*Alejandro Fielbaum, sociólogo y licenciado en filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Magíster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile.
*Sebastián Caviedes, sociólogo de la Universidad de Chile. Director de Cuadernos de Coyuntura. Para nodoxxi.cl/
Tanto por su libro La razón neoliberal como por su militancia en el Colectivo Situaciones y el movimiento argentino Ni Una Menos, la profesora argentina Verónica Gago es una figura central para pensar los movimientos sociales que en América Latina se han levantado ante el neoliberalismo. Invitada por la Universidad de Valparaíso en septiembre del 2017, generosamente concedió a Cuadernos de Coyuntura una entrevista que, tras la emergencia de un importante movimiento feminista en Chile, resulta aún más necesaria.
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Feminismo y movimientos sociales
Su trabajo analiza las relaciones entre violencia de género, precarización laboral y organización social. En ese marco, nos interesa partir destacando su crónica1 en la que reflexiona sobre la precariedad laboral y sindical de las mujeres que atienden las denuncias telefónicas por violencia de género en la provincia de Buenos Aires. ¿Qué muestra ese caso con respecto a las formas de dominación en Latinoamérica?
Esa nota surge de un contacto que las trabajadoras de la línea 144 nos piden como colectivo Ni Una Menos, con la idea de que las ayudáramos a visibilizar sus condiciones y conflictos. Lo que se sintetiza allí es el uso propagandístico que hace el gobierno de Macri a nivel nacional -y su gobernadora Vidal a nivel provincial- de esa línea, presentándola como un eje de su “política de género”, mientras es gestionada con un nivel infernal de violencia laboral en términos tanto de precarización como de amenazas de disciplinamiento ante la protesta de paro. Esto acaba de cumplirse hace algunas semanas con el despido de cinco trabajadoras, por lo cual ellas estuvieron en la cabecera con Ni Una Menos en la marcha y en una movilización estos últimos días en la ciudad de La Plata. En ese sentido, se trata de una situación muy sintomática que condensa un modus operandi del gobierno actual: uso oportunista y reductivista de la llamada “agenda de género” (debido al impacto público del movimiento) para hacerla compatible con las políticas neoliberales.
Esta situación se vuelve una y otra vez conflictiva ante un movimiento feminista que está politizando fuertemente tanto las condiciones políticas y laborales como las existenciales, poniendo en primer plano su íntima y a la vez transversal relación. Este conflicto en particular lanza una pregunta pública en los siguientes términos: ¿Qué tipo de violencia implica que las mujeres que auxilian, diagnostican y conducen casos de violencia de género de la provincia más grande del país lo hacen como trabajadoras sin derechos, tercerizadas, con sueldos míseros en relación a sus tareas y sin condiciones de trabajo dignas? ¿Qué tipo de explotación se practica sobre su compromiso personal y profesional con las mujeres que atienden y auxilian? ¿Por qué el diagnóstico sobre las violencias machistas que ellas producen y sistematizan no puede excluir su propia condición como trabajadoras?
El movimiento de mujeres, lesbianas, trans y travestis, a partir de la apropiación de la herramienta del paro, ha mapeado las violencias de manera interconectada, desobedeciendo el corsé de la “agenda de género” que limita las violencias a su esfera íntima-doméstica como si de una esfera separada y aislada se tratase. Se logró así una perspectiva feminista de todas las violencias, enlazando lo que sucede dentro del hogar con lo que acontece en las escuelas; las violencias racistas institucionales con las violencias médicas; las violencias económicas y financieras con las violencias mediáticas; las violencias producidas por los proyectos neo-extractivistas y las desatadas por la especulación inmobiliaria (formal e informal). Toda una trama de la economía de las violencias queda puesta en evidencia.
Gracias a esto, en América Latina la agenda del movimiento feminista ha desbloqueado una articulación por abajo de las conflictividades que los llamados “gobiernos progresistas” obstaculizaron bajo el chantaje de que ciertos conflictos “beneficiaban” a la derecha por involucrar una crítica al gobierno. Esto nos dejó un escenario para nada fácil: hoy el movimiento feminista se hace cargo de una conflictividad que estalla en los cuerpos y en los hogares, en los territorios y en los lugares de trabajo. Y lo hace produciendo un diagnóstico feminista de esa conflictividad basado en luchas concretas, lo cual determina la politicidad y la orientación misma de la composición política del movimiento.
