El populismo a secas, o la política entre historia y ontología // Bruno Bosteels

Siete ensayos sobre el populismo, escrito a cuatro manos por las filósofas argentinas Paula Biglieri y Luciana Cadahia, es un libro audaz, lúcido y urgente. Su audacia depende de la claridad de sus propuestas y la fuerza de convicción con la cual las autoras se comprometen con sus ideas. Su lucidez, palpable en cada página, es el resultado de un esfuerzo de esclarecimiento conceptual que en mi opinión casi no tiene par en la teoría política contemporánea. Y su urgencia, igual de clara, nos habla de la necesidad de imaginar un futuro alternativo a la pesadilla que nos toca vivir en la actualidad hoy a escala mundial con el resurgimiento de la extrema derecha, la crisis climática y el desmoronamiento generalizado de la fe en las instituciones democráticas.

El libro evade el facilismo de las jergas teóricas consensuadas. Se compromete a explicar las razones de una militancia nutrida no solo por las ideas de Ernesto Laclau, Chantal Mouffe o Jorge Alemán sino también por las “luchas vivas” o las “políticas realmente existentes”, sobre todo en América Latina como lugar de enunciación alternativo al punto de vista europeo de críticos al populismo como Mauricio Lazzarato, Eric Fassin o Slavoj Žižek. Como dicen las compañeras desde las primeras páginas de su introducción: “Se trata de un trabajo en el que asumimos nuestra posición política como un modo de hacernos responsables de nuestra propia implicación teórico-subjetiva. Es más, consideramos que aquí yace el meollo de la honestidad y la rigurosidad en la labor intelectual: hacer explícito y poner a prueba nuestro lugar de enunciación” (p. 29). En este sentido, efectivamente, se trata de un libro absolutamente honesto y riguroso.     

En el centro del libro hay un oscuro secreto: el secreto de la fuerza del pueblo, o de la plebe. Como explican las autoras en el primer ensayo, esta fuerza constituye el núcleo secreto de la política, o incluso de lo político, ya que no se puede pensar lo político sin una puesta en forma mínima del poder antagónico de la colectividad. Ahora bien, a diferencia de lo que argumenta Mouffe, por ejemplo, Biglieri y Cadahia no creen en la utilidad conceptual de la oposición entre populismos de derecha y populismos de izquierda. Es precisamente por la confusión entre ambas categorías que críticos como Žižek rechazan el carácter emancipatorio del populismo, tildándolo más bien de fascista, racista y xenófobo por definición. Para las autoras, por el contrario, sería mejor reservar el nombre “populismo” para la dimensión colectiva y constitutivamente emancipatoria de la fuerza del pueblo, mientras que los populismos identitarios, reaccionarios, sexistas y racistas, hoy ubicuos desde Brasil hasta los Estados Unidos, sería mejor tratarlos como versiones neoliberales del fascismo. Como explican en su segundo ensayo: “Digamos simplemente ‘populismo’, como sinónimo de populismos de izquierda o de populismos inclusivos, sin tener que disculparnos, sin tener que aclarar con adjetivos. Lo demás queda para el neofascismo o posfascismo” (p. 91).

Gran parte del argumento de las autoras gira en torno a lo que llaman la “dimensión ontológica” del populismo, para la cual adoptan el punto de vista inaugurado por Laclau en el capítulo “Hacia una teoría del populismo”, en Política e ideología en la teoría marxista, y sintetizado en la suma que es su último gran libro, La razón populista: “Esto es: darle al populismo la dignidad de una teoría y convertirlo en una ontología de lo político para pensar articulaciones políticas en general” (pp. 44-45). En este sentido, las autoras distinguen tres niveles o tres puntos de vista sobre el populismo: el mediático (generalmente peyorativo), el empírico (o la historiografía de casos concretos) y el ontológico (o la teoría de lo político basado en el ser de lo social como falta constitutiva). Es en este último nivel donde las autoras sitúan la originalidad de su propuesta:

 

Ahora bien, es dentro del tercer eje de problemas —la dimensión constitutiva de lo político— donde comienza a minarse la lectura peyorativa del populismo y se sientan las bases para pensar su dimensión ontológica. Es decir, comienza a pensarse en qué medida el populismo se convierte en una lógica constitutiva de lo político mismo —y no su desvío— y cómo esta lógica articula formas materiales del ser social. (p. 53)

 

Las autoras entonces prefieren no limitarse a “estudiar el populismo como una mera estrategia coyuntural”, sino que coinciden con Laclau en la medida en que este “logró darle el estatuto de categoría política con derecho propio” (p. 56).

