Yo suelo regresar eternamente al Eterno Regreso; en estas líneas procuraré (con el socorro de algunas ilustraciones históricas) definir sus tres modos fundamentales.
El primero ha sido imputado a Platón. Éste, en el trigésimo noveno párrafo del Timeo, afirma que los siete planetas, equilibradas sus diversas velocidades, regresarán al punto inicial de partida: revolución que constituye el año perfecto. Cicerón (De la naturaleza de los dioses, libro segundo) admite que no es fácil el cómputo de ese vasto período celestial, pero que ciertamente no se trata de un plazo ilimitado; en una de sus obras perdidas, le fija doce mil novecientos cincuenta y cuatro «de los que nosotros llamamos años» (Tácito: Diálogo de los oradores, 16). Muerto Platón, la astrología judiciaria cundió en Atenas. Esta ciencia, como nadie lo ignora, afirma que el destino de los hombres está regido por la posición de los astros. Algún astrólogo que no había examinado en vano el Timeo formuló este irreprochable argumento: si los períodos planetarios son cíclicos, también la historia universal lo será; al cabo de cada año platónico renacerán los mismos individuos y cumplirán el mismo destino. El tiempo atribuyó a Platón esa conjetura. El 1616 escribió Lucilio Vanini: «De nuevo Aquiles irá a Troya; renacerán las ceremonias y religiones; la historia humana se repite; nada hay ahora que no fue; lo que ha sido, será; pero todo ello en general, no (como determina Platón) en particular» (De admirandis naturae arcanis, diálogo 52). En 1643 Thomas Browne declaró en una de las notas del primer libro de la Religio medici: «Año de Platón —Plato’s year— es un curso de siglos después del cual todas las cosas recuperarán su estado anterior y Platón, en su escuela, de nuevo explicará esta doctrina.» En este primer modo de concebir el eterno regreso, el argumento es astrológico.
El segundo está vinculado a la gloria de Nietzsche, su más patético inventor o divulgador. Un principio algebraico lo justifica: la observación de que un número n de objetos —átomos en la hipótesis de Le Bon, fuerzas en la de Nietzsche, cuerpos simples en la del comunista Blanqui— es incapaz de un número infinito de variaciones.
De las tres doctrinas que he enumerado, la mejor razonada y la más compleja, es la de Blanqui. Éste, como Demócrito (Cicerón: Cuestiones académicas, libro segundo, 40), abarrota de mundos facsimilares y de mundos disímiles no sólo el tiempo sino el interminable espacio también. Su libro hermosamente se titula L’eternité par les astres; es de 1872. Muy anterior es un lacónico pero suficiente pasaje de David Hume; consta en los Dialogues concerning natural religión (1779) que se propuso traducir Schopenhauer; que yo sepa, nadie lo ha destacado hasta ahora. Lo traduzco literalmente: «No imaginemos la materia infinita, como lo hizo Epicuro; imaginémosla finita. Un número finito de partículas no es susceptible de infinitas trasposiciones; en una duración eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un número infinito de veces. Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido elaborado y aniquilado, y será elaborado y aniquilado: infinitamente» (Dialogues, VIII).
De esta serie perpetua de historias universales idénticas observa Bertrand Russell: «Muchos escritores opinan que la historia es cíclica, que el presente estado del mundo, con sus pormenores más ínfimos, tarde o temprano volverá. ¿Cómo se formula esa hipótesis? Diremos que el estado posterior es numéricamente idéntico al anterior; no podemos, decir que ese estado ocurre dos veces, pues ello postularía un sistema cronológico —since that would imply a system of dating— que la hipótesis nos prohíbe. El caso equivaldría al de un hombre que da la vuelta al mundo: no dice que el punto de partida y el punto de llegada son dos lugares diferentes pero muy parecidos; dice que son el mismo lugar. La hipótesis de que la historia es cíclica puede enunciarse de esta manera: formemos el conjunto de todas las circunstancias contemporáneas de una circunstancia determinada; en ciertos casos todo el conjunto se precede a sí mismo» (An inquiry into meaning and truth, 1940, pág. 102).
