Spinoza decía que cuando imaginamos que alguien a quien nos representamos como semejante experimenta un afecto, somos afectados entonces por algo similar. Para que esto suceda, agrega, ese otro debe ser construido a través de un proceso de identificación imaginaria. Solo se puede establecer una relación de empatía con quien, más allá de las diferencias, nos sentimos parte de lo mismo. De modo que el intelecto, el entendimiento digamos, ocupa un rol menor en esta mímesis sensible de la que habla Spinoza. Ella no se activa al entender al otro como un semejante, sino al imaginarlo como tal.
En su libro sobre Simón Rodríguez, Rozitchner descubre en la empatía ciertas claves para la elaboración de un saber político e histórico. Sentir el sufrimiento del otro como propio es la clave fundamental que da sentido a toda vida: saber si nuestro propio cuerpo pudo ser el lugar de una acogida cálida donde el otro tiene para mí un valor semejante al de mi propia vida. No sabe el que quiere saber sino el que se atrevió a sentir el sufrimiento ajeno como propio. No hay elaboración de sentidos y significados históricos sin que el sentir del otro participe de ella. Por eso es que el sujeto encerrado sobre sí mismo no es capaz de elaborar nada.
En una entrevista televisiva, Louie C.K. sostiene que los teléfonos celulares atentan contra la capacidad de la gente de experimentar empatía. Los niños, cuenta, suelen hacer uso de una especie de crueldad que no deja de ser un modo de probar en los otros los efectos de sus propias acciones. Miran a otro chico y le dicen: “sos gordo”. Después ven arrugarse la cara del otro chico y piensan: “no se siente bien hacer que a otra persona le pase eso”. Tienen que empezar probando lo cruel. Pero cuando escriben “sos gordo” y no ven la reacción, después piensan: “eso fue divertido, me gustó”. Esta idea de Louie permite enlazar lo afirmado por Spinoza con lo de Rozitchner. En tanto dejan de lado la percepción del cuerpo concreto del otro, las interacciones virtuales dan lugar a percepciones abstractas donde cada uno de nosotros, en su soledad frente a la pantalla, desconoce los efectos de lo que genera.
Habría entonces una doble operación. Por un lado, el otro desaparece de la percepción sensible y solo se lo reconoce en la disposición abstracta que otorgan las reglas y posibilidades de las redes. Solo se reconoce al otro en tanto pueda participar del código estipulado por las plataformas. En ese universo, aparentemente lleno de gente, no hay una sola mueca, ni siquiera un silencio, que permita comprender el alcance real de lo que hacemos. Esta existencia avatarizada de los otros atenta contra la capacidad de imaginar al otro como semejante, es decir, de establecer afinidades que permitan la elaboración de significaciones y sentidos en común. Por supuesto que esto no es algo absoluto, no es –a pesar de Bifo– el apocalipsis. Pero resulta difícil ignorar esta tendencia cuyos efectos políticos son evidentes. A la percepción abstracta de los otros, le corresponde una imagen de la vida común atravesada por esa misma frialdad indolente.