En un intento para continuar el debate iniciado por su libro, aquí es donde quisiera lanzar una primera serie de preguntas para mis amigas: ¿De dónde viene esa necesidad de otorgarle al populismo un “estatuto” teórico y ontológico “con derecho propio”? ¿Por qué el populismo adquiere la “dignidad” del concepto sólo a través de una ontología de lo político? ¿Qué es, finalmente, la ontología sino en palabras de las mismas autoras, como veremos, una sedimentación parcial de la historia de una larga serie de políticas realmente existentes?

Para entender el problema, resulta útil una afirmación contundente del libro en su primer ensayo:

 

Es factible decir que una articulación política determinada puede desarticularse, un determinado pueblo con su líder pueden ser derrotados políticamente, pero el populismo en tanto ontología de lo político es inerradicable. Es decir, en un sentido óntico, y en tanto que articulación ligada a una determinada forma de expresión política en un contexto específico, el populismo puede acabar. En cambio, en un sentido fundamental, ligado a la ontología misma de lo político, el populismo es sencillamente ineliminable. (pp. 60-61)

 

Este uso de la diferencia óntico-ontológica, el cual habrá resultado familiar para lectores de Laclau y de varios de sus discípulos como Oliver Marchart, me parece altamente problemático—incluso, debo confesar, opuesto a mis propios principios metodológicos. Me encuentro entonces en una situación paradójica como lector: políticamente, no encuentro un solo punto de desacuerdo con las autoras, pero teórica o filosóficamente me quedo un tanto perplejo, porque no acabo de entender el uso de la proyección del debate al nivel de una ontología de lo político.

            Entiendo el razonamiento de las autoras, por lo demás explícito a lo largo de su texto. Quieren otorgarle al populismo la dignidad de un concepto ontológico para salvarlo de sus críticas denigratorias, discutiendo de tú a tú con los filósofos europeos. El rescate del populismo a secas, sin necesidad de añadirle atributos para persuadir a sus críticos europeizantes, en este sentido, requiere una mirada ontológica. Inversamente, solo una ontología de lo político nos permitirá salvar al populismo de sus estigmas fascistoides de derecha. Este doble propósito ya formaba parte del proyecto de Laclau: “Desestigmatizar el populismo dentro del campo teórico implicaba, al mismo tiempo, transformar la manera en que se estaba comprendiendo la dimensión ontológica de lo político” (p. 61). Sin embargo, como sugiere Wendy Brown en la crítica que formula en su prólogo al libro de Biglieri y Cadahia, existe también el riesgo de que al rechazar la tensión entre populismos de izquierda y populismos de derecha se acabe con una definición teórica demasiado limpia del populismo, en una especie de estipulación continua purificada de todos los estigmas de lo histórico, lo coyuntural o lo estratégico: es decir, un populismo depurado de todo lo meramente “óntico”, para decirlo en el vocabulario adoptado de Martin Heidegger.

Ahora bien, ¿en qué consiste exactamente la dimensión ontológica que en esta lectura se revelaría de manera privilegiada, sino única, en el populismo a secas? Las autoras explican que depende del reconocimiento de una falta constitutiva en el corazón de lo social, como falta de ser:

 

Esta nueva manera de leer el ser de lo social nos hizo comprender que lo político no sería otra cosa que un trabajo con la negatividad constitutiva de esa falta, una forma de trabajar lo social mediante una lógica articulatoria de esa falta constitutiva. Lo que no pueden soportar las teorías, corrientes y tradiciones de la política no es el desvío que engendra el populismo, sino la indeterminación ontológica a la que nos arroja. (pp. 62-63)

 

Por mi parte, creo que esta indeterminación ontológica implica un extraño formalismo, por más deconstruido o posfundacional que se quiera, donde lo que falta o lo que actúa como causa ausente es justamente la fuerza del pueblo. Pero, al revés, esta fuerza solo alcanzaría su dignidad cuando es pensada en su dimensión ontológica, definida como falta o falla constitutiva. Estamos ante una especie de ontologización estructural, o ante un estructuralismo ontológico que, precisamente al basarse en una falta de fundamento, debe considerarse también un posestructuralismo.

