Desde hace semanas se vienen disolviendo certezas. En el remolino de noticias y sensaciones se erige una única certidumbre nueva: la necesidad de parar. Nueva, aunque no tanto. Los espasmos se volvían vívidos por momentos, nos hacían creer que llegaría el vómito. Un 2019 con el mundo convulsionado. Insurreciones en paraísos mercantiles como Chile, rebeliones en el corazón del mayor productor capitalista de nuestra época, en Hong Kong, entre tantos otros acontecimientos que nos venían hablando de un corte de época que asomaba sus narices. Nos venía metiendo la lengua en el plato a escondidas. Pero luego, no. Normalidad nuevamente. La duda nos invadía. ¿Es que seremos un grupo de locxs desesperadxs por ver en cualquier disfuncionalidad de la globalización una crisis de este sistema de mierda? Normalidad una y otra vez, tras cada espasmo, junto con la frustración de que cambien cosas pero todo siga igual. Lo que sí: cada espasmo nos dejaba más marcado que la máquina que mueve al mundo es disfuncional, limitada. Olíamos la crisis, la sabíamos cercana, como un espectro que vivía entre nosotrxs. Pero los espasmos que la humanidad podía darse para retorcerse los veíamos desacertadamente incompletos, porque a la realidad nunca le falta ni le sobra nada. ¿Salir a la calle puede ser la única unidad de medida para la bronca? Tal vez sí nos creímos que somos máquinas y que podíamos exprimirnos sin límite salvo por nuestra tolerancia subjetiva.
Cada crisis es una lección al ego que siembra y cultiva cuidadosamente la lógica del capital-patriarcado (que por una cuestión de comodidad llamaremos simplemente capital, pero asumiendo la tesis de Scholz, sobre la que nos explayaremos unos parráfos más adelante, según la que capital y patriarcado comparten una misma lógica, se amalgaman en la forma-valor capitalista, la forma que adquiere la acumulación de riquezas en el capitalismo, la abstracción que rige la lógica sistémica, el punto inquebrantable de la economía capitalista de donde se deriva el mercado, la crisis y la explotación –«El patriarcado productor de mercancías»; «El valor es el hombre»-). Tomar dimensión de todo lo que nos genera dependencia, de lo artificial de nuestra existencia en tanto individuos, de lo limitado de nuestra capacidad de comprender la realidad bajo los parámetros aún legados de la Revolución Francesa y el estado de derecho. Asumir eso es también la necesidad de abrir lugar a preguntas nuevas, categorías nuevas – o que puedan reponer lo nuevo que trae el cambio planetario dramático que hoy se experimenta-, sin renegar de lo viejo.
La crisis que veíamos en ciernes llegó de la mano de un virus. Un bichito. Berardi plantea durante el comienzo de su bitácora sobre esta crisis que lo que se viene vislumbrando es la corrección de un desfasaje entre un sistema en crisis, con una sociedad que muestra síntomas de desaceleración, y un intento políticoeconómico de relanzar la acumulación compulsivamente -al igual que en cada crisis recurrente del capitalismo-. Pero los cuerpos no son máquinas inagotables -como desea el capital- y se agotaron, necesitaron parar. A escala global, estando en el punto más avanzado de la globalización que la humanidad haya conocido. La crisis invadió a los países con mayor desarrolo de capital, y por tanto de mayor productividad, mayor desarrollo de las fuerzas productivas y circulaciónde mercancías. La crisis no explotó por un default, ni por la incapacidad del estado para absorber las contradicciones sociales canalizandolas por vía institucional, etc. No hubo grandes revueltas ni revoluciones. Si hubo espamos: permanentes arcadas de quienes ven sus vidas degradarse y desangrarse por el ajuste, la ignominia creciente que impone la lógica del capital.
Pero el virus no es sólo un virus. No sólo un desastre, un peligro, un pánico o un miedo apoderandose de mentes, almas y corazones. Después de la crisis biológica, llegará la situación económica. O mejor dicho, la segunda confluirá de lleno con la primera, cuando el freno a la producción, la desaceleración, comience a chocar con la ley del valor que gobierna directa e indirectamente a la civilización capitalista. No hace falta demasiado análisis para entender que es imposible mantener los altísimos niveles de consumo tal como los conocíamos si la producción en el mundo baja día tras día. El dinero pierde su encantamiento, su fetiche divino que obnuvila nuestras vidas. Pierde cada vez más capacidad de compra. En definitiva, pierde su función de mediar las relaciones entre humanxs, las relaciones entre humanxs y cosas y entre humanxs y naturaleza, porque la producción mercantil se desacelera. Lo que es decir: la producción de valor se desacelera. Un dogma inquebrantable para el capitalismo. Lo que la política no resuelva a través de ajustes comandados por los gobiernos de los estados, lo impondrá la inflación, o la hiperinflación. Dentro del capitalismo, las cosas serán así, no hay vuelta que darle. No importa con quién nos enojemos.
