por Pablo Esteban Rodríguez
Quisiera comenzar con una cita extraída de la “nueva época” de la clásica revista El Ojo Mocho, uno de los grandes faros intelectuales argentinos en los ’90. Se trata de una entrevista a Eduardo Rinesi, actual rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento, publicada a fines de 2011. Refiriéndose a Michel Foucault (p.19), ubicándolo dentro de un pensamiento, digamos, antiestatalista, afirma lo siguiente: “las cosas que estamos pensando en la Argentina no van tanto en la dirección de pensar en formas no estatales o extraestatales o antiestatales de funcionamiento de la vida social. Me parece que hemos dejado de pensar que la libertad está del otro lado del Estado, digamos así, para pasar a pensar (y me parece que allí estamos en el corazón de la gran tradición republicana clásica) que uno es libre no contra el Estado, sino en el Estado o gracias al Estado, no fuera de la ley o contra la ley, sino dentro de la ley y gracias a la ley”. Uno de los entrevistadores, Alejandro Boverio, acababa de señalarle que “en los ’90 no había Estado y, mientras tanto, se leía a Foucault”, y Rinesi retruca: “lo que en algún sentido pedía el progresismo era todo lo que Foucault criticaba: una estatalidad fuerte”. No es el único lugar en el que Rinesi, y otros con él, se refieren a Foucault en estos términos.
El solo hecho de participar en este Coloquio nos colocaría, a buena parte de nosotros, en una posición contraria a la de Rinesi. Si pensáramos realmente que el famoso “Foucault del poder” está desfasado y es poco útil respecto del contexto actual, la leyenda “Foucault y América Latina” tendría poco sentido más allá de una efeméride vacía por los 30 años de su muerte. En mi opinión, es fácil estar en desacuerdo con Rinesi por miles de razones, pero no es lo que me interesa explicitar; entre otras cosas porque, casualidades de las transmisiones generacionales, él formó parte de aquellos profesores que me introdujeron a un mundo de lecturas en el que Foucault ocupaba una plaza central. Hay allí un motivo afectivo. En realidad, traigo a colación esta cita porque me permite enhebrar varios ejes de lectura que desembocan en la necesidad imperiosa de Foucault para comprender algunos procesos macro y micropolíticos en nuestra región, y en especial en Argentina.
El primer eje de lectura tiene que ver con las sucesivas capas de interpretación que cayeron sobre la obra de Foucault a lo largo de su vida. A diferencia de lo que planteó ayer Didier Eribon sobre el silencio que la academia francesa hizo sobre Foucault desde su muerte hasta hace unos cinco o diez años, en nuestro país y en parte de América Latina Foucault nunca dejó de estar de moda. La posición de Rinesi y de sus entrevistadores abreva, entonces, en una primera capa interpretativa que viene de arrastre de los años ’70, cuando, como ya se dijo aquí en las jornadas realizadas en junio en la Biblioteca Nacional, Vigilar y castigary otros escritos de Foucault eran leídos con pasión y a hurtadillas en plena dictadura. Fue en aquel tiempo que se instaló la idea de que la disección de la sociedad disciplinaria era sinónimo de crítica al aparato estatal, de manera que disciplina era en lo esencial sinónimo de represión, aunque en Foucault la cuestión era más compleja. Esa lectura atravesó luego la primavera alfonsinista y la vuelta a la democracia en varios países (Uruguay y Brasil, fundamentalmente). Tal como explica el propio Rinesi, eran en parte “los amigos anarquistas”, como Christian Ferrer, quienes difundían la palabra de Foucault.
Luego viene una capa de interpretación que, atravesando los ’90 con la misma imagen del Foucault antiestatal (como decía Boverio), llega a posarse sobre la crisis de 2001 en Argentina con tintes nuevos, aportados por el arribo masivo de las tesis de Imperio, de Michael Hardt y Toni Negri, y de la estela del autonomismo italiano (Paolo Virno o Maurizio Lazzarato, por dar algunos nombres). La ecuación parecía perfecta: Negri y compañía citaban profusamente a Foucault, lo mezclaban con Marx, lo reafirmaban en un lugar “antiestatal”, combinándolo a su vez con Deleuze y Guattari, y todo en nombre de una multitud que tomaría el relevo del pueblo. El clima “antiestatal” de 2001, el espíritu asambleario, el crecimiento de los movimientos y las organizaciones sociales parecía un suelo fértil para esas lecturas. Por alguna extraña razón, con los mismos rasgos, Foucault iluminaba la situación argentina y, en parte, la de América Latina en dos momentos muy diferentes de su historia reciente (los ’70 y los 2000), mientras queda el interrogante de la relación entre el neoliberalismo de los ’90 y las búsquedas que el progresismo realizaba sobre ese mismo Foucault.
