El método del Facundo es la evocación de una figura antagonista para pensar la fractura del país y la guerra civilizatoria. El retrato que traza Sarmiento de la barbarie, del gaucho malo y del caudillo arquetípico, Facundo Quiroga, enmascara a Juan Manuel de Rosas, al verdadero enemigo de Sarmiento, que escribe exiliado en Chile.
En su prólogo de Facundo o civilización y barbarie, Jorge Luis Borges modificó la “y” del subtítulo de la obra por una “o”, para hacer surgir una consigna “civilización o barbarie”, aplicable, a su juicio, al “entero proceso de nuestra historia”. El gaucho y el caudillo, que en Sarmiento son engendrados por la geografía y la colonización española, son adoptados por Borges como una vertiente irreductible de una corriente multitudinaria que llega hasta nuestro presente. No un tipo étnico, ni una ascendencia, sino “un destino”. El gaucho de Sarmiento es el producto humano de la lucha aislada del individuo con la naturaleza salvaje y extensa. Un ser de “rostro grave y serio como el de los árabes asiáticos”, que ostenta la arrogancia del “hábito de triunfar sobre las resistencias”. El texto de Borges, que habla de la invasión bárbara a la urbe, de “colonos y obreros”, es de 1974. A su juicio, Facundo atesora y revela la clave de la relación entre la “plebe de las grandes ciudades” y su conexión con “el demagogo” que hereda la función del antiguo caudillo. Lo cierto es que de Sarmiento a Borges, el bárbaro es el iletrado. Comentará este último sobre la literatura gauchesca: “Es un curioso don de generaciones de escritores urbanos”. Como explica Josefina Ludmer en El género gauchesco, el Estado argentino se constituye en una triple relación de utilidad con el hombre de caballo: recluta al gaucho para el ejercito independentista —convirtiéndolo de “delincuente” en “patriota”—, hace un uso letrado de su voz para formar una poética nacional y luego emplea el género “para integrar a los gauchos a la ley”.
El Facundo es un ejercicio de imaginación prefigurante, por medio del cual el miembro más talentoso de la joven generación de la élite ilustrada propone los términos del progreso —inmigración europea, ideales revolucionarios, Constitución norteamericana, educación pública, inversión de capital extranjero y libre navegación de los ríos— para un país en formación. Y una hoja de ruta para derrotar al enemigo imprevisto —la “barbarie americana”— en la guerra civil que asuela a la joven nación. Su publicación en 1845 precede al trazado de la línea que demarcará la frontera entre la novela como género y la teoría política como lengua estatal. El libro más importante de Sarmiento —y según no pocos críticos, el fundador de la literatura nacional— se caracteriza por la posición bélica de la escritura —dar forma al otro es ya comenzar a derrotarlo— y por la operación de enmascaramiento: bajo el retrato de Quiroga, se trata de Rosas.
Si hace comparecer ante sus lectores al Tigre de las Llanuras, y con él a “la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo”, es para mejor interrogar aquello que ha decidido enfrentar. La revolución independentista rioplatense que enfrentaba el ideal revolucionario europeo a la sujeción hispana ha despertado las fuerzas de un inesperado “tercer elemento”, caudillos y montoneras. En eso piensa Sarmiento cuando escribe que las ideas no pueden ser destruidas por los cuerpos. Aunque la grandeza del texto se explica más bien por los rastros que en él hallamos de su fascinación por la exuberancia de ese mundo “sin forma ni debate” en la que vive el “cristiano salvaje”; el vigor que nace de esa silvestre libertad, de aquella llanura plana e ingobernable que el escritor describe al detalle antes de haberla conocido, desestabiliza toda fijación de los términos civilización “y” barbarie. La vida de Facundo personifica el despertar de unas fuerzas indóciles que, si bien animadas por la independencia (el gaucho-soldado), resultarán sin embargo un estorbo. El gaucho rioplatense obstaculiza los términos de la gran política de mediados del siglo XIX, que se esfuerza por sustituir a la ciudad americana española, católica, estanca y colonial, con la cultura criolla europeizada, integrada al flujo mercantil, burguesa y revolucionaria.
En cuanto al juego de máscaras, Facundo es un juego de disfraces. El retrato del caudillo de La Rioja, asesinado una década atrás, esconde bajo capas de polvo y sangre un secreto que es preciso revelar. Tras la bestia honesta e impulsiva se esconde un enemigo calculador, gaucho estanciero y jinete propietario, que ejerce desde Buenos Aires un mando centralizado y duradero con el que Facundo jamás soñó. Se escribe sobre Facundo —arbitrario y sanguinario, caudillo corruptor del espíritu de libertad— para derrotar a Rosas. Pero el Restaurador de las Leyes no es un impulso ciego del desierto, sino un entero sistema de poder. No es sólo la Mazorca y el color rojo derivado del gusto por el cuchillo y la sangre. No es sólo la suma del poder público. Y si para comprender la tiranía es preciso retratar al tirano, el Rosas de Sarmiento será el resultado del cruce de dos trazos: la administración de sus estancias, y su estudio de la Santa Inquisición. De la primera ha extraído un conjunto de técnicas para mandar a los bonaerenses, y de la Inquisición la espiritualización que permite aplicar al mundo humano aquellas técnicas nacidas para la administración del ganado.
