El muñeco y el ajedrecista: ¿puede la democracia ser otra cosa que derrota? // Diego Sztulwark

Alejandro Horowicz ha escrito que al gobierno de Alfonsín hay que leerlo, más que como el primero de la democracia, como el segundo de la derrota. Alcanza con desplazar la vista desde 1983 hacia 1976 para verificar que la dictadura no fue sólo el epílogo de una secuencia previo, sino también el inicio de una etapa: los años 1983-2001, bien reconocibles como aquellos en los cuales el bipartidismo Radical y Peronista se sometía por igual al Programa del Estado, que en todos los casos suponía impunidad a los cuadros del terrorismo de Estado (con el notable exabrupto del Juicio de 1985) y satisfacción lineal de las exigencia de Grupos Económicos y Empresas Transnacionales, no se entienden cabalmente sin reparar en la derrota que el bloque de clases dominante le impuso al restos de las clases sociales durante la última dictadura.


El corte se produce entre los año 1998 y 2002, en los que solo crece lo que desde el punto de vista de la política de la derrota (La Alianza y el Peronismo) se dio en llamar la Antipolítica. Precisemos una fecha, diciembre de 2001: la riqueza de una rebelión popular desde los territorios pauperizados del país junto a la incapacidad de madurar un forma política alternativa a la de los partidos de la derrota. Su principal aporte fue la capacidad de decir “basta”. Nunca se insistirá lo suficiente en el valor explosivo que tuvo aquel tejido en torno al encuentro entre trabajadorxs desocupadxs y las Madres de Plaza de Mayo. La caracterización del 2001 como “espontaneidad” solo revela la ignorancia (o el desprecio) que subsiste desde la política por aquella experiencia de organización. Aquel encuentro, sin embargo, es el que sacó a la luz, luego del Terrorismo de Estado, el papel de la sensibilidad y de los cuerpos multitudinarios en las luchas sociales. El encuentro entre las rebeldías del pasado y las del presente -tan distintas entre sí- definieron un horizonte efectivo de impugnación. La señalada carencia de madurez de formas políticas alternativas y la Masacre de la Estación Avellaneda, donde fueron asesinados Kosteky y Santillán, permiten señalar la fecha del 26 de junio de 2002 como punto de inflexión respecto al impulso a una política desde abajo.

El posterior gobierno de Néstor Kirchner fue el primero de período condicionado por aquella dolorida memoria de lo inmediato. Después de 2003 la política pidió “perdón” desde el Estado a las víctimas de la dictadura y puso en marcha un proceso al que llamó “de inclusión social”. El kirchnerismo fue la fracción política de la frontera, la que mejor percibió desde el sistema político el aliento en la nuca de un movimiento de impugnación. Fue el grupo que mejor leyó al 2001 como la crisis de la política. Solo que, como le sucedió al Alfonsín del 83 con la dictadura, creyó poder confinar la crisis en el pasado. Sin embargo, no es fácil deshacerse de las sombras. Del mismo modo que el 76 proyectó sus sombras sobre la Democracia bajo la forma de una política derrotada, 2001 proyectó la suya sobre la reconstrucción kirchneristra (y luego macrista) de la política bajo la forma de la amenaza de una “Antipolítica”.

A la propuesta de pensar los “cuarenta años de la democracia” debemos sobreponerle otras periodizaciones: 1976-2001: período de la derrota; 1998-2002 período de la resistencia antineoliberal llamada por la política Antipolítica; 2001-2018, período de reconstrucción del sistema político. ¿Hemos asistido en un tercer momento de la democracia?

Mi impresión es que en torno al año 2018 se abre un nuevo período, marcado tanto por la imposibilidad del gobierno de Macri por realizar a fondo un programa de reformas (lo que desemboca en la derrota de 2019) con en la firma del acuerdo con el FMI, que supone en los hechos un intento de retorno a la Democracia previa a 2001. Lo que explica que las coaliciones con chances de disputar la elección presidencial de 2023 compitan dentro del marco del pago de la deuda y el negocio de extracción y exportación de materias valiosas. La puesta en circulación del negacionismo de los crímenes de la última dictadura hace de los derechos humano ya no un tema de derechos sino una medida en relación con la cual se mide el nivel de terrorismo político que cada fracción política propone aplicar (poquito, mucho o lo que haga falta) para realizar dicho programa. Recordemos qué pasó entre 2017 y 2018: triunfante en las elecciones legislativas, el gobierno de Macri se chocó de frente contra un acumulado de luchas populares que rechazó firmemente el modelo de ajuste con represión. Algunos nombres y consignas de aquellos años nos recuerdan aquel clima: Santiago Maldonado, Rafael Nahuel, Ni una menos, Desendeudadas nos queremos. 2018 fue una convergencia practica de fracciones de izquierda, peronistas, feministas y de movimientos sociales tratando de frenar la catástrofe.

