El pensamiento del ebanista. Recuerdos de Luis Mattini (*) // Sebastián Scolnik

Para ir a visitarlo, había que caminar por la avenida Scalabrini Ortiz, que alguna vez se llamó Canning, atravesando sus cuadras más extrañas: las que se extienden entre las avenidas Córdoba y Corrientes. Mezcla de casonas derruidas con frentes despintados y negocios antiguos de telas e indumentaria de trabajo, ese tramo, recorrido por pendientes pronunciadas, se resistía al impulso de la modernización. Si el barrio de Villa Crespo, lindero a Palermo, iba perdiendo su temperamento a manos de una gentrificación expansiva, ese intervalo de cuadras mantenía enigmáticamente su estirpe. Vivía en un PH, en el fondo de un largo pasillo. Cocina, pieza y baño daban hacia un patio central donde la mesa y las sillas se resguardaban bajo un toldo metálico verde clarito que oficiaba de techo rebatible. Iluminado por unos tubos fluorescentes, que se reflejaban en un piso de mosaico marrón desvaído, Luis Mattini comía unos fideos, tipo penne rigate, con aceite y queso. Era una escena de una austeridad casi monacal. Vestido con ropa de laburante, de la clásica marca Grafa —seguramente adquirida en esos vecinos negocios del ramo—, nuestro anfitrión nos hablaba de su trabajo. Había montado una carpintería en el ambiente restante, el que debía funcionar como living comedor, donde confeccionaba muebles de distinto tipo. Tenía maquinaria antigua: cortadoras, pulidoras y mesas de trabajo con morsas y herramientas. Olía a aserrín y cola. Había inventado unas banquetas ergonómicas sumamente cómodas que producía por encargo. Mattini se había convertido en secretario general del PRT-ERP cuando cayó toda su dirección a manos de la dictadura. Era un obrero de la ciudad de Zárate que se ocupaba del frente industrial y luego pasó a la dirección del Partido. De joven había recibido una sólida formación política e ideológica que adquirió en los grupos de estudio de Silvio Frondizi. En la biografía de Rodolfo Galimberti, escrita por los periodistas Marcelo Larraquy y Roberto Caballero, hay un monólogo del polémico dirigente montonero, devenido menemista, empresario de dudosas operaciones financieras y “servilleta” de la SIDE, donde relata haber visto a Mattini en televisión, en el inverosímil programa de Miguel Ángel de Renzis. Se refiere a él como a un “fracasado”. Dice un engreído Galimberti: “No nos dedicamos a hacer la revolución porque éramos incompetentes […]. Para ser consecuente con la lucha de la época, hay que ser exitoso en nuestra sociedad”. No hace falta decir nada que dé cuenta de lo repudiable y cínico del personaje en cuestión, pero lo interesante del caso es que Mattini representaba lo opuesto al ideal de éxito neoliberal y consagratorio al que adhería el lenguaraz agente de inteligencia y financista. De revolucionarios a delatores, de guerrilleros a especuladores, este tipo de emprendedores cambió de profesión, pero mantuvo una idea del poder y del destino intacta. Como si los guiara una especie de adrenalina inconmovible frente a la tragedia. 

Luis Mattini, en cambio, había cursado su exilio en Suecia y estaba recluido como un artesano de la madera. Pero mientras hacía sus labores, como si fuera un Spinoza pulidor de lentes —aunque, en lugar de vivir en la Ámsterdam del 1600, vivía en la Villa Crespo de los albores del siglo XXI—, iba reflexionando sobre ciertos temas que alumbraban sus futuras e incisivas intervenciones. A sus balances sobre los setenta y la lucha armada, Mattini agregaba todo un pensamiento radical sobre el tiempo histórico, la modernidad y la política, mientras pulía tirantes o los calaba a fuerza de antiguas escofinas. “Si antes los muebles se construían para durar cincuenta años, con una madera dura y bien estacionada, la sociedad contemporánea no puede pensar más que en un horizonte de diez a quince años al reemplazar los viejos materiales por el aglomerado y otras maderas compuestas industrialmente de inferior calidad”, razonaba nuestro revolucionario devenido carpintero. 