La contradicción entre la producción capitalista -producción de valor- y la reproducción de la vida, se profundiza. Pasa al centro de la escena. Su dinámica motriz fue tomando cada vez más forma. En particular desde el «declive» de la clase obrera tradicional, el estado de bienestar hecho y derecho. En otras palabras, desde el ascenso de la fase neoliberal del capitalismo. El movimiento feminista, o al menos una parte de éste, crecen al darle de lleno en esta contradicción. El problema que se nos presenta aquí es que, al mismo tiempo, Capital – Vida no son sólo contradicción, también son unidad. Una irresoluble unidad contradictoria. Colisionan, pero se atraen a la vez. Nuestra angustia yace precisamente en que nuestra vida depende del capital. Cuando la rueda del valor se frena, cuando la crisis se apresencia, nos anoticiamos de que no podemos vivir sin él. No sabemos vivir sin él. El pánico de la escasez se materializa en la góndola vacía, en nuestra incapacidad para plantar hasta una lechuga, por carecer del conocimiento y/o de la tierra. Porque sin el mercado en funcionamiento nuestro estomago no se llena. Pero, en última instancia, Capital y Vida son necesariamente incompatibles en el largo plazo.
Lxs apologetas del mercado, paradxs desde la economía sistémica piden beneficios para el capital, que vendrían a traernos competencia y abaratamiento de costos para la población. Lxs apologetas del estado, paradxs desde un politicismo total, plantean que la subjetividad del capitalista individual es demasiado ávara, y nos proponen un despliegue amplio de un estado presente para montar un capitalismo «nacional, popular, con justicia social», que proteja a sus indefensas criaturas. Pero se olvidan que en una economía regida por la ley del valor, no hay capitalismo humano posible, la crisis se impone como resultado regularmente en esta economía contradictoria, y la crisis la pagan siempre lxs mismxs. Para colmo, en muchas ocasiones se despliega mucho más aún en los intentos de redistribuir lo que el capital se apropia. ¿Puede ser el estado la salida a esta encerrona? Desde nuestra mirada, en la desestructuración de lo cotidiano que en el hoy se establece, pueden germinar nuevas formas de lo público, que se coloquen por fuera del estado, el mercado, y el capital en general. Es decir, que siembren nuevas formas autónomas de vivir en comunidad, nuevas formas de habitar lo público por fuera de las formas hegemónicas que gobiernan nuestras vidas.
Breve disgresión filosófica
En estas semanas han circulado todo tipo de notas de análisis, de opinión y aproximaciones de coyunturas nacionales, internacionales, intergalácticas. Muchas han sido muy estimulantes, pero una mayoría han hecho gala de un progresismo que ve en el estado de derecho una salida de los problemas de la humanidad. La idea de que la mera buena voluntad de los gobiernos (como si esta no sufriera ninguna determinaciónni limitación) puede sacarnos del atolladero se ha impuesto como sentido común. Se habla desde una «policía del cuidado» hasta de un «estado maternal». «El estado somos todos», «estado cientifico», etc, etc. Desde una preocupación profunda, queremos discutir brevemente estas nociones desde otra filosofía. En términos generales, para nosotrxs, el problema principal no subyace en cómo redistribuir la riqueza del capitalismo (con algún impuesto o un ingreso ciudadano), generada a base de la miseria y la alienación masificada, sino que el problema es esa riqueza en sí misma, y en última instancia, la imposibilidad de reformar el valor, es decir, de reformar el capitalismo.
Si partimos de la base de que atravesamos una crisis civilizatoria que enfrenta a la vida con el capital, no podemos proponernos salir de la crisis con más capitalismo. La mayor de las veces, se piensa al estado y al mercado como dos esferas enfrentadas, como un juego de suma cero, y por ende, se propone la ampliación del estado o la idea de «montaje de un estado garante» sin una cabal comprensión de que eso también es pedir «más capitalismo». Se ha construído la idea de que reemplazar mercado con mucho, mucho estado, sería sinónimo de igualdad y progreso. ¿Es esto lo que queremos, una sociedad donde el estado reemplace al mercado? ¿Tapar una mierda con otra? Más aún, ¿Es esto posible? Desde nuestra visión, un error fundamental está en concebir al capital como un grupo de personas tenebrosas que tienen un desprecio general hacia el mundo y la humanidad. No discutimos que estas personas existan, pero creemos que no es posible comprender al capital sólo desde un plano subjetivo o concreto, sin comprender su dimensión objetiva e impersonal. Nuestra crítica no es una crítica moral. El capital es, antes que un grupo de personas concretas, una lógica de relaciones sociales totalizante, expansiva, que tiene como axioma el crecimiento compulsivo, la maximización de ganancias, la eficiencia, la transformación de todos los frutos del trabajo humanos en mercancías y la explotación. Esta es la lógica irreformable. Aunque desapareciera Rockefeller, Trump y todos esos oscuros personajes, de la noche a la mañana, si la abstracción del capital y el valor siguen en pie, el capital volverá a absorber sujetos que encarnen su lógica para recomponerse. De lo que se trata, es de salir de sus tentáculos ofreciendo una nueva lógica desde la vida.
