El punto ciego de la critica política // Diego Sztulwark

“Estaba como poseído esos días”. Así recuerda el psicoanalista Bernardo Luis Hornstein al filósofo León Rozitchner, su compañero de exilio caraqueño, durante los días que no interrumpía por nada del mundo la redacción de su libro, Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia, el punto ciego de la crítica política. Redactado íntegramente durante el lapso relativamente breve que va de la invasión argentina el 2 de abril a la firma de la paz el 10 de junio de 1982, el ensayo pertenece a la selecta serie de escrituras que, como Los Pichiciegos de Enrique Fogwill, alcanzan la vibración en diapasón con relación al acontecimiento que piensan.

Como recuerda en su último libro Horacio González, Humanismo, impugnación y resistencia, Rozitchner debió pagar un alto costo por criticar “la totalidad de la empresa militar y sus apoyos”. Y más en general, por practicar un estilo de intervención que no hacía concesiones, sino que más bien se colocaba como “sombra doliente de lo popular”.  ¿Y qué otra cosa podía sentir, sino dolor, ante la celebración masiva de la guerra que se desplegaba en el país? ¿O no eran estas celebras Fuerzas Armadas las mismas que habían aniquilado a sus amigxs y lo condenaban, como a otrxs, al exilio? Si la multitudinaria Plaza de Mayo que el 2 de abril vivó entusiasta la iniciativa bélica de la Junta Militar a solo unos pocos días de los reclamos públicos por demandas sociales y democráticas enarbolados por la CGT quizás podía comprenderse tomando en cuenta los efectos manipuladores de la comunicación y el terror. Más difícil era explicar el apoyo que la aventura militar encontraba entre los intelectuales.

Durante el primer mes de la guerra el director de El Diario de Caracas, el periodista argentino Rodolfo Terragno —luego ministro de Alfonsín— conjeturaba que “cualquiera fuera el usufructo que, de inmediato, los militares argentinos hicieran de su éxito, esas consecuencias generales quizás ofrecieran a la sociedad argentina mayores posibilidades de cambio que el caso subsiguiente a una derrota”. En la Argentina uno de los más conocidos intelectuales de la izquierda comunista, Ernesto Giudici (desprendido del PC en el año ’73) hablaba de “guerra justa” y desde el exilio de México un grupo de importantes intelectuales argentinos había puesto en circulación un documento que sostenía que “la soberanía argentina sobre Malvinas abre la posibilidad de una lucha popular en el interior del país para impedir que los gobernantes de turno la desbaraten en los hechos mediante la entrega en cambio, la pérdida de la soberanía implica la consolidación a largo plazo del dominio imperialista sobre un área cuya importancia Inglaterra y los Estados Unidos vienen a confirmar con sus acciones” (dicho documento se tituló: “Por la soberanía argentina en las Malvinas: por la soberanía popular en la Argentina”, y llevaba la firma de Grupo de Discusión Socialista, constituido entre otrxs por José Aricó, Sergio Bufano, Gregorio Kamisnky, Emilio de Ipola, Néstor García Canclini, José Nun y Juan Carlos Portantiero).

Es este último documento el que detona el ensayo sobre Malvinas y lo lleva a Rozitchner a redactar la frase del escándalo: «Deseo que las fuerzas armadas argentinas sean derrotadas», que hacía de la junta militar y su sistema de apoyos el enemigo principal. Escándalo, digo, no porque ese deseo pudiera albergar complicidad con fuerza imperial alguna, sino porque sorprendía a las fuerzas progresistas y de izquierda deseando el éxito de aquellos que lxs habían forzado a la derrota, el aniquilamiento y el exilio. En otras palabras, desear aquella derrota implicaba enfrentar la operación de la dictadura que hacía surgir una guerra “limpia” de una guerra “sucia”, guerra que por tanto que las fuerzas democráticas sólo podían apoyar si estaban dispuestas a suprimir su propia historicidad.

