Embarrar, embarrarse, embarrarlo todo // Amador Fernández-Savater

 “Si no canto lo que siento/ Me voy a morir por dentro/ He de gritarle a los vientos hasta reventar/ Aunque sólo quede tiempo en mi lugar/ Ya lo estoy queriendo/ Ya me estoy volviendo canción/ Barro tal vez” (Luis Alberto Spinetta)

Cada acontecimiento produce su propio símbolo, que contiene un mensaje por descifrar: un aviso, una pregunta, una indicación de futuro. 

 

Los símbolos están pegados a las cosas mismas, me dice siempre el artista y amigo Rafael Sánchez-Mateos Paniagua. Sin duda, el símbolo de la catástrofe de la dana en Valencia es el barro: un símbolo hecho de la cosa misma, de la propia materialidad del acontecimiento, de lo que trajeron las riadas, los avisos que nunca llegaron, los protocolos que no funcionaron, la incompetencia de los políticos que estaban a otra. 

 
 

El barro lo inunda todo, desde las calles y las casas hasta el propio rostro de los reyes. Es un símbolo que entra en contacto y diálogo con otros símbolos, los marca y resignifica. Así por ejemplo, la senyera embarrada de Catarroja: una familia la encontró enrollada y llena de barro en su casa durante las limpiezas del primer día y decidieron ponerla en un lugar bien visible. Las redes sociales viralizaron enseguida la imagen. O el Cristo yacente de Paiporta, recuperado con el rostro lleno de barro en una parroquia de San Jorge tras horas de limpieza comunitaria. “La iglesia no es distinta al pueblo que vive y sufre esta gran tragedia”, dijo a propósito el párroco argentino Gustavo Riveiro.

 
 

El barro pues como símbolo móvil, arrojado como proyectil sobre la cara de las autoridades, portado por los voluntarios en sus ropas, incrustado en los zapatos que los manifestantes de Valencia depositaron ante las sedes del poder público como aviso y recordatorio. ¿Aviso y recordatorio de qué? ¿Qué mensaje contiene ese símbolo, ese barro? 

Yo lo siento y lo leo así: para hablar, para actuar estos días, lo primero es dejarse afectar por la propia situación que se está viviendo. Embarrarse, es decir, dejarse afectar, es decir, sentir-con. 

Para hablar, para actuar estos días, lo primero es dejarse afectar por la propia situación que se está viviendo. Embarrarse, es decir, dejarse afectar

Embarrar a los políticos es entonces una manera de decirles: compartid nuestra suerte, no miréis para otro lado, no sigáis hablando con lengua de serpiente, pensad y actuad desde el destino común. Embarrararse como exhortación, como exigencia de salir de sí y sentir con el otro. 

¿Se trata de un gesto destituyente? Lo que se destituye es la indiferencia, la impasibilidad, la insensibilidad de aquellos que, haciendo “como si” se embarraran, siguen funcionando en piloto automático, pensando antes que nada en sí mismos, en su propio poder, en su propio beneficio. ¿Es un gesto antipolítico? Lo que se rechaza no es la política en general, el cuidado de la cosa común, sino justamente esta política autorreferencial, encapsulada, blindada e incapaz de toda escucha, de todo sentir-con. 

Ah, ¡pero cuánto miedo al barro vemos estos días! Políticos, intelectuales y tertulianos de muy distinto signo nos vienen a decir una y otra vez lo mismo: el barro de los afectos nos lleva directos al fascismo, a la antipolítica, a la desesperación, al odio y el resentimiento. 

Políticos, intelectuales y tertulianos nos vienen a decir lo mismo: el barro de los afectos nos lleva directos al fascismo, a la antipolítica

Siempre los mismos clichés para hablar de los afectos: nos “ciegan”, nos “ofuscan”, nos “perturban”, como si los afectos no tuviesen un potencial cognitivo enorme, como si un libro o una situación no se entendiesen también desde lo que nos dan a sentir, como si eso que sentimos fuese algo fijo y no pudiese elaborarse, refinarse, darse formas, trans-formarse.

