por Paula Sibila
No parece haber muchos motivos para el optimismo en la universidad latinoamericana, cada vez más adherida al modelo productivista de los rankings y puntajes, que alimenta una disputa de vanidades más bien aburrida e inocua en sus efectos sobre el mundo.
La segunda década del siglo XXI nos encuentra fatigados, tratando de seguir el ritmo con tecnologías estimuladoras o narcotizantes mientras nos pavoneamos en las vitrinas virtuales. Hasta los libros impresos con sus reflexiones de largo aliento parecen reliquias de antaño, ahora relegados ante la urgencia de despachar artículos siempre actualizados en los journals con referato. Aunque está claro que no será allí donde se genere un pensamiento más libre o audaz, capaz de mapear lo contemporáneo con originalidad y coraje.
Por eso, crece también cierto malestar ante ese falso consenso, como si se estuviera gestando una tormenta. La inevitable globalización de los congresos y publicaciones puso en evidencia el agotamiento de las referencias canónicas exhaladas desde la vieja metrópolis hacia las antiguas periferias. «Si tenés una idea increíble es mejor hacer una canción», ironizaba Caetano Veloso en su tema Língua, de 1984, «está probado que sólo es posible filosofar en alemán».
Quizás esté llegando el momento de consumar ese gesto caníbal, esa antropofagia siempre latente en estas orillas del planeta, esa tropicália voraz y sarcástica, alegre y violenta, que permaneció arrinconada en un exotismo más o menos controlado. ¿Por qué no aprovechar la crisis para devorarnos del todo a los «conquistadores» y luego invitarlos a nuestro banquete? Queda la promesa de elaborar una filosofía del estar, por ejemplo, valiéndonos de esa riqueza de nuestras lenguas para esquivar las rígidas limitaciones del ser, masticando esas herencias que todavía nos encorsetan la visión. En tal caso, tendríamos razones para el optimismo. Tal vez (o no).