Un reciente libro de Carlos Pagni, El nudo, plantea que la situación política argentina quedó congelada en 2001 y que por consiguiente la principal tarea de la política sería arbitrar los medios para afrontar el enorme problema de la llamada “conurbanización de la política”. Por supuesto, disiento con esto. Lo que me interesa terminar de decir es que la deuda tomada por Macri en 2018 -y convalidada por el Frente de Todos durante el actual gobierno-, fue la respuesta a dicha “conurbanización”. La deuda, lo sabemos bien, no es solo un monto impagable de dinero sino un poderoso instrumento de constitución material y jurídica con efectos políticos precisos. Como dijimos antes, es el principal recurso de las clases dominantes para devolvernos a la “democracia de la derrota” de la que quisimos escapar en 2001.

Llegados a este punto la pregunta inevitable es la siguiente: ¿es posible para nosotrxs, aquí y ahora, una Democracia no derrotada?. No sé si conozcan la historia de aquel muñeco triunfador, un autómata que ganaba toda las partidas de ajedrez porque debajo de la mesa que sostenía el tablero se escondía un pequeño maestro -ajedrecista imbatible- que movía los hilos al autómata. Ese ser, no podía exponerse al alcance de las miradas porque se lo consideraba extremadamente desagradable. Aquel muñeco era -para Walter Benjamin- el “Materialismo histórico”, y el maestro ajedrecista pequeño y desagradable, la Teología (a quien la modernidad no tolera). Si traigo este relato es para decir que si nuestra Democracia ya no logra ganar una sola partida es porque se le ha extirpado ese ser pequeño y desagradable llamado Revolución, sin el cual resulta incapaz de plantearse una sola reforma significativa.


Existe al respecto una tradición enormemente ilustre de la Ciencia Política que ha pensado la fuerza transformadora en la historia con el nombre de “entusiasmo”. Maquiavelo, por ejemplo, sostenía que sólo él -el entusiasmo-, sabe obrar de apoyo para los gobiernos populares, y Kant escribió, a propósito de la Revolución Francesa, que el entusiasmo es la disposición moral de la humanidad hacia la libertad. El entusiasmo era, para John W. Cooke, el modo en el que los pueblos en lucha reconocían e identificaban los caminos viables para su acción. En carta a Perón desde La Habana, le proponía asumir la siguiente secuencia latinoamericana: la Revolución Mexicana, el Peronismo previo al ’55 y la Revolución Cubana. Tres estaciones ligadas por el entusiasmo de las masas de un mismo continente.

Despojada de todo el Entusiasmo que le comunicaba su relación -siempre compleja- con la Revolución, la democracia carece de capacidad de plantear verdaderos problemas (que son los referidos a la igualdad) y pasa a funcionar -si es que lo hace- como dominación parlamentaria del capital. Democracia sin Entusiasmo popular no es otra cosa que el consenso del poder: la gestión de la desigualdad. El problema que se nos plantea, al pretender separar Democracia de Derrota hoy, es el de dar cuenta de la destrucción sistemática -muy obvia durante y luego de la Pandemia- de cada uno de los espacios (colectivos y solitarios, físicos y metafísicos, territoriales e institucionales, presenciales y virtuales) en los cuales hubiéra sido posible reconocernos como sujetos de una transformación necesaria. No renunciar al entusiasmo político, en el sentido que aquí le hemos dado a esa palabra, es la más difícil e ineludible de las tareas democráticas frente a lo que se nos vino encima, salvo que alguien crea que aquí alguien se salva solo.

1 Comment

  1. Me resultaría satisfactorio que Diego Szturlack moviera un dedo alguna vez para hacer algo más o distinto de escribir sobre lo que hacen los demás. O al menos que escriba sobre lo que él mismo hace aparte de escribir.

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