Mas que poder pastoral, Sarmiento describe un poder ganadero: “Las fiestas de la parroquias son una imitación de la hierra del ganado, a que acuden todos los vecinos; la cinta colorada que clava a cada hombre, mujer o niño, es la marca con que el propietario reconoce su ganado; el degüello a cuchillo, erigido en medio de ejecución pública, viene de la costumbre de degollar las reses que tiene todo hombre en la campaña; la prisión sucesiva de centenares de ciudadanos sin motivo reconocido y por años enteros, es el rodeo con que se dociliza el ganado, encerrándolo diariamente en el corral; los azotes por las calles, la Mazorca, las matanzas ordenadas, son otros tantos medios de domar la ciudad, dejarla al fin como el ganado más manso, y ordenado que se conoce”. Con Rosas nace el gaucho gobernador y propietario, que persigue el robo y difunde la obediencia. Visto desde la perspectiva del proyecto de la Generación del ’37, Rosas no es enteramente desdeñable: representa un poder de naturaleza unitario (de una provincia sobre otras), del puerto sobre la nación y de la propiedad sobre el bandidaje. Un poder cuyo origen se remonta al asesinato de Quiroga. Al grito de “Viva la Federación, mueran los unitarios” Rosas instaura, dice Sarmiento, el más unitario de los sistemas: aquel que tiene a su persona como centro de gravedad. A lo que agrega: “Es admirable la paciencia que ha mostrado Rosas en fijar el sentido de ciertas palabras y el tesón de repetirlas”. La unidad de la república, dice Sarmiento, “se realiza a fuerza de negarla”.
De David Viñas a Ricardo Piglia, la crítica literaria no ha dejado de plantear la pregunta: ¿cómo y cuándo se deja de ser sarmientino? Viñas leyó a Sarmiento como un héroe del período conquistador de la burguesía argentina, aquel en el que se pensó “una nación para el desierto”, como dijera Tulio Halperín Donghi. Sarmiento fue un activista: escribe cartas, viaja por el mundo, escribe artículos y libros, funda periódicos. En su libro De los montoneros a los anarquistas, Viñas se detiene en el fallido atentado contra la vida de Sarmiento, perpetrado por los hermanos Francesco y Pietro Guerri. El asunto tiene su importancia histórica, ya que si bien se ha atribuido la acción a la influencia de “los últimos hombres vinculados al jordanismo en derrota”, para Viñas el que los hermanos sean marineros e italianos y que la fecha del atentado se sitúe en 1873, “a los comienzos de la creciente parábola de la inmigración impregnada de anarquismo individualista”, permite afirmar que las motivaciones más inmediatas no fueran “de origen provinciano y autonomista, sino de incidencia ideológica antiautoritaria”. Se trata del método del “revés de la trama”, que desentraña las ruinas y las revueltas en el envés del progreso civilizatorio y hace surgir una comunicación inadvertida entre las secuencias históricas. De modo que los hermanos Guerri pueden ser presentados como antecesores directos del joven anarquista Simón Radowitzky quien atentaría —esta vez con éxito— contra la vida del jefe policial Ramón Falcón, que antes de reprimir obreros anarquistas había combatido a los gauchos de López Jordán y al indio en la campaña del desierto. De modo simbólico, concluye Viñas, los anarquistas vengaban a los antiguos montoneros.
Facundo o la escritura que proyecta al otro bárbaro detrás de la frontera dura hasta Operación Masacre. Rodolfo Walsh contrapone la periferia a la frontera. Lo que supone la invención de otro artificio político-literario, capaz de develar la conexión orgánica de la escena de la masacre y del fusilamiento como los medios ineludibles de aquella civilización añorada. Esta veta fuertemente antiprogresista introduce una ruptura respecto al escritor crítico integrado. Ricardo Piglia ha escrito que “la historia argentina es una lucha cuyo escenario privilegiado es la escritura de Sarmiento”. En ella no hay distinción neta entre lucha política y literatura, dado que el sentido proviene de la enemistad, de un “otro con quien luchar”. En esta historia en la que el héroe es quien escribe, el único que posee las claves para cruzar de ida y vuelta la frontera entre ambos mundos. Pero Operación Masacre no supone este tipo de enfrentamiento entre el escritor y su otro, sino una transición —y hasta una conversión—, en la que el otro —el obrero peronista fusilado—, lejos de proyectarse como opositor, actúa como vía de inducción a una transformación real. Detrás de la frontera —y no en la pluma del autor— se engendra el heroísmo. La fuente de la revolución ya no es la imaginación de la élite nacional-liberal —acusada por Walsh de los peores crímenes—, sino la actividad que surge de conocer la historia de las víctimas. La verdad no emana de las Ideés sino en los hechos escamoteados por la ley y su impostura. Y si, como afirma Piglia, Sarmiento es en cierto modo el héroe inaugural de los escritores, puesto que pudo escribir grandes textos ahí donde el peso de la política lo hacía imposible, Walsh bien podría ser considerado un nuevo tipo de escritor militante, puesto que llevó la literatura a la investigación política, desafiando el límite en el que el saber se vuelve merecedor de la peor de las sanciones.