Sin duda, no se trata solo de un problema de nomenclatura. Incluso si hubieran aceptado hablar de populismos de derecha y populismos de izquierda, en vez de proponer una oposición entre populismo a secas y neofascismo, las autoras todavía hubieran podido seguir definiendo la diferencia entre ambas posiciones en términos de la falta ontológica sobre la que se basa lo político: falta negada por el fascismo neoliberal y plenamente asumida en el populismo que defienden en su libro. Cualquiera que sea la terminología que se escoja para hablar de populismo a secas o de populismo emancipatorio, en su versión “ontologizada” de lo político, lo “fallido” de ciertas políticas realmente existentes parece invertirse demasiado fácilmente, como si fuera el momento de revelación no de una falta contingente (de una política concreta equivocada) sino de la falta constitutiva del ser de la política (la falta que es el vacío en torno al cual se articula la esencia de lo político).

Una y otra vez, la ontología adquiere un carácter heurístico al ser reveladora de (la falta de) un secreto, o de una (ausencia de) esencia. De este modo, lejos de constituir un obstáculo, la imposibilidad asimismo puede convertirse siempre en una paradójica condición de posibilidad:

 

Así, el secreto alrededor de la incertidumbre e indeterminación constitutiva del ser que reveló el populismo pensado por Laclau, y que se simbolizó en el corazón del campo de lo político, puede ser leído hoy como el reverso inconfesado de quienes necesitaban declarar su muerte. Lo que muchos no podían soportar era justamente el carácter paradójico del quehacer político que revelaba el populismo, a saber: la imposibilidad de lo social como condición de posibilidad de la praxis política, una praxis alejada del procedimiento racional y los normativismos al uso, y más cercana a las formas plebeyas desde las que América Latina había construido lo social desde lo político. La dimensión ontológica abierta por Laclau, entonces, nos libera del estigma asociado al carácter «fallido» de la política latinoamericana, y nos ofrece la posibilidad de descubrir en esa falla ya no un desvío a corregir sino una indeterminación ontológica a trabajar. (p. 63)

 

 

            Los efectos de semejante argumento (que las autoras comparten con muchas teorías políticas posfundacionales) resultan doblemente problemáticos. Por un lado, en el paso de lo óntico hacia lo ontológico, o de la política hacia lo político, lo fallido de una política concreta se convierte—como por un truco de prestidigitador—en una especie de condición prometedora de posibilidad. Por otro lado, desde la perspectiva de la ontología, cualquier otra consideración no digna de ser ontologizada por esta misma razón corre el riesgo de ser descalificada como “meramente” política, coyuntural o estratégica, ya que no alcanza el fundamento o la esencia de lo político. Así, al principio del segundo ensayo, las autoras afirman que “el populismo no puede limitarse a una mera estrategia política, sino que debe ser pensado en su dimensión inerradicablemente ontológica” (p. 65). Y enseguida añaden: “Por este motivo, en el presente ensayo nos interesa explorar con mayor detenimiento cuáles son las dificultades de sostener únicamente la dimensión estratégica del populismo. Es decir, todo lo que se pierde al dejarlo supeditado a un plano meramente coyuntural y, más aún, cuando esa coyuntura responde a un escenario europeo” (p. 65).

Parece, entonces, que el debate se nos va de las manos al plantearse según una diferencia jerárquica en la que los escenarios europeos, en vez de rebatirse en sus propios términos, quedan relegados a lo “meramente” estratégico o coyuntural, mientras que solo un punto de vista ontológico, inspirado en el trabajo teórico de Laclau desde su lugar de enunciación latinoamericano, nos permitiría alcanzar la “dignidad” conceptual de lo político. ¿No hubiera sido más fácil mostrar que los críticos europeos están simplemente equivocados en sus juicios sobre el populismo, sin tener que invocar la jerarquía entre lo óntico (incluyendo las diferencias entre la izquierda y la derecha) y lo ontológico (la lógica de lo político basada en un antagonismo ineliminable, originario y previo a tales diferencias)?

Sin embargo, hay otras instancias en el libro de Biglieri y Cadahia que van en la dirección opuesta a la ontologización como desestigmatización del populismo “a secas” o “sin atributos.” Y si una primera serie de argumentos al respecto todavía es ambigua en términos de su posible uso como autocríticas, en los últimos capítulos de su libro las autoras abiertamente optan por un acercamiento plebeyo, situado, o “sucio” a la política, el cual parece contrarrestar sus propias tendencias ontologizantes.