En el número 3 de la revista La Escena Contemporánea, publicado en octubre de 1999, Mattini presentó un gran artículo acerca de la violencia de los setenta. Bajo el título “¿Hubo una guerra en Argentina?”, discutía la concepción defensiva que el movimiento popular había construido, como lectura de la dictadura, en la que se negaba el carácter subversivo de las luchas populares. Esa presunción de inocencia resguardaba a las víctimas y quitaba argumentos a las fuerzas del orden militar que justificaban las desapariciones como parte de una guerra. Pero en esa estrategia, la de la victimización, se perdía de vista el rasgo desafiante de las fuerzas populares, el deseo de emancipación que terminó siendo encorsetado bajo la forma de unos ideales idílicos e inofensivos. Y, además, si las tácticas utilizadas bajo el terrorismo de Estado no eran las de la guerra abierta convencional, nada hacía suponer que la violación de los códigos éticos más elementales por parte de la dictadura militar sustrajera el carácter bélico a la represión. En definitiva: los revolucionarios habían querido transformar la opresión en revolución tomando las armas y declarando la guerra al poder y a las clases dominantes. Y estas respondieron con innovadores mecanismos de aislamiento y represión (“quitarle el agua al pez”) con los que derrotaron a las clases populares y a sus organizaciones políticas, gremiales y armadas. Negar la guerra entre fuerzas sociales implicaba un borramiento de los fundamentos de las resistencias populares y decretaba, de allí en más, la imposibilidad de un cambio radical. Al mismo tiempo, admitirla sin más, podía significar un espaldarazo a una dictadura que pretendía fundar su eficacia triunfante —política y militar— en un criterio asesino. Era preciso establecer una diferencia nítida que expresara la asimetría de las fuerzas sin negar la violencia que se encuentra en el fondo de toda política. 

Muchos de esos pensamientos sobre la organización y el horizonte político que se abría, que adquirieron una consistencia más orgánica en su muy sugerente y disruptivo libro La política como subversión, habían sido anticipados en la revista De Mano en Mano, cuyos dieciséis números editamos con una prolija regularidad. Esa publicación había surgido como una iniciativa para aglutinar espacios militantes cuando comenzamos a vislumbrar la necesidad de una perspectiva política que trascendiera el ámbito universitario para asumir más abiertamente los dilemas que se abrían en el país. En su número inicial, en mayo de 1997, publicamos unos diez puntos programáticos que formulaban una propuesta no exenta de paradojas. Invitábamos a construir una organización que no se reclamara estratégica o vanguardista, y que al mismo tiempo se propusiera enfrentar el posibilismo con el que la que la política representativa quería tramitar las resistencias que comenzaban a manifestarse. Ni sectarios ni posibilistas. Se trataba de idear una organización para que se terminara disolviendo en futuras recomposiciones del llamado “campo popular”. Pero esa apuesta, tan lógica y natural, ¿no contenía una complejidad interna? ¿Organizarse para disolverse? ¿Cómo se podían poner las energías en construir algo cuyo éxito redundaría en su propia disolución, en su conclusión y desembocadura en futuras e inciertas recomposiciones? ¿Qué tipo de idea de acumulación yacía tras esa hipótesis de lo transitorio de la organización? Porque si todo salía bien, debíamos cesar como grupo. Una paradoja de la que estábamos convencidos, pero sabíamos que era muy difícil de asumir. 

Nuestra propuesta se movía dentro del campo de las izquierdas, del marxismo al nacionalismo popular, pero advirtiendo los peligros de un fetichismo simbólico, de una nostalgia cristalizada y de una identidad sostenida en imaginarios tramados por fuera de la experiencia concreta de la lucha popular de esos años. No nos creíamos portadores de una exclusividad ni de una dinámica que se pudiera concebir como exterior al movimiento. En ese sentido específico, no éramos leninistas. Nuestra organización promovía la horizontalidad como forma de relacionamiento y desarrollo de sus militantes, a los que exhortaba al sostenimiento de una responsabilidad colectiva en la elaboración de los lineamientos políticos y en la sustentabilidad de las actividades y su financiación. 