Las relaciones sociales del capitalismo tienen la particularidad de que los frutos del trabajo propio de esta relación, adquieren la forma mercancía. La mercancía tiene como carácteristica principal su carácter bifacético: no sólo es un valor de uso que satisface necesidades concretas. Es además -y principalmente-, un valor. La forma abstracta de riquezas que hace a las mercancías plausibles de igualarse entre sí para ser intercambiadas, según su magnitud de valor. La cantidad de trabajo abstracto que contienen. El trabajo concreto, las capacidades individuales de cada quien para imprimirle sus cualidades subjetivas a las actividades que se realizan, pierde importancia en el imperio del trabajo abstracto. La forma-dinero, en la producción capitalista de valor, no es un elemento arbitrario, subjetivo: deviene como mercancía necesaria, que cumple el rol objetivo de equivalente para el intercambio general, la escala por excelencia de las magnitudes de valor de cada mercancía. El capitalismo, la sociedad donde el trabajo como relación social produce bajo la forma mercancía, tiene como característica fundamental que su producción es por y para el valor. Se produce por su condición de ganancia capitalista en potencia y su posterior conversión en capital nuevamente. Nunca importa el producto de un trabajo por su valor de uso, por su capacidad concreta de satisfacer necesidades. La humanidad produce mercancías, pero la producción de mercancías termina apoderandose de la humanidad, produciendo a la humanidad. Las necesidades humanas (ni que hablar de las del medio ambiente o de la vida en general), adquieren carácter secundario no por la mala voluntad de los gobiernos o las empresas, ni por su avaricia, ni por algún tipo de incapacidad, sino por la misma lógica que domina la sociedad capitalista. El axioma de maximización de la ganancia. Un trabajo, en el sentido que el capitalismo le da, no vale por la destreza, la pasión, el amor que el producto de este trabajo contiene. La lógica del valor, como lógica universalizante, totalizante, que expande la hegemonía capitalista en cada ciclo de acumulación al punto de valorizar cada vez más territorios, cuerpos y nuestro tiempo futuro, es el más grande atentado contra la vida misma, como se evidencia dramáticamente en esta coyuntura.
Así, se define incorrectamente al capitalismo, si se lo hace al nivel de las clases sociales, de una sociedad de propietarios privados de los medios de producción y/o reproducción. Es eso también, pero no puede definirse así. En su nivel más lógico, más abstracto, más fundamental, el capitalismo es, antes que nada, es una sociedad de poseedores y productores de mercancías (nuestra fuerza de trabajo, entre ellsa), donde la riqueza se acumula a través de la forma de valor. De aquí nace el fetichismo de la mercancía que constituye a la sociedad capitalista. No hay sencillamente un endiosamiento subjetivo del mercado, que bastaría con «desenmascararlo» frente al mund para que se caiga su show (como sugiere la izquierda en general), sino una capacidad objetiva de la producción mercantil de dominar nuestras vidas y mercantilizarlas.
Las hipótesis de Scholz acerca de la escisión del valor, previamente mencionada, señala que es la propia forma-valor, que adquiere la riqueza capitalista, la que parte de un presupuesto sexualmente patriarcal, presente en la producción e intercambio de mercancías. Es decir que el patriarcado se encuentra en la raíz de la socialización por el valor. Como escribe en el trabajo que inaugura su tesis «el valor es el hombre»: «todo contenido sensible que no es absorbido en la forma abstracta del valor, a pesar de permanecer como presupuesto de la reproducción social, se delega en la mujer.» En otras palabras, el valor tiene otra cara invisibilizada, su escisión, que lo hace posible: todo lo que no es idéntico a su lógica. Esto se expresa en la dialéctica entre lo masculino y lo femenino. Para Scholz, «la relación jerárquica de los géneros en el patriarcado capitalista está determinada fundamentalmente por la separación de cualidades, adjudicaciones y actividades específicas, típicamente «femeninas» que no pueden ser subsumidas a la forma valor ni a la abstracción ‘trabajo’.» En estas dos dimensiones del valor, lo que es factible de una traducción dineraria deviene principio masculino (lo público, el trabajo asalariado, la competitividad, la velocidad, la aceleración), a la vez que lo que no encuentra posibilidades para dicha traducción se relaciona con lo poco valorado, lo irracional, lo sensible, emocional, lo invisibilizado, lo que no contiene estatus de realidad para la sociedad capitalista. Todo esto se asigna a la feminidad. Entonces, la forma-valor no está asexuada: lo que no es asimilado por ella queda invisibilizado, aunque no deje de ser fundamental para su existencia, y así establece el patriarcado-capitalista una jerarquía de géneros que se profundiza a medida que este expande su lógica. Así, encontramos un límite intrínseco de la economia capitalista para feminizarse. En este sentido, podemos entender los procesos de reprivatización de la reproducción social en cada época de crisis,como una muestra de la vinculación intrínseca entre la privatización de espacios tradicionalmente feminizados (como la educación o la salud), con todo aquello que no valoriza directamente capital, tachado como lo improductivo, los gastos irracionales, etc.