Como ejemplo de los argumentos ambiguos que podrían leerse en tanto autocríticas, en el segundo ensayo es interesante ver que para no caer en la trampa de intelectuales como Lazzarato, Fassin o Žižek, quienes generalizan la situación europea como si fuera la única forma legítima para interpretar—peyorativamente—el populismo, Biglieri y Cadahia nos invitan a pensar en “cómo funcionan las luchas políticas realmente existentes” (p. 75). Tal lectura de las luchas en las calles y las plazas de América Latina nos permitiría superar la crítica formal al populismo, cuando el pensador esloveno, por ejemplo, opone la autonegatividad pura que es el sujeto como tal al desplazamiento populista de esta negatividad sobre algún otro excluido: “En esta dirección, Žižek nos sugiere que esta operación sería una externalización de nuestra autonegatividad, ya que proyectamos en el otro aquella fractura o falta que está en nosotras” (pp. 74-75). En este punto, las dos autoras le hacen una objeción a Žižek que igualmente podríamos hacerles a ellas mismas: “Cuando Žižek contrapone la figura de la autonegatividad como algo previo a la lucha contra un adversario también está partiendo de una forma positivizada de pensar el antagonismo, a saber: nuestra autonegatividad” (p. 75). ¿No ocurre algo parecido cuando se articula toda una ontología de lo político en base al núcleo previo de una falta constitutiva, estructural e inerradicable en el corazón de lo social?

Podemos encontrar una confirmación de esta ambigüedad cuando observamos cómo las autoras apoyan la noción de una falla constitutiva en el caso del trabajo del pensador y psicoanalista argentino Jorge Alemán: “Es decir, la falla que funciona como condición de posibilidad para que el sujeto sea a partir de ella” (p. 81). Nuevamente, además, esta falla o esta dislocación constitutiva se debe interpretar según la diferencia entre dos niveles o dos dimensiones—la dimensión sociohistórica y la ontológico-estructural—que no habría que confundir, aunque en el capitalismo neoliberal se tienden peligrosamente a aplastar sobre un mismo plano: “Estas dos dimensiones (ontológica y sociohistórica), aunque aparezcan mezcladas, siguen lógicas diferentes. La primera supone una dependencia imposible de ser eliminada. La segunda, en cambio, es una construcción sociohistórica pasible de ser transformada” (p. 82). Aquí, las autoras parecen estar defendiendo un argumento de parte de Alemán que habían rechazado en el caso de Žižek. Esa contradicción es aún más sorprendente si aceptamos que se trata en ambos casos del mismo argumento. Basado en una mezcla ambigua de elementos de la deconstrucción derrideana (en el caso de Laclau y Mouffe) con elementos del psicoanálisis lacaniano (en el caso de Žižek y Alemán), este argumento consiste en dar por sentado el hecho de una distinción fundamental entre una falta o una falla óntica (coyuntural y, por lo tanto, superable) y la falta o la falla ontológica (estructural, constitutiva y, por lo tanto, inerradicable). ¿No podríamos decir lo mismo sobre el uso de este argumento en Siete ensayos sobre el populismo que lo que las autoras dicen sobre Eric Fassin, otro crítico europeo del populismo, a saber, que en su despliegue de una ontología de la falta constitutiva de lo político hay “cierto esencialismo y cierta fijación” (p. 76)?

Por mi parte, no sé si la política realmente existente tiene necesidad de encontrar “la dignidad de una teoría” o “el estatuto de categoría política con derecho propio” a través de una ontología de lo político. Términos como “dignidad” o “derecho,” además, pertenecen a su vez a políticas históricamente concretas. Lo que habría que interrogar, más bien, es no sólo de dónde viene esa necesidad relativamente reciente de otorgarles a las políticas realmente existentes el aparato categorial de una ontología sino, además, en qué medida semejante ontologización en nombre de la radicalidad de la teoría muchas veces acaba cerrándole el camino a las posibilidades reales de la práctica efectiva, la cual raras veces estará a la altura de su teorización filosófica.

En cuanto a la primera de esas interrogaciones, diría que la ontología política hoy día es la vía regia hacia una filosofía de la derrota. Convertir los fallos del pasado en expresiones irrefutables de una falta constitutiva de nuestro ser les permite a los derrotados participar en una especie de transfiguración ontológica del estatus quo. Es lo que más arriba sugerí sobre el éxito del fracaso. Y tiene una larga trayectoria en la izquierda posmarxista, empezando con la caída del muro de Berlín. Encuentra una expresión sistemática, por ejemplo, en los debates entre Judith Butler, Laclau y Žižek en Contingencia, hegemonía, universalidad: Diálogos contemporáneos en la izquierda, libro en el que son legión las fórmulas sobre el inevitable fracaso de toda representación de la totalidad, o sobre la imposibilidad de una sutura completa de lo social en una sociedad transparente. Esa fe inquebrantable en la necesidad del fracaso o en la imposibilidad de la sociedad, no como defecto o desvío sino como condición de posibilidad y hasta como promesa, también permea muchas páginas de Siete ensayos sobre el populismo.

