Hace unos días, circuló en las redes sociales un pseudo libro difundido como El Pacto, sin autor identificado (la firma alude a una Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia), aunque claramente escrito por personas del ámbito judicial, hipersensibles a la defensa del personal de las Fuerzas Armadas involucrado en las prácticas del terrorismo de Estado. De su lectura podemos decir tres cosas:
- No aporta ni agrega datos, carece de toda verdad a exponer. Se trata, más bien, de un texto documentado, pero la información que ofrece es falsa o gravemente manipulada; y las hipótesis que se ofrecen son actualizaciones de las viejas narrativas del fascismo ligado a la represión.
- Constituye un elogio involuntario a los logros obtenidos a lo largo de estas décadas por los organismos de derechos humanos, descriptos en todo caso no como avances democráticos cruciales, sino como amenazante colonización sobre el Estado y el Poder Judicial, garantes últimos de la propiedad privada.
- Innova en dos aspectos: logra contener la furia anticomunista que perturba la escritura proveniente de este tipo de usinas; y apunta a objetivos estratégicos inmediatos, claramente identificables, en particular a resitir toda reforma del Poder Judicial.
La idea de «pacto» es el dispositivo fundamental del razonamiento. Los autores imaginan un inverosímil acuerdo entre políticos-delincuentes y organismos de derechos humanos, que tendría por objetivo principal evitar que la justicia actúe en casos de corrupción, desviando así su atención hacia los juicios de la última dictadura y, por finalidad última, lograr la reorganización de las relaciones sociales por fuera del principio de orden de la propiedad privada.
«Con el perpetuo enjuiciamiento a las FF.AA. y la dirección de las imputaciones en manos de las organizaciones de DD.HH., Verbitsky alcanza su objetivo y el kirchnerismo también: los Tribunales Orales Penales Federales, encargados de investigar y juzgar la corrupción estatal, tenían y tienen sus agendas atestadas, desde el inicio de la gestión Kirchner, hace ya 17 años, en el juzgamiento de hechos ocurridos en la Argentina hace 45 años. Ello en parte explica por qué solo el 1% de las causas de corrupción llegan a juicio oral y, de estas, solamente el 2% recibe condena. Mientras tanto, la relación se invierte en las causas de lesa humanidad: el 98% son condenados y el 1,4%, absueltos».
El principal operador de la conquista que parte del campo social para llegar al vértice del Estado sería la promoción de la figura del militante. Sea que provenga de la idealización de la actividad de las organizaciones de los años setenta, o de la actividad de cuadros jurídicamente formados de los organismos de derechos humanos, el militante es presentado como un ser esencialmente parcial, ideologizado y obediente a una jefatura. Y el temor a la perversa influencia de su figura proviene de un supuesto plan de penetración de distintas esferas profesionales como el periodismo, la educación y, finalmente, del botín más codiciado: el Poder Judicial. Siguiendo esta línea de argumentación, el CELS sería el sofisticado instrumento coordinador en tanto que la agrupación Justicia Legítima operaría como el instrumento táctico de manipulación de jueces y fiscales.
En síntesis, el pacto habría consagrado la convergencia de grupos muy diferentes: por un lado, los que actúan en función de que la justicia no cumpla con su función anti-corrupción (por supervivencia política y porque el propio proyecto sería esencialmente delictivo) y, por otro, los que se abocan a concretar una voluntad de venganza ilimitada en el tiempo (imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad), y en la extensión de responsabilización social con dictadura (ampliándose primero de lo militar a lo cívico-militar, y luego a lo cívico-eclesiástico-militar, etc.).
Lo que me interesa del texto es el carácter explícito de su objetivo estratégico: asegurar el aparato judicial como nexo fundamental entre fuerza coercitiva e instancia legal, nexo sobre el cual reposa el orden de la empresa capitalista. Según sus autores, este orden estaría amenazado por sus enemigos históricos. Y me interesa por dos razones. La primera: porque confirma que los fenómenos de histeria propietaria o de ultra-derecha de estos últimos tiempos puede ser caracterizados más bien como fenómenos de “aseguramiento”, fundados en el miedo y en una feroz agresividad de naturaleza defensiva. Más que vaticinio de un nuevo tiempo, este tipo de fascismo se aferra de un modo paranoico a un ideal alucinado de jerarquías y esencias, de controles y vigilancias, como último fundamento. La segunda: porque hace posible complementar los estudios recientes sobre los afectos neoliberales –en particular sobre el odio–, con la capacidad de racionalización que actores organizados pueden montar sobre la base de esa afectividad. El odio como tal, en tanto que afecto libre, puede obrar como transgresión y desacato. Pero el odio tomado por este tipo de razonamientos, más que desafiar una democracia formal y una sociedad protocolizada (y tomada por lo políticamente correcto), es en todo caso la reafirmación de pactos propietarios preexistentes, que no han dejado de formatear la estructura social, de castrar toda pulsión político-democrática y de poblar el inconsciente del Estado, a partir de efectos irreversibles del terrorismo de Estado.
No entendí casi absolutamente nada.