¿Qué potencias y límites percibes en los movimientos sociales que se levantan contra el neoliberalismo en la región, particularmente con respecto al movimiento feminista?
El neoliberalismo ha generado formas de explotación y extracción de valor que han enlazado desocupación y precarización laboral extrema; privatización de la infraestructura pública y explotación financiera por medio del endeudamiento hacia grupos que se suele creer que están fuera del orden financiero, así como expulsión de tierras y territorios de comunidades indígenas y campesinas pero también de espacios suburbanos a manos de la especulación inmobiliaria, turística, extractivista y del agronegocio. Para pensar los movimientos sociales hay que dejar de pensar qué movimientos tienen características que los harían ser de suyo antineoliberales y comenzar a analizar qué tipos de subjetividades y fuerzas se reorganizan en conflictos determinados. Los movimientos de mujeres y cuerpos feminizados y los movimientos territoriales contra los proyectos neoextractivos —que no casualmente tienen a las mujeres en la primera línea— protagonizan nuevas formas de conflictividad, que hay que analizar políticamente, sin el lenguaje empresarial que ve allí conflictos entre intereses propios, corporativos o meramente sectoriales.
En ese marco, creo que hay que entender el “neoliberalismo desde abajo” porque el neoliberalismo no debe definirse de manera homogénea, ya que depende de sus aterrizajes y ensambles con situaciones concretas. Son esas situaciones las que obligan a pluralizar el neoliberalismo más allá de su definición como un conjunto de políticas emanadas desde arriba, como planificación estructural que depende de voluntades de actores estatales. En este sentido, el neoliberalismo desde abajo es un campo de ambigüedad y de batalla que no da por realizada la hegemonía del neoliberalismo, en el sentido que no acepta su hegemonía plena pero tampoco otorga a las políticas neodesarrollistas y estatalistas la aptitud para sustituirla. Es una perspectiva, en cambio, que mira hacia “abajo” para encontrar aquello que antagoniza, y que arruina, malogra y/o confronta esa pretendida hegemonía mediante nuevas luchas y la pregunta por la producción de valor.
En el caso del feminismo, el pensamiento desde las situaciones habituales de violencia abre una crítica al neoliberalismo en términos prácticos, en torno a la precarización de las vidas en términos concretos, de las violencias que organizan nuestro cotidiano, de los modos de apropiación de nuestro tiempo y de nuestros padecimientos con los que se alimenta hoy el capital. Esto es clave ya que una crítica solo ideológica del capitalismo puede subsistir sin que sean transformadas las formas en que el neoliberalismo se aterriza en nuestros modos de ser, en nuestros cálculos cotidianos, en nuestros territorios diversos. Ese desfasaje se quiebra a partir de situar el cuerpo de las mujeres como terreno de conflictividad, como terminal predilecta de una serie de violencias entramadas. Conectar cómo la humillación de los varones en el ámbito laboral aparece como impotencia y como violencia en el hogar, pero también cómo la precarización de las existencias en general hacen que las mujeres sean las que asumamos en primer lugar el ajuste y la crisis les da a nuestras perspectivas un anclaje muy concreto, que puede ser leído y asumido como una clave común.
En ese marco, me parece fundamental remarcar que hoy el neoliberalismo nos ofrece dos formas de subjetivación como únicas opciones para disputar y capturar el movimiento. Por un lado, la de la víctima: es claro que el neoliberalismo tolera e incluso estimula esa figura que es pasiva y requiere toda una tecnología de “salvataje” y contención. En el caso de las perspectivas de género que se limitan a mantener confinadas a las mujeres como “víctimas” de la violencia, se propone como “solución” la construcción de un refugio, o alguna política pública que se limite a la idea de “reparación”. Cuando nos desplazamos desde el lugar de víctimas al de sujetos políticos, capaces de criticar y combatir las conexiones entre las distintas formas de violencia, aparece la crítica conservadora a la politización que cuestiona que las mujeres no se limiten a pedir seguridad y demanden, por ejemplo, otras condiciones laborales, otras condiciones en el acceso a la educación y, al mismo tiempo, la transformación dentro de esos espacios. Es decir, no sólo acceder a espacios, sino criticar y desmantelar las relaciones de poder que los estructuran. Los discursos conservadores se movilizan contra esa forma de subjetivación del movimiento de mujeres, lesbianas, trans y travestis que al exponer la precarización de nuestras vidas también desmiente materialmente la otra insubjetivación neoliberal: la de volvernos empresarias de nosotras mismas, es decir, individuos capaces de capitalizar en el mercado, de manera individual, los talentos que cada una genera desde y para sí misma.