Por todo esto, en el capitalismo, encontramos un desdoblamiento entre producción económica y reproducción social, que es un elemento necesario para la expansión de la lógica de la forma valor, como parte del desdoblamiento entre el valor y su escisión. Ambas esferas se necesitan mutuamente. No hay producción sin reproducción, no hay sociedad capitalista sin los trabajos de cuidado. Sin embargo, en esta sociedad, la esfera del valor subordina a la de su escisión. Esto no implica plantear que lo femenino deriva de lo masculino sino de dos lógicas diferentes que se articulan en una totalidad social. En un plano menos abstracto, el conjunto de lo social está atravesado por ambas caras a la vez, el valor y su escisión, con distintas escalas de intensidad de cada una en toda relación social. Hay dos lógicas diferenciadas pero articuladas que conviven. Separación en la unidad. Los trabajos reproductivos, de cuidados, son, en términos generales, meros valores de uso para necesidades humanas, trabajos concretos, que no producen valor -en el sentido que el capital anhela-, por lo que no adquieren forma mercancía, ni devienen potencial ganancia capitalista. No al menos hasta hoy. Desde la mirada de Scholz -y desde la nuestra también-, lejos de pelear por una integración al caldero del valor como ciudadanxs con igualdad de derecho, tomamos esta escisión del valor de los trabajos reproductivos como una potencia crítica del Trabajo -como relación social capitalista-, y por tanto, como potencia emancipadora, punto de fuga para ofrecer una forma alternativa de relación de la humanidad entre sí, de la humanidad con la naturaleza.
Llegado este punto, es preciso diferenciar la idea de los trabajos como actividad ontológica o transhistórica donde la humanidad se vinculaba con el medio, transformandolo y materializando su existencia, del Trabajo en el sentido de relación en la que el capital produce valor y acumula riquezas, relación que se expande junto al capital. El Trabajo, remunerado, históricamente masculinizado, es el trabajo productor de valor en el sentido capitalista. No queremos asimilar todos los trabajos de cuidados o reproductivos, al Trabajo capitalista y masculino, al trabajo veloz y donde prima la competencia, para obtener un reconocimiento de nuestro verdugo. Reivindicamos la escisión desde una perspectiva radical de ruptura con la sociedad patriarcal-capitalista, ruptura con el reino del valor, ruptura con el Trabajo alienado del capitalismo. Ruptura con la sociedad donde nuestros trabajos son una mercancía y sus productos también. Ruptura con una sociedad donde el trabajo muerto se come al trabajo vivo y el trabajo abstracto al trabajo concreto. Hacemos una crítica de todos los Trabajos, porque creemos que la abolición del Trabajo como relación productora de valor y riqueza capitalista, es la única respuesta de vida a la crisis civilizatoria con la que nos enfrenta esta sociedad alienada. Criticamos la relación en si misma porque queremos superarla. Porque queremos, en última instancia, romper la separación entre producción y reproducción, entre economía y política.
Por otro lado, se hace necesario reconceptualizar al estado a la luz también de la forma valor y las determinaciones que esta impone en nuestra sociedad. Como ha sido señalado en el debate conocido como debate sobre la derivación del estado, principalmente en los trabajos de Hirsch, el momento de libertad e igualdad propio de la libre circulación y venta de mercancías, impone un límite a la coerción directa del capital en la esfera de la producción privada. Toda relación de explotación conlleva coerción, pero los límites que la igualdad formal y el derecho imponen en su ejercicio directo, hacen que la coerción en la explotación capitalista se desincruste de esta relación, se exteriorice en la esfera pública, adquiriendo la forma estado. Esto es lo que nos diferencia de una sociedad esclavista, donde no había límites a la coerción directa -un patrón no puede obligarnos a hacer lo que desee con nosotrxs, sino seríamos esclavxs-. Esta es la contracara de nuestra condición de igualdad formal jurídica como ciudadanxs (la personería jurídica que el estado le da a nuestra existencia). Esta exteriorización es necesaria para mantener la apariencia de igualdad jurídica, en el derecho de ciudadanxs-mercancía con la que el capital vela, esconde su condición alienante. Por lo tanto, cada integrante de la clase dominante encuentra relativamente acotada su capacidad privada de de uso de la fuerza.
A su vez, en la cadena económica del capitalismo, no hay sólo producción, sino circulación y venta, que es el momento económico donde la plusvalía extraída privadamente se «realiza» como ganancia. En este proceso de circulación y venta, el capital se encuentra frente a la necesidad de darle funcionamiento colectivo a un sistema que conlleva una «racionalidad» privada. El capital necesita una sociedad global de asalariadxs que, por lo tanto, posean capacidad para comprar mercancías, logrando así el capital colectivamente «realizar» las plusvalías apropiadas privadamente. Esto es lo que se conoce como plusvalía social global producida por el conjunto de la sociedad – tasa media de ganancia para el capital-: en última instancia el capital comienza apropiandose de nuestros trabajos privadamente pero completa colectivamente el proceso de conversión de plusvalía en ganancia. El estado, cumple aquí un papel fundamental para el capital, como garante de la circulación y venta de mercancías en un territorio nacional, como estimulador del consumo de la población, como regulador de la circulación de moneda, como delimitador de un espacio nacional de valor. En otras palabras, la forma estado intenta darle algún tipo de organización global a los caóticos ciclos de acumulación del capital, que por su propia lógica individualizante, tienden objetivamente a disgregarse, a no actuar con «conciencia colectiva» y finalmente a entrar en crisis.
