Conocemos la historia: el modelo de pura autonomía de lo(s) político(s) refrendado en Vista Alegre se fundamentaba, en el plano práctico, en la plena delegación de poderes al Estado Mayor de la máquina de guerra mediático-electoral. En el plano teórico, en un populismo laclau-mouffiano exclusivo y excluyente de otros relatos de transformación, ya fueran de izquierda y/o de radicalidad democrática quincemayista.
La constatación del techo electoral de este primer Podemos durante 2015 llevó a una crisis de solvencia de esta primera hipótesis. No podemos exagerar el papel que en esta crisis tuvieron la potencia compuesta y agregadora de los distintos municipalismos y su éxito electoral. Pero también: una incompatibilidad entre las pretensiones centralizadoras del errejonismo, una cúpula madrileña, y la realidad policéntrica y poliárquica que forman Galicia, Andalucía, Asturias, Cataluña, Navarra y Euskadi.
Tras el 20D, y con el casi millón de votos desperdiciados de IU-UP como un problema inocultable, no había más remedio que sacudir la coctelera gramsciana para buscar nuevas combinaciones de la hipótesis nacional-popular. Sí, a fin de cuentas, las disputas estratégicas dentro de lo que fue Claro Que Podemos y entre ésta y el garzonismo lo son en torno a variaciones y arreglos, interpretaciones y actualizaciones de un cierto Gramsci y, sobre todo, de un cierto Togliatti.
La admiración de Laclau por Togliatti es manifiesta y se lee negro sobre blanco en La razón populista. La clave reside en la interpretación togliattiana del PCI como “partido de la nación”. Resulta irónico que haya sido un anticomunista confeso como Matteo Renzi el que, 25 años después de la eutanasia del PCI, haya explotado con relativo éxito aquella expresión, que quiso ser una adaptación a la realpolitikde la temática gramsciana de lo nacional-popular.
Cuesta creer que el proyecto de partido se traduzca en algo más que una izquierda –nueva– unida
En esta ventana de oportunidad llevaban tiempo interviniendo Manolo Monereo y su interpretación de la noción gramsciana de “partido orgánico”. La noción es poco precisa y se refiere siempre al “partido orgánico” de la burguesía que subtiende los fragmentos y “fracciones, cada una de las cuales asume el nombre de Partido y de Partido independiente” (Gramsci). El buen hacer de Monereo le ha permitido influir decisivamente en el esquema teórico y en el pasaje práctico de lo que se ha venido llamando la “confluencia”.
La primera operación realizada es de simetría: si la oligarquía tiene un partido orgánico, nosotros también. ¿Y quiénes somos nosotros? Las izquierdas del Estado español, por supuesto. O, con vuelo retórico, “los trabajadores y trabajadoras: lo nacional popular, a medio o largo plazo, exigirá un protagonismo de clase”.
La segunda operación es de proyección: el partido orgánico lo es para la revolución democrática nacional.
Las condiciones reales y no las ideales serán las que determinen función, sentido y valor del proyecto de “partido orgánico”. Monereo apela a ciudadanos y movimientos sociales como parte constituyente del partido orgánico. Ésta es otra torsión de la noción gramsciana, que precisamente desliga al partido orgánico del partido electoral. Sin embargo, haya o no gobierno del cambio tras el 26J, tras dos años de electoralismo puro y de más que creciente ‘gobernismo’ en la vida pública de los partidos del cambio –en contraste con el elogio del agonismo en el esquema de Laclau y Mouffe–, cuesta creer que, ceremonias aparte, el proyecto de partido orgánico se traduzca en algo más que una izquierda –nueva y finalmente– unida. Una especie de consumación posticipada del viejo proyecto anguitiano.
Si aceptamos este lugar común gramsciano, solo cabe considerar válida la idea de partido orgánico si equivale al proyecto de asamblea(s) constituyente(s) de la ciudadanía del cambio. Y ésta pone como condición la disolución en el proceso de los partidos y aparatos existentes. De lo contrario, volveremos a repetir el post festum, pestum.