El Foucault de Rinesi proviene, entonces, de estas dos capas cortadas por una interpretación que hoy en día comparten muchos intelectuales, a saber, que la crisis de 2001, detrás de sus declamaciones antiestatales, provenía de una demanda de más Estado, el mismo que se había desvanecido durante la década neoliberal. Juzgando esa demanda como legítima, y valorando positivamente esta época que, en toda la región, tiene un color macropolítico muy diferente del de los ’90, las experiencias de gestión social no estatal, junto al Foucault libertario-filo-anarquista, y por supuesto la multitud negrista, quedarían archivadas y desactualizadas. “Foucault y América Latina” sería, entonces, la historia de un encuentro que ahora habría culminado. Este coloquio sería un réquiem. Por supuesto que no es así.
Un “nuevo” Foucault
Didier Eribon alertaba ayer sobre una situación que ocurre en Francia y que en América Latina en cierta forma se replica: el pasaje de un Foucault urgente, leído en clave de las luchas políticas, a un Foucault considerado clásico, más encorsetado, consagrado en y por la academia. Pero habría que agregar que en este pasaje se produjo una novedad fundamental, que es la publicación de sus cursos en el Collège de France. Esto provocó en la región (pienso sobre todo en México, Brasil, Chile y Colombia, hasta donde yo conozco) un renacimiento del interés de Foucault bajo otras condiciones, que no son sólo las de la proliferación académica (edición de libros, organización de coloquios como este, etc.), sino también y sobre todo la de un Foucault que analiza otros temas, como el neoliberalismo, tal como explicó ayer Eribon. También aparece bajo nuevas luces el Foucault “griego” y otros tantos que no puedo en este momento mencionar. Esto da pie a una tercera capa interpretativa que quiero proponer de modo muy esquemático, una capa en la cual, de pronto, Foucault aparece nuevamente sincronizado con los ’70 y con esta época, pero a través de ejes diferentes a los mencionados anteriormente. Para emplear una bella expresión suya, Foucault ahora nos enseña a estar en la vertical de nosotros mismos.
Quisiera referirme, como se podrán imaginar, a dos cursos en especial: Seguridad, territorio, población y Nacimiento de la biopolítica. Allí Foucault realiza la arqueología y la genealogía del liberalismo y el neoliberalismo entendidos no como ideologías, teorías económicas o políticas, sino como verdaderas tecnologías de poder ensambladas con tecnologías específicas de subjetivación. Se trata de una hipótesis de lectura fuerte, de un posicionamiento notable de Foucault, por varias razones: ante todo, por la novedad en el enfoque de un tema muy transitado (al menos, el del liberalismo); luego, por las transformaciones que supone para su propia teoría del poder, al dar vuelta la página respecto del análisis de la disciplina y proponer un nuevo nivel de análisis, ligado a lo que llama “los dispositivos de seguridad”; y finalmente por el sentido de la oportunidad, su notable sincronía, pues el neoliberalismo en esos tiempos (1978-1979) se imponía a sangre y fuego en parte de América Latina y se preparaba para tomar el poder nada menos que en Estados Unidos y Gran Bretaña. Curiosas líneas de tiempo, las que habilitan a un Foucault antidisciplinario leído en la clave provista por la represión y la masacre de las dictaduras en el mismo momento en que Foucault vislumbra otro tipo de poder en marcha que sólo se hace evidente en la actualidad.