Llegado este punto, podemos definir al estado como una relación social, el elemento político de la relación social de explotación -expresado en la esfera pública- con la que el capital genera valor. Una relación que tiene como contracara económica al mercado, en la esfera privada. Aquí yace el fetichismo del estado, el ocultamiento del estado como relación social, para presentarse como algo que no es, o que es sólo en apariencia: representante del interés general -«el estado somos todxs»-. No podemos definirlo sencillamente como un instrumento neutral que usa un grupo para su beneficio, o como un aparato materializado en instituciones. La propia reproducción material del estado depende de un exitoso ciclo económico de acumulación del capital. Por lo tanto, no es neutral. Estas definiciones nos nublan más que aclarar las posibilidades de entender la relación dialéctica entre economía y política. El capitalismo es el reino del permanente proceso de separación de ambas esferas. Ese es su permanente desafío. En cada crisis, la política, la democracia, revela su escasa autonomía con respecto a la economía. La crisis económica «acomoda», en última instancia, los intentos políticos de reformar el capitalismo, o de redistribuir sus riquezas. Para las visiones estatistas, entonces, el estado tendría el mérito de morigerar el despotismo individual, la superexplotación, garantizar una explotación con ciertos derechos, cierto estandar de consumo, pero nunca se pondría así en cuestión la propia idea de valorización de la vida, del trabajo alienado y de explotación y opresión que palpita en cada tiempo y espacio de esta sociedad. El estado, garante de la vida, sólo en su necesidad de limitar la maximización de la ganancia, que atenta contra la vida de quienes necesita explotar. La pregunta sería: ¿Realmente deseamos garantizar nuestra reproducción vital firmando un pacto de muerte en vida con la sociedad? ¿Queremos entregarle nuestra reproducción a un estado que encorsete nuestra vida bajo los parámetros mortíferos del capital? Un estado que disipa la forma-vivir. Lo que nos vendieron como democratización del consumo no es más que alienación enfermiza. El Capital desprecia la vida que, sin embargo, necesita, dice Marcelo Percia en una nota recientemente publicada.
En las últimas décadas se ha expandido la idea de que la crisis es sólo un problema subjetivo, o de voluntades políticas. ¿Todo es moldeable? ¿Todo es política, correlación de fuerzas concretas? Las crisis, así, serían decisiones subjetivas de personas malvadas, especuladoras, con una subjetividad neoliberal. ¿Podría haber un capitalismo no-neoliberal con estado de bienestar o es esta la única forma posible de capitalismo posible según las necesidades de la acumulación actuales? Desde nuestra mirada, las crisis son un elemento intrínseco en los propios axiomas de crecimiento compulsivo del capital, que produce cada vez más a costa de una población que cada vez posee menos valor para consumir. He aquí la locura de las crisis de sobreproducción, crisis de abundancia, que se dan en el capitalismo. La crisis se desarrolla como un cúmulo de acciones caóticas, impersonales y desordenadas propias de la lógica impersonal de las relaciones sociales capitalistas. No se impone la crisis por un grupo con conciencia colectiva conspirando activamente por desatarla -aunque sí los haya, no es lo determinante- y si así fuera sólo podría elegir cuándo comienza pero no cuándo acaba. Cada parte del capital responde frente a ella defendiendo sus intereses privados descoordinadamente. No existe una conciencia de clase colectiva de los capitalistas. Viendo las cosas así, se pierde a la economía como relación total en el capitalismo.
Los ideologos neoliberales que proponen la privatización de todos los servicios públicos no son los culpables de que los sistemas de salud esten en ruinas. Se necesita invertir la lógica. No pasan estas cosas porque la derecha avance. La derecha avanza por expresar un momento de verdad en la sociedad capitalista: las necesidades del capital y su acumulación en un determinado momento histórico. Por más tenaz que se plantee la resistencia a la desregulacion laboral, la precarización de la vida, la economía de plataformas, etc, la tendencia que el capital exige compulsivamente es acomodarse a la acumulación en su fase neoliberal. Una resistencia que se mantiene dentro de los márgenes del sistema no puede evitar la fuga de capitales y, en última instancia la crisis, ya que la economía capitalista necesita del capital para vivir. Nunca las crisis del sistema, en el marco del sistema, las pagó el capital.