Afectar y ser afectados, decía el filósofo Spinoza, es el modo virtuoso de habitar el mundo. La afectación es una potencia a un tiempo pasiva y activa, una cualidad a la vez receptiva y creadora. Ser capaces de escuchar y captar algo de la situación que vivimos es lo que nos va a permitir “devolverle” una acción y una palabra que le corresponda, que resuene con ella y la transforme, una acción eficaz

¿Por qué una democracia limpia y aséptica, purificada del barro de los afectos, iba a funcionar mejor que una democracia embarrada y afectada? ¿No es justamente la incapacidad de sentir-con (en primer lugar con la propia naturaleza) la verdadera catástrofe que está hoy detrás de todas las demás? 

La tecnificación de la existencia, la protocolización de todo, la delegación de nuestra sensibilidad en automatismos que supuestamente van a pensar y actuar por nosotros, mejor que nosotros, nos vuelve incapaces de escuchar al otro, a los otros, a lo otro desconocido. Percibir lo no codificado, responder a lo imprevisto, crear algo nuevo, hacernos cargo y responsables de la vida común. 

¿Acaso el manipulador siente-con? ¿Se deja afectar? Lo que pretende más bien es instrumentalizar lo que pasa y lo que se siente para alcanzar un fin previo

Pero, ¿cómo distinguir entre la activación y la manipulación de los afectos? ¿Entre meter las manos en el barro y chapotear en el lodo? En lugar de descartar lo que es difícil de pensar, hay que entrar en ello. 

¿Acaso el manipulador siente-con? ¿Se deja afectar? Lo que pretende más bien es instrumentalizar lo que pasa y lo que se siente para alcanzar un fin previo, exterior a la situación, privado y autorreferencial. Nunca se relaciona con el barro como una materia viva y activa que puede dar lugar a nuevas preguntas, nuevas ideas y nuevas posibilidades, no se deja tocar ni conmover, interrogar o desplazar porque él ya sabe siempre de antemano adónde quiere llegar. El barro es un objeto del que adueñarse, nunca un sujeto con el que dialogar. 

La alternativa a la opacidad de los afectos no es la pureza del entendimiento objetivo y la acción puramente racional y técnica de los expertos, sino aprender a orientarnos en medio del barro impuro, a movernos en él y a elaborarlo autónomamente, una nueva educación sentimental. A falta de eso, la izquierda que hoy habla de “politizar el malestar” corre el riesgo de actuar en simetría y en espejo a la derecha que combate. No escuchar, acompañar, sentir y hacer-con, sino imponer sentidos, tratar de dirigir, instrumentalizar el dolor para sus propios fines. La “batalla cultural” entonces es mera disputa por el poder, con los afectos como presa, botín y trofeo. 

En una sola semana, como ha señalado Carmen Montalbo Ocaña, el voluntariado consiguió crear estructuras complejas de coordinación

Hay otra acción y otra eficacia posibles. La muestran estos días los voluntarios. En una sola semana, como ha señalado Carmen Montalbo Ocaña, el voluntariado consiguió crear estructuras complejas de coordinación, desarrollando sitios web y aplicaciones que permitieron mapear necesidades y poner las capacidades de cada cual (electricistas, transportistas, cocineros) al servicio de lo común. Activaron desde los afectos los saberes del cuerpo y del territorio. 

Y no sólo eso. Esa movilización de los voluntarios hizo posible algo que ninguna gestión tecnificada puede aportar por muy bien que funcione. La solidaridad, el abrazo social, el calor humano. Es el calor de ese abrazo lo que puede permitir que el miedo, el dolor y la rabia no cristalicen en abatimiento, racismo o destructividad. Sólo un afecto puede desplazar a otro, decía también Spinoza.  

En todo caso, no se trata de oponer la acción de los voluntarios a la acción pública, el pueblo a la política, la técnica al esfuerzo desnudo, sino de embarrarlo todo. La opinión, la democracia, a nosotros mismos. Para que dejen, para que dejemos, de ser automáticos, imperturbables, impermeables, autorreferenciales, supuestamente desinteresados y objetivos pero en realidad sometidos a los valores dominantes del beneficio y el poder. 

Dejarnos afectar. Atrevernos a ser como la senyera de Catarroja y el Cristo de Paiporta. Nada distinto del pueblo que vive y sufre esta gran tragedia. Porque sólo embarrados podemos salvar el barro que somos. 

 

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