En cuanto a los efectos negativos de tal ontologización sobre las políticas realmente existentes, me parece útil recordar una pregunta básica que se hacen primero Gilles Deleuze y luego Marilena Chauí acerca de la obra Baruch Spinoza: ¿Por qué el filósofo holandés decidió darle a su gran libro de ontología el título de una Etica? La razón es sencilla y apabulladoramente convincente: porque las preguntas sobre el ser son siempre preguntas prácticas sobre el hacer. Lo mismo, sin embargo, ya no puede decirse sobre la operación inversa. Si siempre es conveniente tratar la ontología bajo el título de una Etica o una Política, las cuestiones éticas o políticas en cambio no pueden ni deben reducirse a un tratado de Ontología. Y en muchos casos la ontologización de lo político, si les sirve a los filósofos, más bien llevará a un bloqueo en los procesos concretos de la política.

Por mi parte, iría todavía más lejos para afirmar que la ontología no existe salvo como la sedimentación de prácticas políticas e históricas concretas, cuyas categorías operativas pueden elevarse a la dignidad abstracta del concepto solamente en base a un olvido constitutivo de su anclaje previo en tales prácticas. Debido a la distancia entre la pureza impoluta del concepto y la suciedad empírica de lo óntico, además, dicha ontologización siempre corre el riesgo de caer en la trampa de un cierto moralismo, el cual acaba propugnando el deber-ser en nombre de aquello que supuestamente desde siempre ya es.

Aquí, tocamos un punto potencialmente sensible que tiene que ver con la diferencia en la formación profesional de filósofos frente a los que practicamos algo así como una mezcla extraña entre crítica literaria o cultural y teoría crítica. Sin embargo, aunque ambas son filósofas con fama internacional, las autoras de Siete ensayos sobre el populismo tampoco se quedan sentadas sobre sus laureles, glorificando la dignidad del concepto de lo político basado en la falla constitutiva de la lógica de articulación del populismo emancipador. Más bien al contrario, sobre todo en los últimos ensayos de su libro, repetidas veces se declaran opuestas a cualquier intento de depurar sus oposiciones conceptuales a través de un gesto de positivización absoluta que dejaría los términos usados en una relación de estricta exterioridad.

En el cuarto ensayo, “Profanar la cosa pública: la dimensión plebeya del populismo republicano”, rdemuestran de manera convincente que no hay exterioridad a priori entre la irrupción o la decisión populista, por un lado, y la consolidación de las instituciones republicanas, por otro: “De manera que establecer a priori una relación de exterioridad entre la decisión y la institucionalidad no nos ayuda a comprender el vínculo existente entre ambas” (p. 119). Llevada a sus últimas consecuencias, tal articulación entre el momento de la irrupción (o lo instituyente) y el momento de la institucionalidad (o lo republicano) también podría llevarnos a rechazar la relación de tajante exterioridad y subordinación jerárquica entre lo óntico y lo ontológico.

En vez de seguir por este camino, sin embargo, las autoras nuevamente movilizan la diferencia ontológica para defender su argumento a favor de un republicanismo populista o plebeyo:

 

La mayoría de los estudios ónticos del populismo están más interesados en determinar los «contenidos populistas» en determinadas experiencias históricas y en sus coyunturas políticas que en revisar los presupuestos sobre los que basan esas creencias. El problema es que desde esta lectura se combina de un modo confuso el nivel descriptivo y el nivel normativo. Es decir, se busca estudiar las situaciones «concretas» del populismo para poder determinar, en el nivel de lo dado, una serie de características que deberían servir normativamente para todos los casos. (p. 120)

 

Por mi parte, diría que es quizá peor cuando no es lo dado sino la ontología la que sirve de presupuesto y fundamento de normatividad. Nuestras autoras también tienen fe en un hecho de absoluta autoridad, salvo que en su caso es ontológico: el hecho de un exceso incalculable dentro de la politicidad de las instituciones. Pero, a partir de su propia argumentación, podrían haber llegado también a un cuestionamiento radical de este presupuesto.