Del mismo modo, los progresismos «populistas» o estatistas expresan un momento de verdad con su «keynesianismo», tan recurrente en tiempos de crisis. Invocar la intervención del estado para relanzar la producción, estimular el consumo para reactivar la producción, garantizar buenos servicios públicos que abaraten el costo de vida de la mano de obra… En fin, su momento de verdad es imprimirle alguna precaria e inestable racionalidad global, por algún momento, a los enormes desbarajustes económicos que la irracionalidad del propio sistema genera y que derivan en la crisis, pero sin cuestionar ningún nervio fundamental de ese sistema. ¿Podría haber un estado capitalista protector, proveedor, «a favor de la vida» o sólo prolonga la vida en las penuriosas condiciones de muerte que el sistema impone en sus crisis y en sus normalidades? Como dice un amigo: keynesianos y liberales, en su eterna batalla, expresan distintos momentos de verdad del capital. El momento del mercado y el momento del estado: las dos caras de la moneda del capital. Una vida que valga la pena ser vivida es una que salga de estas formas que dominan nuestra vida.
No nos peleamos con un grupo delimitado de personas malvadas. Nos peleamos contra una lógica, una abstracción, un axioma que mueve nuestras vidas como marionetas y nos neurotiza. Una lógica que impone la crisis como mecanismo impersonal de tragedia rutinaria. Nos peleamos contra nosotrxs mismxs por tener esa lógica internalizada hasta la médula, por ser nosotrxs mismxs mercancías, actuadxs por el capital.
Parar y titubear. La hora de las preguntas sin horas.
Hoy la tierra se purga. Se sacude y se corre de la barbarie que la humanidad le ha propinado, especialmente en 5 siglos de modernidad capitalista. Asistimos a un momento de mucha muerte. Muerte por el virus, muerte porque es inevitable pensar en grandes guerras con las contradicciones insalvables de la economía, la escasez de recursos, las disputas imperiales, que ahora se ponen aún más en tensión por la profundización de la crisis. Porque sabemos que es una economía que no puede parar, y no parar es muerte. Los rebrotes son una consecuencia esperable de la compulsión con que la economía va a exigir la reactivación productiva. Lo que ya en los hechos se ha frenado de la producción profundiza la crisis de la acumulación. Acumulación que nos necesita vivxs para explotarnos. Crisis que sólo puede encontrar guerra y represión social como reactivación productiva, atomización social y virtualización de la vida. Todos los caminos del capital conducen a la muerte. ¿Estaremos presenciando la decadencia yanki y el potencial ascenso chino? ¿Cuánta guerra podría traer eso? ¿Un mundo donde cada vez viven más personas en las urbes y menos en el campo es realmente sostenible?
Presenciamos un Apocalipsis, pero no porque habrá dioses salvadores, ni cielos, ni infiernos, ni demonios. No se acabará la humanidad. Este es un apocalipsis más humilde, menos pretencioso. Lo que asistimos es a la muerte de un mundo, de una era, de una normalidad, de una civilización, de una forma de vivir en sociedad, de una forma de ejercicio del poder. El capital llegó al mundo chorreando lodo y sangre. Con sangre ha pintado su presencia en el planeta, convidandonos la cotidiana y rutinaria barbarie de la civilización. ¿Estamos frente al punto más alto de la crisis civilizatoria o seguirá creciendo? Ya hace rato presenciabamos cómo las crisis ciclicas eran sorteadas ampliando las barreras del capital en tiempo y en espacio o cómo la lógica de la maximización de la ganancia relegaba a la miseria absoluta a cantidades cada vez más exponenciales de la población y atentaba contra el planeta. Ahora también tomamos registro en primera mano de cómo la agricultura y la ganadería industrial capitalista -ese sueño sigloveintesco de la URSS y Estados Unidos de convertir sus campos en una gran fábrica- son el caldo de cultivo para la proliferación de pandemias cada vez más agresivas, como demuestran en sus libros biólogos como Robert Wallace (Big farms make big flu). Seguir ampliando los alcances de la lógica del valor como respuesta a cada crisis, es la forma más segura de caminar hacia nuestra autodestrucción.
Sin embargo, tras la muerte sigue la vida. Pensar la vida por fuera del valor y del capital es posible. No sabemos ni cuándo ni cómo pero sabemos que es posible. Si venimos desde hace años -que son siglos- buscando una ventanita, un agujerito en esta matrix, en este cementerio, en estas cuatro paredes de infinito concreto que se nos construyeron a cada punto cardinal; si llevamos tanto tiempo buscando algún orificio para respirar aire puro, para pensar una alternativa de vida que pueda rehuirle al valor, la tenemos en ciernes. O tal vez sólo sea mi deseo, nuestro deseo. En última instancia, hay que ser arbitrario para hacer cualquier cosa, predica un poema. Que esta sea la hora de precisar nuevas arbitrariedades nuestras, podría ser un buen punto de partida. Si cada ciclo de acumulación amplía la hegemonía del capital, el momento de crisis puede ser tierra fertil para ampliar otra lógica por fuera del valor, puede dar oxígeno a un nuevo contenido de la política, fuera de los estrechos márgenes del sistema. La crisis puede significar el fin de la política y el principio de otra política que ponga los pies fuera del plato. Momento de hacer síntesis para fundar una praxis, momento de creatividad. ¿Podemos aprender a crear otras formas de comunidad, otras formas de vida? Momento de sembrar autonomía del capital, de recuperar saberes expropiados. Las experiencias de autonomía comunitaria tienen hoy muchas cosas para decirnos. A la par de la destrucción y el caos se abre un lugar para una creación. Una pintura sobre lienzos nuevos con colores con los que nunca habíamos jugado. Ciega, la vida nueva es como un verso al revés, como amor por descifrar, como un dios en edad de jugar.
