(o cuando los cuerpos, paranoicos, nos lastiman)
por Martín J.P. Weber
Lo dijimos una y otra vez y de los modos más disímiles: la política de los cuerpos –aquella cuyo pilar es el sofisma que instituye que el encuentro es “bueno”, “deseable” y “placentero”– diseca las almas más nobles y las mentes más brillantes. Lo personal es político, se insiste: la vida encarnada en un cuerpo. Pero no hay cuerpo para poner y así “politizarlo”. Dudoso fetichismo el de la presencia (¿qué es estar? ¿se está de un solo modo cuando se está? ¿se está cuando se está? ¿dónde?) que dota al cuerpo de de confiabilidad. Pero, ¿quién dijo que los cuerpos de carne y hueso son más confiables que su declinación digital? Por eso alzamos nuestra voz en un categórico “Ya Basta”: ¡Basta de la triste dictadura del cuerpo!
Hackers, crackers, piratas digitales, phreakers, spoofers y demás malandras informáticos no nos inquietan. La red es nuestro hábitat natural(izado) y esas figuras del terrorismo digital no logran tensionar la cotidianeidad en la que se conforman nuestros hábitos, afectos y creencias. La época paranoica en la que vivimos ya debiera haber tomado nota: la red se presenta como espacio infinitamente más seguro[1] que un mundo (una ciudad, una vida) sobrecorporizado, en constante y veloz mutación. Un mundo de cuerpos linchados o linchantes, ¿dibuja una postal más tranquilizadora que la metáfora cyberpunk gigeriana de hiperconexiones a una red omnímoda?
No faltará quien subraye el peligro de exponerse por entero, cada detalle vivido, en la red; de poblarla con las propias imágenes y elecciones (políticas, sexuales, deportivas, alimenticias, culturales, estéticas). Incluso se dirá que Facebook es presa fácil para el servilleta más inhábil de la SIDE y que hasta el bueno de Mark Zuckerberg es agente de la CIA. Pero , seamos sensatos: ¿cuál es el riesgo real? ¿Qué problema hay en que los servicios de inteligencia conozcan las fotos que nos sacamos en la playa o los videos con los que, impiadosos, aplastamos uno tras otro nuestros segundos de ocio? Sería improbable, ciertamente, que no muriese de tedio –o de sobredosis vergüenza ajena– el encargado de revisar la cantidad infame de selfies que se repiten y acumulan una y otra vez en los mismos lugares.
Más peligrosos son, sin duda, los cuerpos humanos, que exhiben el miedo generalizado bajo la forma de una agresión indiscriminada. La ciudad es campo de batalla de un todos contra todos. El cuerpo aguerrido y desbocado de quien maneja un vehículo en la calle, siempre contra los demás. O el rostro fétido que portamos en el transporte público. O esa pseudo-agresividad que pretendemos encarnar cuando nos fascinamos con la cultura del barra o del transa. Pura transvaloración del pánico en belicosidad. Pura fragilidad, puro miedo a no existir.
En las redes, en cambio, otras líneas, otras fuerzas, constituyen los modos de ser y estar. La posibilidad de suprimir a los otros sin ser lastimados permite regular nuestro discurrir social bajo la utopía de un mundo completamente amable. Amabilidad, agreguemos, sustentada en el goce terrenal de habitar lo que Aristóteles llamó topoi logoi: es decir, lugares comunes. Tópicos sobre los que se está indiscutiblemente de acuerdo; motivos por los que todas y todos nos sentimos afectivamente movilizados y compelidos a asumirlos como parte de nuestro mundo. Nadie puede quedar afuera por prepotencia de una verdad tan prístina como omnipotente. ¿O quién puede ser tan estúpidamente desapasionado como para abstraerse de admirar a próceres contemporáneos de la talla de Mascherano y Francisco I? ¿Quién desearía compartir su muro con quien no siente con auténtica alegría, por ejemplo, la recuperación del nieto de Estela de Carlotto o por la solidaridad desinteresada, a tan solo un click, con la Helenita de turno? ¿Cómo no desear una paz duradera en Medio Oriente? Cada “me gusta” no es, sino, genuino granito de arena en la constitución de un mundo más justo y confortable como el vivido tras las pantallas.
Un lugar común es aquel en el cual podemos hacer valer y poner en movimiento los atributos comunes de la especie: ser capaces de lenguaje y de sentimientos. Por eso no hay nada por fuera de los lugares comunes, no hay espacio. Porque los lugares comunes no son, precisamente, territoriales. Los territorios son espacios desgarrados por la paranoia y la guerra. Pero frente a la pantalla la guerra queda congelada y emergen otras cosas. Allí sí se realiza una comunidad de horizontalidad y autonomía, imposible en otros ámbitos como el trabajo, la familia o la militancia. Se suprime el cálculo y la ambición, la dialéctica frustración/compensación que tiñe el entero comportamiento de las personas en la ciudad.
Nadie puede ser tan ingenuo de creer que Internet va a cambiar el mundo. El mundo no es, de por sí, transformable a voluntad de nadie. No se trata de sostener un ideal comunitario virtual, como postmodernos hippies 2.0. Todo lo contrario. La realidad virtual nos da un mundo, un mundo real, un mundo como el que necesitamos y en el que la materialidad del cuerpo más bien sobra. “Ser capaces de lenguaje y de sentimientos”: ese sentido ya no existe en la calle. En la calle nos devaluamos unos a otros. Nos rebajamos. Solo vale la diferencia jerarquizada, la que se puede imponer. En la calle no hay nada común, salvo el miedo, la indiferencia y el desprecio. Y ninguna historia excepcional, de esas que conmueven, hará sino validar esta máxima aquí expuesta.
Las nuevas tecnologías no triunfan porque vuelvan a las sociedades más cultas, igualitarias o productivas. Sino porque ofrecen, terapéuticamente, un mundo, un confort, un lugar común a una humanidad que, por momentos, parece hundirse en la paranoia y en su lograda soledad parece elegir olvidar cómo era gozar del encuentro con otros cuerpos.
[1] Si nos van a controlar, pues, hagámosela difícil en serio. Hagamos uno, dos, tres… mil blogs. Siempre será más fácil duplicar lo virtual y desafiar sus programas que aspirar a una anarquía mínimamente habitable con nuestros cuerpos.