De forma similar, las autoras argumentan que “podría decirse que existe una tensión dentro de los estudios sobre el republicanismo que descansa en una bifurcación entre un republicanismo de corte liberal y otro de carácter popular” (p. 127); y luego repiten: “Pero, por sobre todas las cosas, existe una clara necesidad de distinguir entre dos ideas de República, a saber: una oligárquica o aristocrática y otra democrática o plebeya” (p. 129). Ahora bien, si en este sentido una estudiosa como Julia Bertomeu tiene razón, de modo que “resulta difícil hablar de republicanismo ‘a secas’” (p. 130), podemos preguntarnos por qué las autoras creen que en el caso de su objeto de estudio sí se puede hablar de un populismo “a secas”, sin pedido de disculpas (p. 95). Y la misma pregunta surge con respecto al uso de adjetivos para corroborar el hecho de que, siguiendo esta vez a José Carlos Mariátegui (cuya obra, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, obviamente queda homenajeada desde el título del libro de nuestras autoras), “frente a los nacionalismos reaccionarios o identitarios es posible descubrir unos nacionalismos afirmativos (o nacional-populares) capaces de configurar un sujeto local que contribuya a la emancipación en un sentido universalista” (p. 157). ¿Por qué no se podría concluir lo mismo acerca del populismo “a secas” que lo que se dice aquí sobre el republicanismo y el nacionalismo?

En el quinto ensayo que acabamos de citar, “Hacia un populismo internacionalista”, las autoras con toda la razón del mundo denuncian las ilusiones del autonomismo, la tecnocracia y el liberalismo. Su argumento al respecto es tan claro como es persuasivo.

 

En todos estos casos opera el mismo síntoma, a saber: creer que hay una especie de orden que existiría por fuera de una instancia decisional; es decir, un orden que no dependería de la corporalidad singular de quien toma una decisión, sino de una fuerza abstracta que opera por fuera de cualquier singularidad. (p. 140)

 

Y enseguida las autoras añaden una explicación más detallada sobre el porqué tales enfoques les parecen equivocados:

 

El inconveniente de estas creencias es que parecieran compartir una misma ontología: la existencia de un orden no contingente, un orden que existe por fuera de nuestro aquí y ahora. De manera que cualquier encarnación singular, cualquier corporalidad que asuma ese orden, no haría otra cosa más que contaminarlo, traicionarlo y manchar la pureza de su origen. (pp. 140-141)

 

 

            Sin embargo, esta misma creencia en la existencia de un orden no contingente, por fuera de nuestro aquí y ahora, opera también en la idea de un presupuesto ontológico absoluto, basado en la “falta constitutiva” o la “hiancia estructural” de la sociedad (según Laclau) o del sujeto (según Alemán), que las autoras adoptan en otras partes de su libro. ¿No valdría la pena entonces reconsiderar la prioridad de lo contingente, del aquí y el ahora de nuestra corporalidad singular, por fuera de cualquier presupuesto ontológico que la filosofía política diera por sentado?

            De hecho, en el sexto ensayo, “La causa ausente de la militancia populista”, las autoras nos proporcionan otros elementos para una crítica de la ontología política cuando, citando a su compañera de ruta Gloria Perelló, recuerdan que “Laclau y Mouffe plantean que la contingencia permea el ámbito de la necesidad y que esta última ya no puede ser pensada como un principio subyacente que comanda la estructuración de las identidades sociales” (p. 173). Pero lo mismo puede decirse sobre el pensamiento de la diferencia ontológica según Heidegger: lo óntico permea el ámbito de la ontología y esta última ya no puede ser pensada como un conjunto de principios subyacentes que comandan la estructuración de las identidades sociohistóricas.

            El peligro con el argumento acerca de la articulación contingente de la política en torno a un antagonismo o una dislocación ontológica es que este último presupuesto rápidamente empiece a funcionar como una garantía absoluta que contradice las premisas mismas de su teorización posfundacional. Si eso es lo que hay que evitar según las autoras, tal vez habrá que cuestionar asimismo su dependencia sobre las jerarquías de la diferencia ontológica:

 

Cuando afirmamos que la contingencia radical implica atravesar la necesidad, volvemos sobre la idea de que la sedimentación nunca alcanza a domesticar en un cien por ciento a la reactivación y, viceversa, que la reactivación nunca supone la completa eliminación de las prácticas sedimentadas al estilo de una tabula rasa. Toda intervención política siempre tiene lugar —más allá del carácter radicalmente novedoso que pueda tener— en un terreno hegemónico ya establecido. (p. 184)

 