Arribo al tercer modo de interpretar las eternas repeticiones: el menos pavoroso y melodramático, pero también el único imaginable. Quiero decir la concepción de ciclos similares, no idénticos. Imposible formar el catálogo infinito de autoridades: pienso en los días y las noches de Brahma; en los períodos cuyo inmóvil reloj es una pirámide, muy lentamente desgastada por el ala de un pájaro, que cada mil y un años la roza; en los hombres de Hesíodo, que degeneran desde el oro hasta el hierro; en el mundo de Heráclito, que es engendrado por el fuego y que cíclicamente devora el fuego; en el mundo de Séneca y de Crisipo, en su aniquilación por el fuego, en su renovación por el agua; en la cuarta bucólica de Virgilio y en el espléndido eco de Shelley; en el Eclesiastés; en los teósofos; en la historia decimal que ideó Condorcet, en Francis Bacon y en Uspenski; en Gerald Heard, en Spengler y en Vico; en Schopenhauer, en Emerson; en los First principles de Spencer y en Eureka de Poe… De tal profusión de testimonios bástame copiar uno, de Marco Aurelio: «Aunque los años de tu vida fueren tres mil o diez veces tres mil, recuerda que ninguno pierde otra vida que la que vive ahora ni vive otra que la que pierde. El término más largo y el más breve son, pues, iguales. El presente es de todos; morir es perder el presente, que es un lapso brevísimo. Nadie pierde el pasado ni el porvenir, pues a nadie pueden quitarle lo que no tiene. Recuerda que todas las cosas giran y vuelven a girar por las mismas órbitas y que para el espectador es igual verla un siglo o dos o infinitamente» (Reflexiones, 14).
Si leemos con alguna seriedad las líneas anteriores (id est, si nos resolvemos a no juzgarlas una mera exhortación o moralidad), veremos que declaran, o presuponen, dos curiosas ideas. La primera: negar la realidad del pasado y del porvenir. La enuncia este pasaje de Schopenhauer: «La forma de aparición de la voluntad es sólo el presente, no el pasado ni el porvenir: éstos no existen más que para el concepto y por el encadenamiento de la conciencia, sometida al principio de razón. Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es la forma de toda vida» (El mundo como voluntad y representación, primer tomo, 54). La segunda: negar, como el Eclesiastés, cualquier novedad. La conjetura de que todas las experiencias del hombre son (de algún modo) análogas, puede a primera vista parecer un mero empobrecimiento del mundo.
Si los destinos de Edgar Allan Poe, de los vikings, de Judas Iscariote y de mi lector secretamente son el mismo destino —el único destino posible—, la historia universal es la de un solo hombre. En rigor, Marco Aurelio no nos impone esta simplificación enigmática. (Yo imaginé hace tiempo un cuento fantástico, a la manera de León Bloy: un teólogo consagra toda su vida a confutar a un heresiarca; lo vence en intrincadas polémicas, lo denuncia, lo hace quemar; en el Cielo descubre que para Dios el heresiarca y él forman una sola persona.) Marco Aurelio afirma la analogía, no la identidad, de los muchos destinos individuales. Afirma que cualquier lapso —un siglo, un año, una sola noche, tal vez el inasible presente— contiene íntegramente la historia. En su forma extrema esa conjetura es de fácil refutación: un sabor difiere de otro sabor, diez minutos de dolor físico no equivalen a diez minutos de álgebra. Aplicada a grandes períodos, a los setenta años de edad que el Libro de los Salmos nos adjudica, la conjetura es verosímil o tolerable. Se reduce a afirmar que el número de percepciones, de emociones, de pensamientos, de vicisitudes humanas, es limitado, y que antes de la muerte lo agotaremos. Repite Marco Aurelio: «Quien ha mirado lo presente ha mirado todas las cosas: las que ocurrieron en el insondable pasado, las que ocurrirán en el porvenir» (Reflexiones, libro sexto, 37).
En tiempos de auge la conjetura de que la existencia del hombre es una cantidad constante, invariable, puede entristecer o irritar; en tiempos que declinan (como éstos), es la promesa de que ningún oprobio, ninguna calamidad, ningún dictador podrá empobrecernos.