Esas críticas son cruciales ante los fuertes intentos de traducción o cooptación que hoy se dan en el mercado. En Argentina, hay empresas de cosméticos que usan la misma tipografía de Ni Una Menos, mientras Benetton usa el slogan “Sé violeta” a la vez que expropia y criminaliza a la comunidad mapuche. Todo eso ocurre en momentos en que el movimiento feminista, pese a ciertos llamados a moderar las demandas para llegar a más gente, muestra que se puede ser muy masivo y muy radical a la vez. Lo “inclusivo” en los movimientos feministas actuales se basa en su capacidad de convocar y aliarse con otras trayectorias a las que antes el feminismo era reacio o reactivo. Se trata de un tipo de construcción de alianza que nos desplaza de la opción víctimas versus empresarias y que nos fortalece a partir de asumir nuestros miedos y fragilidades, sin convertirnos en heroínas.
Algunos de sus trabajos han indagado en la posibilidad de resistencia al neoliberalismo en las redes informales de la economía. ¿Por qué en el contexto actual podría pensarse allí una alternativa política?
El trabajo informal siempre ha existido en las economías latinoamericanas, y los proyectos desarrollistas suponían que en algún futuro se transformaría en trabajo asalariado, como promesa siempre futura de modernización. Creo que ese supuesto se interrumpe con la crisis de principio de este siglo, ante lo cual muchos grupos comienzan a organizarse políticamente, haciendo de la discusión del desempleo, la precarización y la exclusión un debate práctico, en las calles, que cuestiona los modos de “inclusión” como “excluidos” de ciertos sectores de la población. En Argentina, el punto de inflexión de 2001 es de una actualidad incuestionable. Sobre esas experiencias se van luego estructurando lo que aquí se llaman “economías populares”, que no es lo mismo que informales ni que solidarias. Es toda una discusión política y conceptual bien interesante. Las economías populares son impensables sin una genealogía que conecta la politización de la desocupación (determinando la relación entre dinero y Estado y entre dinero y territorio) con los movimientos sociales que surgieron como actores de primer orden en la crisis. Estructuran un tipo de cooperación social extendida en los territorios de los barrios donde proliferan de modo no temporario formas de trabajo “sin patrón”, autogestivas y, al mismo tiempo, en relación a distintos circuitos formales, legales e ilegales. Sin estar al margen de las relaciones capitalistas, se generan allí redes comunitarias muy dinámicas, que hay que pensar sin tintes folclóricos, que se distancian tanto de la figura individual del empresario como de la víctima que es “dependiente” de las instituciones estatales. Cuando una organización barrial no confía en la resolución de lo social sólo a través del Estado y se organiza, comienza a disputar qué puede significar hoy la reproducción social y los modos de enfrentar el conflicto sin caer sólo en las gramáticas de la “inseguridad”.
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Gobiernos progresistas: procesos, saberes y resistencias
La emergencia de esas formas de organización durante o después de los llamados gobiernos progresistas latinoamericanos obliga a preguntarse por las relaciones que construyeron los Estados con los sectores populares. ¿Qué opinión política tiene sobre tales gobiernos y los relatos que existen sobre ellos?
Tales gobiernos emergen tras la crisis de la legitimidad política del neoliberalismo, pero después esa experiencia es confiscada para enfatizar el liderazgo de tipo populista como única fuerza verdaderamente política, a la vez que se plantea el período de los populismos progresistas como un paréntesis donde el neoliberalismo quedó en suspenso. Esto es tan ingenuo como políticamente complicado: esconde y bloquea el análisis material de cómo se reconfiguró la reproducción de la vida para las mayorías, desproblematizando por completo la cualidad de la “inclusión social” que se impulsó a través de los dispositivos financieros.