            Precisamente es en este punto de su libro donde Biglieri y Cadahia empiezan a acercarse a una teoría impura del quehacer político, más acorde a las sedimentaciones parciales de la historia de las luchas que a sus postulados ontológicos puros:

 

Cuando nosotras decimos que ninguna intervención se realiza como un acto de pureza que acontece para crear algo nuevo no contaminado estamos diciendo que, en definitiva, cualquier irrupción del sujeto y la nueva subjetividad —que a partir de allí se encarne— va a intervenir en un punto sobre un terreno ya parcialmente sedimentado. De allí también la tensión entre su potencia antagonista y sus límites, porque ¿cómo sería intervenir políticamente desde una pura exterioridad no contaminada? (p. 185)

 

Y cuando, siguiendo a Laclau en Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, las autoras añaden en una nota: “Desde este texto podríamos hacer equivalentes la noción de la necesidad con la de sedimentación y afirmar que esta no es más que un esfuerzo siempre parcial y fallido por limitar la reactivación” (p. 174 n. 10), ¿podemos concluir de la misma forma que la ontología no es más que una serie de sedimentaciones parciales de lo real histórico? A menos que lo tomemos como un descubrimiento puramente teórico, debido al genio de Heidegger, Derrida, o Laclau, un día habría que explicar, por ejemplo, por qué la “causa ausente” se convierte en una clave para definir el terreno posfundacional de la política hoy, justamente en el momento cuando el capitalismo parece dominar casi por completo el panorama mundial.

            Es en el séptimo y último capítulo, “Las populistas somos feministas”, donde Biglieri y Cadahia definitivamente ya no participan en la filosofía de la derrota que acaba siempre vvv ontologizando todo lo dado. Al contrario, en vez de inspirarse a través de Laclau o Alemán en el pensamiento heideggeriano de la diferencia óntico-ontológica, aquí se afirman seguidoras feministas del paradigma indicial del historiador italiano Carlo Ginzburg, gracias a quien “descubrimos que se trata de un saber conjetural plebeyo que no busca ni puede ofrecer un cuadro acabado de la realidad y que tiene una base en la experiencia sensible que pone a funcionar diferentes planos de lo que hemos dado en llamar «lo humano»”; y luego añaden: “Pero también descubrimos que hay algo del orden de lo plebeyo y de lo femenino operando en esta forma de conocimiento, es decir, una manera de habitar el no saber, la conjetura y la incertidumbre que propicia una serie de conexiones sensibles aún por explorar en toda su radicalidad” (pp. 198-199). Personalmente, prefiero mil veces ese saber conjetural, incierto, tentativo y difuso, marcado por los bordes del no saber, en vez de las certezas de la ontología política posfundacional.

            Ahora resulta, además, que esa preferencia no es solo una diferencia de gustos, sino que corresponde tal vez a la diferencia sexual, entendiendo lo masculino y lo femenino como maneras de posicionarse frente al deseo y no como identidades fijas establecidas de una vez para siempre por la naturaleza. De hecho, en una especie de diferenciación sexual al segundo grado, estas dos maneras de entender la diferencia sexual bien podrían asociarse a su vez con lo masculino y lo femenino:

 

Una asume la existencia de dos sexos completamente separados el uno del otro, como si la identidad de cada sexo tuviera una existencia propia dada por sí misma. Así, la eliminación de uno (el masculino) supondría la libertad del otro (el femenino). La otra, en cambio, se centra en el problema del amor (entre lo femenino y lo masculino) e invita a problematizar la clásica dicotomía «masculina» entre lo femenino y lo masculino. O, dicho de otra manera, nos ayuda a entender el hecho de que ha sido el lugar de enunciación masculino el que ha tendido a crear una separación totalizadora y biologicista —positivada— entre los dos sexos. (pp. 206-207)

 

 

            ¿No es una coincidencia entonces si el discurso ontológico aparece en un marco de referencia tan homogéneamente masculino? ¿O si en Contingencia, hegemonía, universalidad, Laclau decide ubicarse firmemente del lado de Žižek para argumentar a favor de un núcleo “anhistórico”, propiamente ontológico, de la historicidad, en contra del supuesto “historicismo” culturalista que ambos le atribuyen a Butler? Es que, por una especie de deformación estructural, el discurso de la ontología política solo a duras penas se permite el tiempo de escuchar la voz que le llega desde el otro lado—femenino—del deseo:

 

