El realismo es un coyunturalismo. La inmediatez avasallante que nos rodea solo acude al pasado cuando algún debate o situación viral lo solicitan. Prima la ansiedad, la dispersión, la permanente necesidad de estar al tanto de la última noticia, aquella sobre lo cual todos debemos opinar. Que un funcionario dijo esto, que tal confundió una cosa con otra, que alguien defendió lo indefendible, y así. El ahogo en la coyuntura es la forma en que nuestro tiempo le escapa a las imágenes del pasado.
El realismo político ofrece dos visiones abstractas de la memoria: la melancolía y la estetización. La primera de ellas es, según Spinoza, una tristeza absoluta, una disminución en la potencia de afectar y ser afectado. La melancolía, al igual que la esperanza, confirma imaginariamente la impotencia del presente. Es una condena casi total a la pasividad: el melancólico cree ser víctima del fluir del tiempo, se considera parte de lo ya ido, de un mundo que no está.
La estetización, por su parte, implica la incorporación esterilizada de ciertas imágenes y consignas del pasado para el diseño de una identidad personal. De esta manera, la historia se reduce a la perseverancia abstracta de íconos y reivindicaciones que no se verifican en la experiencia actual y que, por tanto, resultan inofensivas. Se acude al pasado sin problematizarlo, sin extraer de él un aprendizaje que sirva para la constitución de nuevas prácticas. En esta dirección iba la crítica que, allá por 1984, Fogwill le dirigía a la estrategia comunicacional del incipiente orden democrático.
Cuando el pasado se convierte en melancolía o estetización, la política se reduce al posibilismo. Prima entonces el cálculo abstracto de las fuerzas (la administración de lo que hay) independiente de las luchas históricas concretas. Huérfanos de dirección, sin el auxilio de imágenes y experiencias pasadas, cedemos ante lo sensato y conveniente. Ya se nos pidió votar con la nariz tapada, no caer en purismos, evitar el izquierdismo infantil, no hacerle el juego a la derecha. Y así terminamos. En el fondo, lo que se nos exige es una transacción: confiar en el cálculo posibilista, en la rosca cuidadosa de los dirigentes, a cambio de poder seguir con nuestra vida y dedicarnos tranquilos a nuestros asuntos.
Me acuerdo entonces de algo que Diego Sztulwark contó que Eduardo Luis Duhalde le dijo alguna vez: la militancia es lo que ocurre cuando hay repliegue, porque el militante es el encargado de conservar y transmitir lo que se sabe de la última lucha hasta la próxima. Encuentro ahí una imagen muy lejana de la melancolía y la estetización. El militante, según esta visión, es un narrador del pasado, alguien capaz de facilitar unos ciertos saberes que permitirían a las nuevas generaciones convertir lo vivido en experiencia. Militante no es el que dirige o es dirigido, el que rosquea o acata la rosca, sino quien se inscribe práctica y teóricamente en la narración de una historia concreta.
El pasado siempre está ahí, disponible para quien lo necesite. Y de la evocación también surgen las ganas: una memoria de quienes estuvieron en situaciones similares y encontraron ahí una cierta estrategia existencial. Un nuevo punto de vista. David Viñas tenía una tremenda lucidez a la hora de reconocer estos relampagueos del pasado en el presente. Cuando Simón Radowitzky asesinó a Ramón Falcón, decía, en ese mismo acto se encontraba vengando sin saberlo al Chacho Peñaloza. Hay una misma vibración que atraviesa los tiempos, que permite elaborar series históricas en las que inscribirse.