No hace falta que me extienda en la descripción de los nudos centrales de estos cursos, pues todos los conocemos bien, pero sí quiero destacar que en el centro de la cuestión está la noción de gubernamentalidad, entendida como un modo de ejercicio del poder que bascula entre dos polos, el del Estado y los individuos, el de la libertad y la seguridad. Esto ya de por sí señala una diferencia clara con el retrato del Foucault antiestatal, pues la libertad no es en absoluto lo contrario del Estado, sino algo producido desde el mismo Estado cuando se gubernamentaliza, esto es, cuando logra formar una suerte de saber naturalista sobre la circulación de las cosas y de los signos, cuando consigue laisser faire, laisser passer para luego aplicar sobre la sociedad un conocimiento acerca de esa circulación. La libertad existe y se crea dentro de este ámbito; no existe pura, incontaminada, lejana al poder político. Es más: en Seguridad, territorio, población, de hecho, Foucault denuncia la sobrevaloración del problema del Estado por parte de quienes dicen combatirlo, asignándole una eficacia exagerada y ocultando el juego que realiza con el mercado.
Por esos años, Foucault colocará al Estado de Bienestar como una operación hacia el otro polo, el de la seguridad, debido a la crisis de gubernamentalidad originada en el crack de 1930. El papel del neoliberalismo es el de un contrapeso a este modelo, un intento a la vuelta al liberalismo que se construirá pacientemente a lo largo de varias décadas, primero como teoría económica que incluye a los deseos, luego como instrumento de presión a través de diversos think tanks y finalmente como una infiltración hacia terrenos supuestamente refractarios a los neoliberales como el pensamiento socialdemócrata, para terminar inclinando la balanza a su favor en dos tiempos: los ’70 y los ’90. Lo que sorprende es la falta de prejuicios con la que Foucault encara estos temas, cuán poco le debe al tono políticamente correcto. Mientras diseccionaba con lujo de detalle un tipo de teoría, como la neoliberal, que cualquier progresista conoce únicamente como grueso epíteto, no tuvo empacho en decir, en una entrevista realizada en 1983 llamada “Seguridad social: un sistema finito frente a una demanda infinita”, que la noción misma de seguridad social generó “efectos perversos; rigidez creciente de determinados mecanismos, situaciones de dependencia (…) se ofrece más seguridad a la gente (pero) se aumenta su dependencia” (210).
Es muy simple: tanto el neoliberalismo como la seguridad de todo tipo alojada en el Estado son tecnologías de poder. Al no tomar partido, al permanecer, en definitiva, mucho más cerca del marxismo que todos aquellos que partiendo de él se convertían a un progresismo flou, el retrato parece claro: Foucault se ha vuelto un liberal, como explicaba ayer Eribon. Liberal, libertario, anarquista, antiestatalista. Sin embargo, he aquí lo que hizo Foucault en Nacimiento de la biopolítica, el curso siguiente de Seguridad, territorio, población: puso al neoliberalismo en continuidad y ruptura con el liberalismo clásico. Es una continuidad porque se apoya nuevamente en el par individuo-libertad, más que en Estado-seguridad; pero es ruptura porque se produce un nuevo tipo de subjetivación, al menos en la teoría, que se corresponde con la noción de riesgo, la de capital humano, la de una concepción de vida en la que todo es un juego económico donde se realizan inversiones, la de un sujeto que es empresario de sí mismo y que calcula, todo el tiempo calcula. No es preciso abundar porque Flavia Costa hablará precisamente de este tema. Es bastante miope suponer que todo esto fue hecho en nombre del liberalismo; más bien parece su denuncia.
En todo este proceso Foucault vincula procesos macropolíticos y macroeconómicos con tecnologías específicas de subjetivación. Las crisis cíclicas del capitalismo se traducen en crisis de gubernamentalidad; estas crisis generan, a su vez, modos particulares de subjetivación que se desarrollan en la teoría y a veces en la práctica. En aquellos años (recordémoslo una vez más: en esos años en los cuales para nosotros era “el pensador de la disciplina”), Foucault advertía sobre los límites del modelo de bienestar mientras vislumbraba una nueva tecnología de poder, neoliberal, que aún no estaba vigente. Y de paso, como si todo esto fuera poco, retuerce con todo ello su propia teoría del poder y ordena una nueva secuencia: soberanía-disciplina-seguridad. Todo esto es continuado por varios caminos, desde el de Robert Castel hablando de la gestión de los riesgos hasta el de Gilles Deleuze hablando de las sociedades de control, pasando por qué no por François Ewald, quien sí fue alcanzado por la prédica neoliberal.