Si no se estaba dispuesto a suprimir la diferencia en nombre de la cual se padecía el exilio y desde la cual se quería seguir pensando, era inevitable, para Rozitchner, interrogar aquello que la guerra ponía de manifiesto: ¿cómo era posible suponer que el general Galtieri al frente de la Junta Militar encabezaría una guerra anticolonial, mientras la juventud militante llamada a protagonizar ese tipo de gestas emancipatorias estaba siendo destrozada en los sótanos de la ESMA y Campo de Mayo? ¿Qué fuerza material daría sustento a aquella retórica de la recuperación de la soberanía nacional, simbolizada en las islas, si ni siquiera se expropiaban las riquezas nacionales en manos de las potencias imperiales a las que se decía enfrentar?

Malvinas fue y sigue siendo un nombre lacerante para pensar nuestra propia relación con la guerra. El “punto ciego” para la “crítica política” de los progresismos y las izquierdas emergentes de la derrota de los años ‘70. Porque si la guerra es siempre prolongación de la política por otros medios, pensar Malvinas suponía advertir el terrorismo de Estado como guerra hacia adentro, como condición de aquella guerra hacia el exterior. Al saltearse esa continuidad, Malvinas permanecía como un fragmento impensado, congelado y sin conexiones, nunca integrado en función de una comprensión de la experiencia colectiva, y por tanto —y en esa medida— disponible para narraciones patrioteras al servicio de las derechas.

Más que un libro de historia, el de Rozitchner es un tratado de investigación política, que no pretende juzgar los errores inherentes a la acción política —siempre riesgosa en lo que tiene de apuesta—, sino indagar a fondo el misterio más profundo de los poderes, que es su saber sobre cómo actuar en el interior de las fuerzas resistentes, conquistando su deseo e influyendo sobre sus modos de pensar. Hay, en este sentido, una evolución precisa entre el conocido artículo que Rozitchner escribe en los años ‘60 en polémica con John W. Cooke, “La izquierda sin sujeto”, y estas reflexiones sobre la guerra de las Malvinas. En ambos casos el filósofo plantea una cuestión de tipo metodológica que apunta a captar la eficacia de todo pensar político en un doble frente: en confrontación enemistosa con las fuerzas de la derecha, cuya coherencia es siempre la de los poderes que confiscan una y otra vez el fundamento de un poder popular; pero también contra las abstracciones alucinadas de una izquierda que le teme a su propia eficacia, que no sabe salir de la derrota en el plano de los afectos, y que por tanto desea y piensa en esa abstracción que la derecha ha preparado en ella para confinarla en una eterna impotencia. Si Rozitchner escribe todo en tiempo real, mientras la guerra aún se encuentra en curso, es porque supone que es precisamente el riesgo para la propia vida que la guerra implica, lo que hace de ella una ocasión verificadora extrema de las ideas con las que “los cuerpos piensan”.

La intensidad dramática de la escritura disidente de Rozitchner apunta, entonces, a mantener la diferencia aniquilada por la dictadura en el campo político, enhebrando otras líneas de continuidad, una contra coherencia resistente que señala otro principio de soberanía popular, apoyado en el cuidado y no en la aniquilación de los cuerpos. Por eso señala (visionario) a las Madres de Plaza de Mayo y no a las Fuerzas Armadas con sus sistemas de respaldo, como recurso clave para la recomposición de una forma política de contenido opuesto no sólo a la propuesta sustentada en el terror por los militares, sino también a aquella otra, constituida por la atomización de las relaciones mercantiles que persistía adherida a la democracia inaugurada a partir del año ’83.

De modo que Malvinas nombra la inepcia de una política progresista que no ha encontrado el modo de afrontar la oscuridad de esa zona en la que se deciden las relaciones de implicancia mutua entre guerra y política. Eso es lo que descubre Rozitchner tomando el documento del grupo de México como síntoma de un tipo de realismo que “se regula sólo por las contradicciones estratégicas” en el nivel económico-político, desechando el papel activo que lo subjetivo y lo imaginario juegan como índice de “nuestra inserción en cada acontecimiento”, que revelaría que lo político no es tratado como mero saber objetivo sobre los hechos de la economía y de la guerra sino también actividad que restituye potencia imaginativa a las fuerzas populares como fundamento de la democracia, actividad que consiste crear nuevos sentidos, menos opresivos, para esos hechos.

El cohete a la luna

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