Aceptar la muerte que se nos apresencia, la angustia que trae, es aceptar la posibilidad de vivir una nueva vida. El miedo es el desconocimiento absoluto en el que nos encontramos para proyectarla. El miedo es el que puja en nuestros deseos más íntimos porque vuelva la normalidad: volver a vivir nuestras viejas vidas conocidas. Una normalidad que nos abofeteaba la cara cotidianamente pero que tenía algo para ofrecernos, embelezarnos. Alguna certeza para atarse. No se confunda, no se está planteando aquí que estemos en puertas de un momento revolucionario. Este es momento de calmar la ansiedad, el inmediatismo, la impulsividad de la intervención. Aleccionar el ego es saber que no siempre es momento de intervenir. Despojarse del estar activx como mandato. Eso es productivismo y el productivismo es la puerta giratoria al mundo del valor. Este es el momento del parate. Este aquí y ahora nos llama a la introspección profunda. A prepararse para un futuro muy próximo que va a demandar muchisima energía creativa. Por debajo de lo visible pasan otras cosas, germinan otros sentires. Lo podrido se vuelve más insoportable o más dificil de evadir. La experiencia vital de un mercado y un estado que ya no pueden garantizar la vida es una huella indeleble que se tatúa sobre una gran parte de la humanidad.
Se cree más en los milagros a la hora del entierro. La experiencia global de un fin, de sentir la muerte tan de cerca, nos libera. Como un espíritu milenarista que, al anunciar un fin, nos abre todas las posibilidades, nos libera de la moral vieja. Las prioridades vitales se vuelven mucho más extremas y urgentes. Sin esperanza y sin miedo podría ser tal vez una frase que resuma nuestros sentires presentes y futuros. Lo siempre pospuesto por la inercia productiva, el deseo profundo, la pulsión vital, se vuelve asunto de primer orden cuando la muerte se huele de cerca. Cuando el futuro deja de darse por sentado.
La ilustración ha sembrado la creencia de que es la razón pura la que guía a la sociedad en sus decisiones. La izquierda históricamente ha hecho gala de sus creencias iluministas, de esta jerarquía del pensamiento sobre el sentimiento. El sentido común, como el término indica es un sentir, yace en el orden de lo sensible. Es lo sensible lo que abre ahora las puertas para conmoverse, replantear la forma de vida. Armonía creativa del sentir y el pensar, permanentemente en proceso de separación por la alienación cotidiana. Armonía economía-política, colectivo-individuo,, cuerpo-espíritu. Tal vez crear una praxis sea reconciliar todo lo permanentemente separado, disgregado por el capital. Con-moverse, o moverse con. Con otrxs, con nuestrxs pares. La energía del movimiento colectivo que porta intrínsecamente cambio y creación. La negación de la inercia capitalista que lleva a la parálisis, de la quietud anestesiada, del movimiento-sin-conciencia (ni del propio ni del de lxs otrxs) que no es más que el capital actuándonos, la rutina moviendonos inconscientes.
Lo que sigue es simplemente un ejercicio especulativo, casi como un juego que sirva a la reflexión. Alguna ficción que intente reponer un futuro incierto en estos tiempos donde la realidad y la ficción se presentan siamesas. ¿Qué de lo viejo puede permanecer? En este mismo momento y lugar, el estado parece avanzar, refuerza su poder de vigilancia. Se ha abierto un debate, por momentos inconducente, entre filosofxs contemporanexs, acerca de si la pandemia asesta un golpe mortal para el capitalismo, o si por el contrario, lo refuerza. Pero las crisis son momentos donde ambas pueden superponerse. A los dilemas subjetivismo u objetivismo / voluntarismo o estructuralismo, les respondemos: ninguna de las dos o ambas a la vez. Desde un enfoque, no hay ninguna posibilidad de acción. Desde el otro, todo está en nuestras manos. Y en el fondo todas esas respuestas nos dejan un sabor amargo.
Se habla de un futuro tecno-totalitario. Pero esta es probablemente una visión inmediatista, o imparcial. ¿No estaremos en verdad asistiendo a la agonía de la forma estado en el medio/largo plazo? ¿No se estará realizando frente a nosotrxs un salto de calidad en las atribuciones del mercado y en sus capacidades de mediar la reproducción, la vida? ¿Cómo podría el mercado ejercer la vigilancia? Materialmente los estados penden cada vez más de un hilo. Las crisis economicas se les presentan cada vez más seguido. Hoy lo que está en peligro es la producción capitalista. Entonces, una vez cumplida su función inmediata de relanzar la acumulación, el ciclo productivo, probablemente amplificando la represión, ¿cuál será su razón de ser? ¿Cómo podría recomponrse su hegemonía cuando se revelan cada vez más como un escollo para una acumulación que peligra solo necesario para el relanzamiento productivo? ¿Y si tal vez lo que está sucediendo es que el mercado logra ser solitariamente el integrador internacional de los vinculos humanos?