Neoliberalismo para todos y todas
Siguiendo esta tercera capa interpretativa que propuse, la del Foucault diseccionador del neoliberalismo avant la lettre, quiero proponer lo siguiente: estamos en el tiempo en que el neoliberalismo se extiende como tecnología de poder mientras decae su legitimidad en el nivel macropolítico, o dicho de otro modo, mientras no puede ser declamado como ideología. Se trata de un proceso que en América Latina comenzó lentamente en los ’80 y que tuvo un crecimiento con la ola neoliberal de los ’90, pero no exactamente como tecnología de poder puesta en práctica. Desde ya que hay una solidaridad íntima entre ambas instancias: las privatizaciones de las empresas públicas componen perfectamente con el ensalzamiento de la iniciativa personal, el empresario de sí mismo y la concepción mercadocrática de la existencia. Pero hay un desfasaje, incluso una utilización bastarda, de esas tecnologías de poder en América Latina, inimaginable quizás por los mismos teóricos neoliberales, difícil de creer para sociedades de mayor equilibrio social como las europeas,. Para esta tercera capa interpretativa, la crisis de 2001, la crisis del neoliberalismo en general, no significó simplemente la inclinación hacia el polo Estado, sino también el ejercicio de nuevas formas políticas, de nuevos procesos de lucha que atraviesan ambas épocas y que fueron y son utilizados desde el Estado como un know-how incorporado a una nueva fase de la gubernamentalidad.
En todo caso, el nuevo escenario de una gubernamentalidad neoliberal que corre detrás de la indudable “vuelta del Estado” en América Latina tendría, a modo de hipótesis tentativas, tres componentes. El primero es quizás el más asimilable, porque hace un momento la expuso Flavia, con quien trabajamos este tema hace años en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, y porque espeja en cierta manera lo que ocurre en el hemisferio norte hace ya bastante tiempo, sobre todo en Estados Unidos y Gran Bretaña (casualmente, la cuna de la legimitidad neoliberal en el ámbito de la macropolítica). Se trata de un dispositivo de fitness, como explicó Flavia, en el que todas las disposiciones de la teoría neoliberal se encuentran plasmadas en tecnologías específicas de subjetivación. No hace falta que abunde en el tema.
El segundo componente es un tipo de “neoliberalismo desde abajo”, que podría denominarse popular, según propone Verónica Gago en un libro notable que saldrá a la calle en dos semanas titulado La razón neoliberal, y que discute justamente con La razón populista de Ernesto Laclau. Cito: “Por neoliberalismo desde abajo me refiero a un conjunto de condiciones que se concretan más allá de la voluntad de un gobierno, de su legitimidad o no, pero que se convierten en condiciones sobre las que opera una red de prácticas y saberes que asume el cálculo como matriz subjetiva primordial y que funciona como motor de una poderosa economía popular que mixtura saberes comunitarios autogestivos e intimidad con el saber-hacer en la crisis como tecnología de una autoempresarialidad de masas” (11). El caso que analiza Gago es la circulación existente entre la feria textil de La Salada, los talleres textiles clandestinos y la villa 1-11-14.
Al menos en Argentina, existe según Gago una “creciente y notable pluralización de formas laborales, efecto de la crisis, la que obliga a una ampliación de la categoría de trabajadores y a una reconceptualización de las economías clásicamente llamadas informales y periféricas, en las cuales sobresale el papel del trabajo migrante como recurso económico, político, discursivo, imaginario, de la recomposición laboral en curso”. El trabajo migrante, que sólo se reconoce públicamente cuando se habla de “trabajo esclavo”, “refiere a la composición estratégica de elementos microempresariales, con fórmulas de progreso popular, con capacidad de negociación y disputa de recursos estatales y eficaces en la superposición de vínculos de parentesco y de lealtad ligados al territorio así como formatos contractuales no tradicionales (18-20), de manera tal que no sería insólito ver en el migrante a un “inversor de sí” que pone en juego “un capital comunitario”, y a una “racionalidad neoliberal” funcionando dentro de “un repertorio de prácticas comunitarias”. Para finalizar, y para evitar que esto sea entendido como una visión condescendiente del neoliberalismo (al fin y al cabo, Gago hace suya la audacia de Foucault y se enfrentará a las mismas malinterpretaciones), afirma que “el neoliberalismo tiene la complejidad de no poder definirse de manera homogénea, sino que depende de sus aterrizajes y ensambles con situaciones concretas. Son esas situaciones las que obligan a pluralizar el neoliberalismo más allá de su definición como un conjunto de políticas emanadas desde arriba, como planificación estructural” (211).