Esa tarde, Mattini nos citó para conversar con dos viejos compañeros que habían organizado la Cátedra del Che: uno en la universidad, en la Patagonia; el otro en la Región Mesopotámica, con jóvenes del colegio secundario. Los compañeros, luego de haber constatado la masividad y el interés de la iniciativa, y analizado su proyección nacional, nos proponían que organizáramos y dirigiéramos todo ese universo político. Había que, según su perspectiva, dotar de mayores niveles de organicidad esa experiencia para evitar su disipación e incidir en las líneas de reconstrucción del campo popular. Venían a discutir los diez puntos programáticos con los que convocábamos a la organización El Mate. Su propuesta era sensata pero muy distante de lo que nosotros percibíamos. En nuestra opinión, la consolidación y la masividad de ese movimiento se debía, precisamente, a no proponerse “controlar” su desarrollo sino a estimular su proliferación libre. Coordinación, sí; articulación en un todo unitario y abstracto, no. No solo porque de esa manera habríamos bloqueado la potencia de lo que estaba desplegándose —aun sin nombres ni elaboraciones sobre el futuro, pero con precisas imágenes que surgían de sus despliegues concretos—, estableciendo falsas alternativas, sino porque la eficacia debía medirse muy sutilmente por estos modos singulares en que se desarrollaba la experiencia en cada territorio. 

Había dos ideas de acumulación en juego: o una organización que adicionara lugares, territorios, referencias y militancias, englobados bajo una identidad común; o un tipo de organización múltiple, descentralizada y guiada por su capacidad productiva que se basara más en intercambios concretos que en sinonimias de filiación ideológica. Como dirían los zapatistas: “Para todos, todo. Para nosotros, nada”. Una cooperación organizada alrededor de un mínimo poder, entendido como operación de control y manejo de “stocks” militantes y de recursos políticos, y la máxima potencia creativa. Lo curioso del caso es que nuestros interlocutores iban tomando temperatura a medida en que transcurría la conversación. Su tono iba in crescendo hasta la exasperación, tironeados por una racionalidad forjada en su propio pasado militante, lo que los ponía fuera de sí. Sudados, despeinados y con tonos rojizos en sus rostros, se descontrolaron. Nos gritaban que teníamos problemas psicológicos por negarnos a asumir el rol en el que nos había puesto la historia. Más nos acusaban, más nos reíamos de sus sentencias y más se calentaban. Todo esto ocurría bajo el silenzio stampa de un Mattini devenido cebador de mates. Esos compañeros, finalmente, luego de haber constatado nuestras incapacidades y cerrazones, continuaron trabajando con nosotros e integrándose a diferentes iniciativas. 

Esta discusión, en apariencia absurda e insignificante, transcurrida en el escondrijo de una carpintería artesanal, semiclandestina, anticipaba algo que luego, en las circunstancias previas a 2001, sería materia de debate y confrontación: ¿qué era una organización política inmanente a las experiencias de resistencia que se estaban desarrollando? ¿Qué criterios de acumulación política eran eficaces para desplegar las luchas en lugar de ofrecerles un recorte imaginario como horizonte de sus posibilidades? ¿Qué tipo de transversalidad se estaba gestando en esos años noventa, cuya politicidad le era negada en función de unos argumentos provenientes de los repertorios más tradicionales del pensamiento político? ¿Se trataba de movimientos sociales que estaban a la espera de una representación que los englobara y les diera unidad o había en esas experiencias mismas un potencial constructivo y también destituyente, que fijaba sus propias nociones políticas y sus criterios organizativos? 

(*) Fragmento del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política. Ed. Tinta Limón

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