La transmisión en vivo de los saqueos es grumosa como un cover: ya la escuchamos y al mismo tiempo la estamos escuchando por primera vez. El saqueo es inseparable del efecto de su repetición, y de su capacidad para teñir de crepúsculo cualquier atmósfera. El saqueo coagula en los medios como un malón que rasguña la periferia para llevarse algo. Y esa sustracción es leída como más o menos legítima según responda a la necesidad -insatisfecha- o al deseo -de consumo; a la espontaneidad -del que es arrojado a la calle por su desesperación- o a la organización -que tiene una racionalidad política y por lo tanto se mide con otra vara.
Los saqueos de diciembre pasado brotaron en tierras removidas por otra conflictividad. Aunque el rumor corría como la bronca del calor de fin de año sin energía eléctrica, los saqueos realmente existentes fueron hilos de una trama que se viene tejiendo desde la llamada “vuelta de la democracia” Toda gobernabilidad tiene su far west y las fuerzas de seguridad provinciales se iluminaron fugazmente como un animal amenazante, con una capacidad de daño que no se corresponde con la poca atención que se le presta en épocas de normalidad. Los saqueos se desparramaron allí donde la policía cesó sus servicios y mostraron otra cara más de la superposición entre fuerzas de seguridad y criminalidad. Una vez emparchado el gobierno policial y con la venta minorista lidiando con el problema de los precios, los saqueos volvieron a su latente puesto de frontera en el repertorio de lo que se hace cuando algo ya no se soporta más.
Voces oficiales, judiciales y periodísticas explicaron que los robos a comercios estuvieron instigados, en algunos casos -en Córdoba, por ejemplo- por los mismos policías que llevaban adelante la protesta salarial. Sin embargo la tesis de la instigación, aunque cierta, no alcanza para dar cuenta de quiénes eran los instigados y cuál la situación que les hizo poner el cuerpo a disposición de los sujetos interesados en estirar la violencia callejera el tiempo necesario para obtener respuesta a sus demandas. Tampoco alcanza, la tesis de la instigación, para explicar la cacería que desataron los vecinos y comerciantes hacia personas que intentaban robar mercadería o que respondían al estereotipo corporal del saqueador.
La policía de Córdoba se acuarteló el 3 de diciembre. Esa misma noche hubo saqueos en los barrios. Eduardo Bustamante y su amigo Javier Rodríguez iban en moto. Javier recibió un balazo en el torso, por la espalda. Murió antes de llegar al hospital. Tenía veinte años y fue el primero de los catorce muertos que hubo en todo el país. El primero de los olvidados.
El desván de la política
Los muertos de diciembre de 2001 aún se reseñan con imprecisión. El “más de treinta” que se suele usar en las efemérides generaliza a los fallecidos durante los saqueos, especialmente en el conurbano bonaerense. La mayor parte de los crímenes cometidos por las fuerzas de seguridad permanecen impunes: en la capital hubo siete muertos, pero recién en febrero pasado comenzó el juicio por la responsabilidad política y material de cinco de ellos. En Santa Fe, donde siete personas fueron asesinadas, hubo condenas a los autores materiales de dos muertes. La causa judicial por la responsabilidad política fue frenada tantas veces como fue necesario. Durante ese diciembre, al menos ocho personas fueron asesinadas por comerciantes. En varios de esos casos hubo condena judicial por el homicidio, en muchos otros ni siquiera se abrió una investigación.
Las personas informadas pueden reconocer los nombres de algunos de los muertos de 2001: se ha gritado “presente” al recordarlos, se les dedicaron canciones o documentales, algo de sus historias permanece en el desván de la memoria colectiva. Otros, la mayoría y especialmente los que perdieron saqueando, son muertos anónimos. Nadie escribió la historia de vida del muchacho que murió cuando quería robar un televisor o cumplir con las expectativas de su puntero.
En los saqueos de diciembre de 2013 hubo catorce muertos. Además de Javier Rodríguez (Córdoba, 20 años) murieron Ricardo Romero y Cristian Vera (Chaco, 22 y 35 años); Franco San Jorge (Jujuy, 17); Claudio Román, Eduardo Cáceres y Eduardo López (Entre Ríos, 22, 23 y 22 años), Esteban Gerold (Santa Fe, 38). Y en Tucumán fallecieron Daniel Herrera (24), Carlos Díaz (24), Javier Cuello (25), Jesús Villalba (16), Aldo Molina (45) y Sergio Lima (17).
Diez muertes fueron a consecuencia de heridas de armas. Otras ocurrieron a causa de corridas, tumultos y accidentes con vehículos. Román murió quemado porque su empleador decidió prender fuego el local comercial para cobrar un mejor seguro. Vera era subcomisario, una bala lo hirió justo debajo del límite de su chaleco protector. Los familiares de Javier Rodríguez, el joven cordobés asesinado por la espalda, denuncian que el disparo fue realizado por policías. Su hermano, Ricardo Rodríguez, organiza los días cuatro de cada mes una marcha para pedir justicia. Ahora está preparando la de marzo: “por las declaraciones de los testigos nosotros pensamos que fue un policía el que disparó” dice. Eduardo Bustamante, el amigo de Javier que manejaba la moto en la que iba, recibió tres balazos 9 milímetros , el calibre que utiliza la policía. Sobrevivió y declaró que vio a cuatro hombres disparar desde cincuenta metros de distancia. “Yo miré para atrás y los vi, eran policías” dijo Eduardo en una entrevista con el periodista Sebastián Ortega. La investigación judicial está a cargo de la fiscal Adriana Abad quien mantiene el secreto de sumario desde diciembre hasta la última consulta hecha para esta nota.