Desde este otro lado del deseo, entonces, lo femenino y lo masculino no son pensados como una simple «oposición» —propio del discurso masculino— sino como un sí mismo contaminado desde dentro por lo otro de sí, cuya perseverancia va trabajando y dando forma a lo femenino y lo masculino desde una diferencia y unos procesos de identificación no idealizada por el punto de vista masculino. (pp. 207-208)

 

 

De nuevo, todo esto se podría aplicar a la contaminación entre las categorías teóricas manejadas en Siete ensayos sobre el populismo. En este sentido, creo que lo que pone sobre la mesa el libro de Paula y Luciana es el secreto de un plus en lo social, cuyo nombre puede ser el pueblo, lo popular o lo plebeyo, como quiera llamarse. Este exceso, muchas veces denostado o vilipendiado por las élites en el poder, pero también por los intelectuales orgánicos del statu quo, es lo que se moviliza en la política populista. Pero entonces, no creo que se pueda depurar el populismo emancipatorio como populismo “a secas” o “propiamente dicho”, reduciendo los populismos de derecha, xenófobos, racistas, sexistas, y transfóbicos, a mero “fascismo” neoliberal. El populismo también es el campo de “un sí mismo contaminado desde dentro por lo otro de sí”, como dicen tan elocuentemente las autoras acerca de la “oposición” entre lo masculino y lo femenino.

Metodológicamente, podemos concluir que una oposición tajante entre lo óntico y lo ontológico corresponde a un punto de vista “masculino” que habría que superar. Y que habría que entender cómo las categorías de la filosofía política, lejos de tener que derivar su “dignidad” del discurso de la ontología, son siempre determinadas por los contenidos ónticos que se intenta pensar a través de ellas. Refiriéndonos a otro trabajo de colaboración que se cita en el último ensayo, esta vez de la mano de Biglieri con Perelló, podemos afirmar que “el orden sociohistórico informa a aquellas categorías con las cuales pensamos lo ontológico” y que “las categorías teóricas, al ser producidas en un determinado contexto sociohistórico, no pueden escapar de él”; es decir, “estas categorías están ‘contaminadas’ de contenidos ónticos porque solo así pueden ser inscriptas en el discurso dominante de la época” (p.  208). Finalmente, con estas aclaraciones sobre la inevitable contaminación entre lo óntico y lo ontológico, o entre el contexto sociohistórico y las categorías teóricas usadas para pensarlo, estamos de regreso en el asunto de la profunda honestidad intelectual de las autoras de Siete ensayos sobre el populismo. Así, en una nota a pie de página del último ensayo, ellas mismas observan algo que nos debería poner en alerta contra cualquier intento de distanciarse de las luchas reales en nombre de la sofisticación de una teoría ontológica del ser de lo político:

 

Más aún, añadimos, muchas veces se producen debates muy sofisticados dentro de la academia que terminan por distanciarse del ámbito de las luchas concretas y de los términos que estas mismas luchas usan para expresar su malestar y buscar una transformación social. Como si la elección de nombrarnos de otra manera nos liberara automáticamente de las ataduras sociohistóricas que escapan al nivel de la conciencia y pudiéramos controlar, a través del mero acto de nominación, el ser de nuestra subjetividad.” (p. 191, n. 1)

 

Y luego aclaran de modo sugerente todo lo que esta postura, anclada siempre en las contingencias de las luchas históricas en su verdad efectiva, puede aportar a una crítica de la ontología basada en la pureza del ser:

 

Quizá el problema esté en creer que con el nombre se agota toda nuestra identidad y que una vez nombradas las cosas de otra manera es posible recuperar la pureza del ser. Quizá el secreto de la emancipación no esté tanto en asignar el «nombre correcto» como en los movimientos del pensamiento que propicia el uso contaminado y no totalizador que hacemos con las palabras para nombrar el mundo. (p. 191 n. 1)

 

En este sentido, poco importa si decidimos nombrar la cosa populismo “a secas” o “populismo de izquierda”, a diferencia del “populismo de derecha” o el “fascismo” neoliberal. De lo que se trata, y allí reside la inmensa fuerza intelectual del libro de Paula Biglieri y Luciana Cadahia, es de entender los movimientos del pensamiento que propicia el uso contaminado de nuestras palabras para nombrar el mundo en sus luchas, sus derrotas y, ocasionalmente, sus victorias también, como las que se pudieron vivir en los últimos meses en América Latina.

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Professor, Dept. of Latin American and Iberian Cultures and Institute for Comparative Literature and Society

Columbia University

bb438@columbia.edu

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