El odio, el «Señor Pedro» y los trolls//Mariela Genovesi

Ya ha pasado más de una semana desde el jueves 1 de septiembre. Día a partir del cual, y debido a los sucesos de público conocimiento, se ha comenzado a hablar con mayor énfasis que lo habitual, del odio y de los «discursos de odio». Es por eso, que en esta nota me gustaría reflexionar sobre el odio en sí, qué es, cómo surge y cómo actúa.

El odio es un afecto alimentado por la Ira. La ira es una emoción, que se expresa de manera corporal y que da lugar a una serie de expresiones psíquicas y subjetivas que reciben el nombre de «afectos». El rencor, el resentimiento, el enojo, la hostilidad, el desprecio, la indignación, la intolerancia, y el odio…. son todos afectos que se originan en el seno de la ira y que se asocian a «imágenes», «ideas», «recuerdos» y «malestares» superficiales y/o profundos.

Una persona siente rencor, porque aún recuerda el dolor que alguien le ocasionó. La ofensa aún perdura, no se perdonó ni se olvidó. Eso genera resentimiento, que es la puerta de entrada a la conversión del amor o aprecio que alguna vez se tuvo, en «otra cosa». Esa «otra cosa» puede ser odio, pero no necesariamente. No aún.

El odio es mucho más complejo, porque surge en conexión a otros afectos concomitantes al universo de la Ira, pero también, concomitantes al universo de otra emoción: la Tristeza. En el odio, hay dolor, hay angustia, hay sentimiento de pérdida y, por lo tanto, hay indignación.

Rencor, resentimiento e indignación. Ya tenemos tres afectos de la Ira, que son muy distintos en sus características y en su composición. ¿Cuándo sentimos indignación? Cuando algo nos duele mucho, cuando no podemos concebir que sea cierto, posible o real, porque no lo podemos entender y porque no lo podemos tolerar. Quizás porque hiere nuestro sentido de justicia, nuestros códigos éticos o nuestras reglas morales. Quizás porque hiere nuestra idea de «ser humano», de «patria» o de «república»; o quizás porque nos quita algo que apreciábamos, necesitábamos o estimábamos mucho.

Rencor, resentimiento, indignación e intolerancia. Todos ellos unidos por la ira y el dolor. ¿Cuándo algo resulta intolerable? Cuando no se soporta, cuando se cruza el límite. Ahí, ya hay una alarma, un primer «warning». Porque la intolerancia al no soportarse, necesita expresarse, necesita «salir». Puede manifestarse como bronca, insulto, desprecio y hostilidad hasta que finalmente conforma esa base afectiva que socialmente denominamos «odio».

Vemos así que, para llegar al odio, necesariamente se tienen que haber dado otras instancias, a las cuales no tuvimos en cuenta a la hora de evitar seguir ahondando en un conflicto emocional que nos lastima y nos horada cada más. Eso es el «odio», pero ahora, nos resta averiguar las implicancias del «odio social», que supone algo más, porque entraña un sentimiento de masa, algo que genera cohesión social más allá del sentimiento subjetivo de cada individuo.

Desear que un dirigente político (del partido que sea) se muera o sea asesinado, conforma el pueril y oscuro anhelo que una parte de la población -que no se siente para nada identificada con ese dirigente-, tiene. Sobran los ejemplos de expresiones populares vistos en marchas, en redes sociales o escuchados alguna vez en algún local de barrio.

Pero del dicho al hecho, no hay apenas un «trecho», hay leyes, hay sanciones (morales, sociales, mediáticas, jurídicas) y hay penas. Franquear cada una de estas instancias, puede suponer una «locura», pero también, puede suponer un hecho aún más oscuro y para nada pueril, que descansa en las entrañas y redes del poder. Siguiendo esa línea, el «odio social» se convierte en un iceberg, en una excusa, en una máscara para explicaciones aún más complejas que la Justicia deberá investigar. Sin embargo, no podemos negar ese «odio», esas manifestaciones diversas y públicas, porque están, porque existen. Y porque incluso también, llevan al «descreimiento», es decir, a la pérdida de credibilidad de todo hecho o acción no deliberada.

Y aquí entran a jugar también los llamados «discursos del odio» y los sujetos que, con sus opiniones y participaciones en redes, son denominados «haters». Hay discursos genuinos y hay discursos programados. Es decir, existe la «señora Rosa» y el «señor Pedro», pero también existe el troll. Existe la influencia mediática, pero también existen los que piensan y sienten eso más allá de lo que diga tal o cual medio o aparezca en la red social. La realidad actual es así de compleja. Pero es cierto que hay un sistema global que genera y direcciona – a través de las diversas redes sociales- cada vez más narcisismo, ostracismo y degradación moral fomentado odio y agresividad.

Por último, y ya para cerrar, mencioné que el odio se conecta con la indignación, con el sentido de injusticia, con la intolerancia, con el resentimiento y con el dolor. Y en ese sentido, tampoco podemos negar que desde algunos (bastantes) años a esta parte, hay un porcentaje cada vez más amplio de la población que siente eso mismo respecto de cualquier discurso político. La pérdida del poder adquisitivo, la falta de dinero y de insumos para poder vivir dignamente, la pérdida de la capacidad de ahorro para poder progresar y obtener una casa o espacio propio, la falta de confianza en el futuro, el aumento de problemas sociales y psico-afectivos a causa de esta crisis agravada y de la pos-pandemia, son la contracara estructural del odio, una cara que no podemos dejar de ver, que no podemos tapar.

Negar la crisis, negar los ajustes, encerrarse en el propio discurso o relato político engrandeciéndolo, exaltándolo cuando la realidad social muestra y da señales (alarmas ya) de otra cosa, es no tener una lectura adecuada de los tiempos afectivos que corren. Tiempos a los que no hay que culpar, porque eso significaría potenciar el error y, por ende, las consecuencias. Porque esa actitud de negación, de solipsismo y de vanagloria política, hecha aún más leña al fuego.

La sociedad no tiene la culpa de sentir lo que siente. Lo siente por algo. Y a ese algo es a lo que hay que prestarle atención, sea cada quien, de la fuerza política que sea.







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