituye un dinosaurio.
La otra posibilidad requiere de menos tramoya argumentativa: los movimientos sociales habrían relevado a la guerrilla en su rol histórico. Estos movimientos, sin buscar ganar sus demandas siguiendo los trámites del statu quo, tampoco se han movido en la ilegalidad, y mucho menos de modo violento. Y si ya la reemplazaron ¿estamos ya en postconflicto?
Pero incluso aceptando tal interpretación, y cualquiera de las dos posibilidades, suponer que se extinguen los dinosaurios ¿significa que se acaba el conflicto armado? ¿Los acuerdos de paz con las FARC llevarían a la cesión del poder paramilitar, a la dejación del supremo valor de la codicia por parte de los grandes negociantes? Tal vez las fuerzas de seguridad del Estado, al no existir la guerrilla, dejarían de adelantar actos de violencia sangrienta contra la población civil… Pero no: ya conocemos la represión –inclusive los asesinatos– que han sufrido a sus manos dirigentes y participantes de organizaciones populares masivas que actúan pacíficamente.
En ese orden de ideas, el conflicto no lo constituye la acción/reacción de los depredados o de sus “representantes”, armados o no. El conflicto está en una base de legalidad –un pacto social– que obstaculiza hasta hoy exitosamente la defensa de los intereses de los no poderosos. Hay una demanda insatisfecha de parte de grandes mayorías y la base legal, que se ha ampliado desde la Constitución de 1991, ha sido precaria o capciosamente reglamentada.
Con ese mismo criterio, los conflictos no son superables mediante exitosas negociaciones de paz con un grupo armado. Los conflictos estructurales se superan con nuevos pactos sociales acordados por sujetos políticamente definidos y representativos de los distintos intereses. En este sentido, la propuesta de Constituyente que se propone en la Mesa de diálogos, apunta al fortalecimiento de la democracia. Se trata justamente –en cualquier Constituyente, por otra parte- de que los conflictos que se tramitaban de modo violento por ausencia de condiciones legales (o sea, políticas) devengan en problemas solubles en el limitado marco del juego político.
Cuando sea obvio que los conflictos no desaparecen después de muchas firmas y apretones de manos, la idea que saldrá perdiendo será la idea de negociación y de acuerdos –base de la difícil democracia–. Otra desilusión para los colombianos puede no ser grave –suponiendo que haya una ilusión al respecto–, o puede serlo, eso no se sabe. Pero sí se puede saber que el fracaso de la promesa del posconflicto alimentará el discurso guerrerista.
Y este discurso tiene emisores de mucho poder; más allá de la multiplicidad de intereses que lo sostienen, es una palabra fundamentalmente antidemocrática.
La opinión Pública de los intereses Privados dueños de los medios de comunicación no ha cesado de divulgar la descalificación, la desconfianza y el rechazo a las negociaciones de La Habana. Esa campaña tiene efectos que, sin ser mecánicos, no pueden ser ignorados por los medios académicos que parecen entusiasmados con la idea del posconflicto. En este momento la ofensiva mediática está planteando una confrontación en términos violentos que denigra no solo de las FARC, sino del Presidente (que presumiblemente fue elegido justamente por su decisión de adelantar estas negociaciones) y de todo el proceso.
El posconflicto pertenece a la familia de ideas que predican que no hay contradicciones sociales irreductibles. Que no hay contradicciones sociales: que basta la buena voluntad individual para alcanzar la paz; que la Revolución empieza –y termina– en “uno mismo”; que nos falta cultura o, lo que es lo mismo, que la nuestra es la de la violencia… La parentela de la idea de posconflicto es extensa, y el propósito de esta nota no era toda la familia, sino solo el término en boga.
En este momento miden fuerzas dos instituciones: la FARC y el Gobierno. Ninguna de las dos representa a la nación, aunque ambas lo reivindiquen. Lo importante es que del forcejeo salgan propuestas que una gran parte del pueblo colombiano refrende.
Pero, pero… aunque se presente un referendo popular aprobatorio de los acuerdos –fenómeno que sería lo único memorable de la puja entre dos instituciones fervientemente deslegitimadas por discursos poderosos–, no se acabará el conflicto armado. Eventualmente se acabaría la precaria legitimidad de las FARC y con ella gran parte de su poder.
Sería muy bueno que de La Habana surgiera un acuerdo exitoso; y sería mejor aún que fuera puesto a consideración en un Referendo, y mejor todavía, que la participación en el referendo fuera significativa. Habríamos ganado un espacio importante para la vida social y política en el cual seguir luchando por ampliar ámbitos de derechos para la mayoría de colombianos. 
… o los conflictos seguirán.

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