En la fiscalía de Tucumán que investiga los homicidios tienen cinco causas abiertas ya que la muerte de Sergio Lima se produjo, según informó el ministerio de Salud, por “traumatismo de cráneo causado en accidente de moto” Por la muerte de Herrera hay un comerciante imputado con prisión preventiva. La familia de Molina también denuncia que el hombre les contó antes de morir que fue un policía el que le disparó cerca de la planta de Sancor; fuentes de la fiscalía dijeron que ninguna de las investigaciones alcanza a integrantes de la Policía.
“Por suerte no ocurrió esa noche lo que pasó el lunes, cuando decenas de chicos, adultos y señoras, en moto, en carros tirados por caballos, en autos, en camionetas, en combis, saquearon la pollería en la que compro siempre dejando sólo las baldosas y las paredes intactas. Por suerte digo, porque el martes los esperaban preparados” escribió Ricardo, un colaborador del sitio web Artepolítica, sobre cómo fue la noche del 10 de diciembre en un barrio tucumano. Mientras en las calles había saqueos, en Internet circulaban fotos. Una para la memoria: seis hombres, alrededor de cuarenta años, en jeans, gorras de visera, caras descubiertas, con armas largas en las manos, ríen a la cámara.
Le pregunto a una persona que trabaja en la fiscalía tucumana que investiga los homicidios qué pasa con los videos en los que se ve a comerciantes y vecinos disparando y con las fotos posteadas en Facebook. “Sabemos que la población está armada” me responde. Y agrega: “muchas veces se encuentran armas en allanamientos y después vienen acá con el carnet del Renar” es decir que son portadores legales. ¿Hubo decomisos de armas después de los incidentes?. “No, estuvimos concentrados en recuperar las cosas robadas y devolverlas a los comerciantes” responde. No se difunde oficialmente una cifra de tenencia de armas legales e ilegales en el país pero según el Ministerio de Salud de la Nación , la presencia de armas de fuego en el hogar es un riesgo para el 7 por ciento de la población, es decir para más de dos millones y medio de personas (Encuesta Nacional de Factores de Riesgo, 2012).
Como contraprestación por el acuartelamiento los policías tucumanos recibieron un aumento del 35 por ciento, en otras provincias hubo incrementos de alrededor del 40 por ciento, casi el 50 por ciento en el caso de los salarios mínimos. En Tucumán hay policías con prisión preventiva por el delito de sedición pero el gobernador Alperovich confirmó el aumento y la capacidad extorsiva de la fuerza quedó fortalecida. A nivel nacional, los reclamos policiales basados en el cese del servicio abrieron un debate sobre el (des)gobierno civil de las fuerzas de seguridad. Al mismo tiempo, sentaron un antecedente para las paritarias en curso. Con el correr de los días el debate se diluyó, la reforma institucional de las fuerzas volvió a la lista de los pendientes y la arbitrariedad de los manejos de los hombres de uniforme recobró la vitalidad de siempre. En Tucumán, por ejemplo, se denunció que en los allanamientos para recuperar mercadería robada hubo decenas de detenciones de jóvenes por portación de rostro. El diario La Gaceta registró ese reclamo en voz de un grupo de mujeres que se autodenominaron las “Madres de los saqueos”.
Los heridos en todo el país entre el 3 y el 11 de diciembre se cuenta por centenas. Sólo en Tucumán el sistema de salud pública atendió a 140 personas. En esa lista hay adolescentes de entre 13 y 16 años con heridas de armas de fuego en la cabeza y el torso. El sistema no registrará en qué medida esas heridas reforzarán las condiciones de exclusión que los arrojaron a las calles en esos días.
Si el trasfondo de los saqueos de la crisis económica de 2001 era la necesidad, ahora lo es el consumo. En ese desplazamiento, se puede leer el arco de una década. Pero tal vez sea justamente este reflejo interpretativo que ubica a los saqueos en serie, lo que construye sobre ellos una cúpula. Se los mira a la distancia, como un fenómeno. No importa tanto quiénes son los que saquean, sino explicar algo a partir del tipo de cosa que se llevan. Y se repiten descripciones que al volver sobre los hechos trastabillan: en Tucumán, por ejemplo, el primer saqueo fue a una distribuidora de lácteos, no a una casa de electrodomésticos. Los rasgos comunes son tan fáciles de identificar y sin embargo poco es lo que se vuelve sobre ellos: son los menores de 25 años habitantes de las periferias -urbanas y laborales- los que perdieron la vida entonces y ahora.
“La muerte de estos elegidos para representar el drama de la dominación es una muerte expresiva, no una muerte utilitaria” sostiene Rita Segato a propósito de los crímenes de mujeres en Ciudad Juárez. Aunque los hechos no son comparables, la idea es vital a la hora de considerar si los catorce muertos de diciembre dicen algo sobre la opresión contemporánea. En esas muertes, en las que los que mueren no son víctimas “inocentes” y los que matan no son psicópatas asesinos exiliados de la comunidad, tal vez resida el núcleo de una conflictividad social que escapa a todos los indicadores de crecimiento económico y desarrollo cultural.
Había ocho muertos la noche del 10 de diciembre cuando en la Plaza de Mayo hubo fuegos artificiales, el himno remixado y Moria Casán bailando junto con la Presidenta. En las redes sociales brotaron iracundas críticas al gobierno nacional y los editorialistas de los mismos diarios que ni se molestaron en chequear los nombres de los fallecidos reclamaron el duelo. Sin embargo, con indignación espontánea no se pone en debate la indiferencia generalizada hacia esa suerte de ajuste de cuentas social. Si, como les gusta escribir a los periodistas fatigados, los muertos son el saldo de un conflicto político, hace falta mucho camino más para pensar quiénes mueren, quiénes matan y qué obtiene la sociedad a cuenta de semejante sacrificio.