Además de tendencias de integración mundial, de globalización mercantil, podríamos señalar tendencias contrarias. Si en las formas de la guerra y la violencia se encuentran prefiguraciones de la dinámica futura del capital -luego expandidas hacia vastas esferas de la sociedad-, podemos pensar en la guerra de hoy, donde lo civil y lo militar se superponen y se confunden, cada vez más. La guerra tendencialmente deja de ser llevada a cabo por estados para ser desplegada por compañías militares privadas (¿subsunción de la guerra al capital?). Estas operan libremente, sin que se le apliquen causas de crímenes de guerra, por ser estos una materia codificada jurídicamente entre estados y no entre privados. Estos nuevos soldados son trabajadores asalariados de la guerra, una hueste privada. El tipo de guerra como la que se impone en Venezuela desde hace varios años también muestra una tendencia a disgregar los estados, a que las corporaciones economicas, frente a su incapacidad de controlar los gobiernos, pasen a tomar control material de las zonas de recursos de interés para el capital (minerales, energeticos) o de las grandes urbes, y el resto quede librado a su suerte. ¿Y si esa es la forma del mundo del futuro? El medio oriente se divide entre bandas que, con discurso fundamentalista religioso, construyen su poder sobre la base de garantizarle protección a vidas desesperadas por permanentes conflictos bélicos. Los estados cada vez hacen menos pie allí para imponer algún tipo de orden, para garantizar algún tipo de protección. En las barriadas de America Latina este rol pasan a ocuparlo evangelistas y narcos. Las formas de la guerra y la violencia nos muestran tendencias disolventes, que colisionan con la tendencia a la integración. Nuestra propia existencia entra en contradicción. Al mismo tiempo que la globalización nos atomiza, nos individualiza, también nos esta homogeneizando como ciudadanxs-mercancía (ahora también, igualadxs como portadorxs de virus en potencia). Cada vez somos más diferentes, cada vez somos más identicxs.
Tal vez radique aquí lo incompleto del pronóstico del «tecno-totalitarismo». Este puede ser el destino más probable para el mundo capitalista, sobre todo para sus regiones eonomicamente neurálgicas – sea por su disponibilidad de recursos, sea por la productividad de su industria, sea por la abundancia de mano de obra barata-. Pero algo así es difícil imaginarlo a escala global. No podemos nunca tomar como un dato fijo la continuidad global del sistema. ¿y si esta vez se rompe la cadena o alguno de sus eslabones? Tal vez otras regiones simplemente retrocedan en su desarrollo tecnológico, quedando allí la vida librada a su suerte. Otras regiones tal vez simplemente sean «reservas» del «mundo». La hiper-virtualización puede ser uno de los destinos más probables para la humanidad en un futuro próximo. Pero tal vez no para la humanidad toda. El retorno al control de la tierra, de territorios, a lógicas comunitarias, puede ser otro destino posible, una alternativa de vida allí en las fisuras, en los territorios donde la acumulación depende de estados que flaquean cada vez más, donde el capital no logra completar su hegemonía.
Pensar que la normalidad como la conociamos puede volver es atarse a lo viejo. Lo viejo sigue vivo. Aún no muere. ¿Agoniza? Nuestras preguntas, nuestras miradas, se posan en lo nuevo que está naciendo en el horizonte. Si la política nos mató con su pragmatismo berreta, con su correr atrás de la zanahora, una nueva filosofía, una nueva praxis, nos abre la puerta para forjar nuevos horizontes. Filosofía que sólo puede construirse al calor de las transformaciones, en una nueva práctica. Todo está por crearse y, tras el encierro de las cuarentenas, viene una libertad novedosa. ¿Que valvula de escape será posible una vez que se acaben las medidas de emergencia, una vez que sea posible reencontrarse con lo que de nosotrxs quedó privado, pausado? ¿Que nuevos hábitos se habrán constuido en la experiencia del encierro, qué quedará en el inconsciente colectivo, y sobre todo, cómo será la experiencia de liberación posterior?. He aquí un hueco de transformación subjetiva que puede darnos un poco de esperanza y un poco de temor. Entre esta experiencia de encierro y libertad, entre la incapacidad de los estados para garantizar-disipar la vida, podrá expandirse el fascismo, la represión, el espíritu milico, pero tal vez también en ese hueco se nos abre en potencia una reinvención de lo público, desde lo comunitario, fuera de la camisa de fuerza del sistema. Una novedad, una nueva percepción y experiencia de la sociedad, quién sabe, podría encontrarse más cerca de lo que nuestro pesimismo rutinario se imagina.