El tercer componente, que permite establecer un criterio de inteligibilidad macropolítica a los dos anteriores, es el tipo de Estado que ha retornado. Ya no es el Estado peronista argentino, o el Estado Novo brasileño, o el primer Estado de Bienestar que existió en el mundo, el de Uruguay. Ocurre sobre el fondo de un neoliberalismo exitoso en lo macroestructural que lega sus condiciones al presente. Esto está planteado en el interesante libro Habitar el Estado, de Mariana Cantarelli y Sebastián Abad, que problematiza, a partir de la experiencia de ambos en el Instituto Nacional de la Administración Pública, cómo constituir la estatalidad como forma de subjetivación una vez que se comprueba que aquel Estado no volverá, si es que alguna vez existió, y sin dudas no con los esquemas que vienen importados de Europa. ¿Por qué? Porque ya no existirá de aquí en más una economía de pleno empleo, porque el tipo de inserción de la región en el contexto económico mundial no alienta la creación masiva de fuentes de trabajo al viejo estilo, y porque la población actual es demasiado heterogénea en su composición, en su participación en la economía, en su inserción legal y formal en la política, hasta en sus formas culturales, como para reeditar viejas formas de existencia social. No es una crítica, es una constatación que cualquiera que analice las políticas públicas del último decenio puede comprobar.
En ese gran texto llamado “Crisis de la medicina o crisis de la antimedicina”, que salió publicado originalmente en lengua castellana, Foucault dice que el Plan Beveridge, base del Estado de Bienestar, consagró para la biopolítica un cambio fundamental: “el concepto de individuo en buena salud para el Estado se sustituye por el del Estado para el individuo en buena salud” (68). Propongo generalizar, un poco abusivamente, esta afirmación para el caso de esta nueva situación. El Estado que vuelve no es el que intenta dirigir todos los ámbitos de la existencia garantizando todo tipo de seguridad, sobre todo la subjetiva, sino el que garantiza a los individuos que estará allí cuando quiera llevar adelante sus iniciativas, en forma cuidada para las clases medias y, obviamente, en forma precaria para las clases populares. Esto se puede ver en la cantidad de leyes sobre la salud que se han sancionado en los últimos años tomando como base la demanda de los supuestos afectados (antitabaco, fertilización asistida, menúes light en los restaurantes, programas de fomento a la actividad física, etc.), pero también en el momento en que los representantes de la feria de La Salada viajan con la comitiva presidencial al exterior (el tan mencionado viaje a Angola), o en el hecho de que el Estado multiplica y superpone programas de asistencia que deben tanto al diseño de macropolíticas públicas como a la contingencia y la precariedad de aplicación. Es en esa contingencia y precariedad donde interviene una racionalidad neoliberal, como dice Gago, “desde abajo”.
Para finalizar, entonces, creo que la “vuelta del Estado” se emparenta íntimamente con la “vuelta de Foucault” para analizar lo que ocurre en América Latina y para imaginar nuevas formas políticas y sociales. Déjenme ser obvio: como el eterno retorno de Nietzsche, no retorna lo mismo. El Foucault que retorna, el de la genealogía del neoliberalismo, permite comprender al Estado que retorna. Es para festejar que el neoliberalismo macroestructural haya perdido predicamento, y para estar en guardia frente a los intentos que habrá, desde ya, en reimponerlo ni bien se acentúen los problemas que hoy estamos viendo aparecer. Pero, también, y esto es lo que quiero plantear, es para comenzar a ver la lógica neoliberal desde otro ángulo, mucho más inquietante, que no se manifiesta en declaraciones de principio ideológicas sino en prácticas concretas de existencia de una miríada de sujetos provenientes de diferentes grupos sociales. Las luchas políticas que vendrán tendrían que jugarse, también, en este terreno.