Los gobiernos progresistas, así como sus defensores intelectuales, construyeron un relato que confina a los movimientos populares, “destituyentes” de la agenda neoliberal, como necesarios para la crisis, pero incapaces de asumir los desafíos verdaderamente políticos. Les quita protagonismo y apenas los instrumentaliza para relegitimar los sistemas políticos que estaban en crisis, exigiéndoles luego a los movimientos regirse por tales sistemas. Con ello, se perdió la posibilidad de experimentar institucionalmente cómo relacionar instituciones y movimientos sociales de modos que no sean unilaterales, como sí lo son la cooptación o la integración de los movimientos a los gobiernos; hubo breves instancias de experimentación institucional, pero después se llamó al orden, por así decirlo, a los movimientos sociales. Ante ese tipo de llamado al orden, se pierde la pregunta por estas subjetividades de la crisis, y así la posibilidad de comprender por qué después el voto por la derecha puede ser tan amplio y transclasista.
El movimiento feminista actual hace una crítica práctica a este modo estadocéntrico de comprender la política e infantilizar “lo social”. Hoy se trata de enmarcar una lectura de la violencia del neoliberalismo, como momento particular de acumulación de capital, que da cuenta al mismo tiempo de las medidas de ajuste estructural pero también del modo en que la explotación se enraíza en la producción de subjetividades compelidas a la precariedad y al mismo tiempo batallando por prosperar en condiciones estructurales de despojo.
En esa línea, antes de terminar, nos gustaría preguntarte por la articulación colectiva entre investigación y participación que desarrollaron en el Colectivo Situaciones, muy recordado acá y en otros países del continente.
Esa experiencia está muy vinculada a un momento de coyuntura particular en Argentina, que fueron los años previos a la crisis de 2001. Entonces empezamos a detectar una suerte de emergencia de movimientos que mostraban un acumulado de ciertas experiencias de resistencia que venían desde los años noventa, pese a que siempre se habla de estos como años en los que no pasó nada. En esa época se estaba cocinando una suerte de tejido social con el que empezamos a entrar en contacto. A partir de inventar un modo de enlace y co-investigación con otros colectivos, comenzamos a sacar unos pequeños cuadernos llamados Situaciones, en base a experiencias muy concretas de luchas sociales. Con ellas intentábamos pensar lo que significaba una radicalidad política en nuestra época y cómo en cada situación concreta se componían los elementos de una nueva política.
Así fuimos simultáneamente conceptualizando la experiencia de investigación-militante, que fue para nosotras y nosotros fundadora de una forma de trabajar y de investigar, a través de un compromiso político que rehúye tanto de doctrinas rígidas como de las reglas de la academia. Ese tipo de investigación surge a través de vínculos políticos y de la construcción de problemáticas comunes en situaciones muy diversas. La noción de “situación” es allí crucial, ya que al pensar a fondo la situación pueden leerse elementos comunes a otras situaciones muy diversas, lo que permite hacer una investigación situada cuya reflexión no se limita a un caso particular.
A partir de formular una serie de hipótesis y preguntas teníamos encuentros en los que intentábamos discutir e investigar la práctica misma en la que esos grupos se inscribían y, sobre todo, proponer una suerte de co-investigación, de espacio común de no-saber, que apostaba a explorar la situación de crisis, es decir, la capacidad de producir nuevos posibles. Rompimos con la idea de que hay un sujeto que investiga y un objeto que es investigado, así como con el supuesto de la prioridad del saber de los que tienen el pensamiento como profesión, destacando la existencia de saberes muy sutiles y potentes en lugares que se supone que no tienen el “privilegio” de la práctica del pensamiento. Fue una experiencia muy fuerte contra cierto anti-intelectualismo de la militancia, que supone que lo importante es la práctica, o que la cuestión del pensamiento es una sofisticación que solamente algunos se pueden permitir, ya que nos conectamos con experiencias que hacían necesaria la auto-reflexión. Esta experiencia ha forjado en nosotras y nosotros una serie de premisas políticas, afectivas e intelectuales que le dan a la experiencia del Colectivo Situaciones efectos de resonancia en distintos momentos y coyunturas.
1 Gago, V. (2017, 15 de septiembre). Teléfono descompuesto. Página 12.