1.- La Córdoba del siglo XII remueve intempestivamente al presente. Un joven filósofo con pretensiones de reformas radicales al nuevo régimen almohade recién instalado en la península ibérica, es llamado por el califato almohade a comentar los más pormenorizadamente los textos de Aristóteles.
Abu-L-Walid Ibn Rushd, conocido en el mundo latino como Averroes, se erige como el filósofo reformista de su tiempo cuya pretensión consistirá en la creación de un gobierno ilustrado, apegado al principio aristotélico de “razón” en contra de la hegemonía teológica inspirada en el teólogo Al Gazhali que, vía Ibn Tumart quién lideró al movimiento almohade en sus primeros tiempos, termina por marcar el proyecto político para el nuevo régimen andalusí.
En sus diversos trabajos, Averroes discute con los teólogos para expulsarlos de la esfera pública, bajo acusación que, con ellos en medio, el pueblo –a diferencia del lugar del profeta o del filósofo que lo guían rectamente- es conducido hacia su destrucción. La guerra civil intra-musulmana (fitna) será instigada por el discurso teológico, en la medida que éste separa al pueblo de sí mismo en múltiples facciones que siguen a un líder premunido de algún dogma que pretende lealtad con las enseñanzas de Muhammad.
Uno de los comentarios más polémicos que el filósofo andalusí desarrolla se conoce como el Gran Comentario al De Anima de Aristóteles en el que Averroes propone una tesis fundamental para el devenir del aristotelismo: el intelecto no sería una facultad alojada en un cuerpo individual, sino una sustancia común –una potencia- que asume un estatuto cosmológico: la potencia del pensamiento –dirá la tesis averroísta- será separada respecto de los individuos, será una para toda la especie y eterna, tal como pueden serlo las montañas, océanos o estrellas.
El pensamiento no es jamás algo individual, sino una potencia colectiva de la que todos los individuos pueden, eventualmente participar, gracias a la conexión (ittisal en árabe, copulatio para los latinos) entre el cuerpo material e individual y la potencia inmaterial y común.
Pero, ¿cómo se produce dicha conexión? Gracias a la imaginación. Ella constituye el motor del pensamiento, la agencia capaz de actualizar la potencia del pensamiento en un determinado inteligible y en un determinado cuerpo individual. La imaginación no es un simple “imaginario” psicológico puesto que no descansa en la égida del sujeto, sino que constituye fuerza de transformación al hacer que los seres humanos puedan devenir partícipes del vasto océano del pensamiento, el verdadero “sujeto”, según la clásica nomenclatura aristotélica.
A esta luz, el misterio radical de la gnoseología averroísta que permite la conexión entre lo material y lo inmaterial, entre lo finito y lo infinito, entre los cuerpos individuales y el pensamiento común no es más que el carácter activo de una imaginación que convierte a esta gnoseología en una verdadera fantología: pensar implica un determinado reparto de lo sensible, una posibilidad extrema de imaginación.
En rigor, para Averroes un individuo jamás piensa, sino que todo individuo estará siempre e irremediablemente en falta de pensamiento, toda vez que podrá acceder a él gracias a la imaginación que lo conecta con el mundo. Todo individuo está en falta de razón, pero puede participar de ella, en la medida que no le pertenece. Pensar no será privativo de “alguien” en particular, sino que constituirá una operación democrática por excelencia: todos podrán llegar a pensar (no sólo el filósofo), porque el pensamiento no será jamás una sustancia arraigada en la propiedad de un individuo en particular, sino siempre colectivamente.
Para Tomás de Aquino y su constelación latina, el “averroísmo” constituirá un atentado a la razón, un verdadero inmoralismo por cuanto la reivindicación común del pensamiento implicaría que la “voluntad” se encontraría “fuera” de los individuos impidiendo de esa forma la posibilidad de que cada uno pueda gobernarse a sí mismo, de que cada uno pueda ser “persona” (en tanto sustancia individual y racional).
Para el averroísmo no habrá persona y, por tanto, acusan los teólogos, no puede haber “voluntad”: una filosofía que no sitúa la “voluntad” no puede hacer más que “despedazar los principios de la filosofía moral” –dirá Tomás de Aquino. El averroísmo se escombra así como uno de los tantos inmoralismos en la compleja historia de la filosofía latina que adviene desde el siglo XIII.
Sin embargo, en De la Monarquía Dante subraya la interpretación averroísta de Aristóteles ofreciendo una lectura propiamente “política” de lo que para el filósofo cordobés aparecía como un asunto de naturaleza “gnoseológica”: la potencia del pensamiento –dirá Dante- no es otra cosa que la multitud. Ella piensa, ella delibera, ella hace política, por ello será posible fundar un orden desprendido de la Iglesia, por eso, podremos pensar una república lejos de la vigilancia “pastoral”.
2.- El inmoralismo averroísta ingresa a nuestra maltrecha república en el instante en que el pueblo sale a las calles y exige una Nueva Constitución. En dicha exigencia, el pueblo piensa y el conjunto de deseos e imágenes que brotan intempestivamente, se condensan raudamente por las calles. Un océano popular que se ha cristalizado y ha comenzado a pensar su presente.
Los cabildos auto-convocados, miles de marchas que recorren las calles del país, las imágenes que traen consigo la fuerza de un porvenir heredado son las formas en las que un pueblo –esa multitud indicada por Dante- irrumpe en la escena pública y piensa.
El discurso reaccionario (teológico, en su fondo) dirá que el pueblo no puede pensar, que para eso están los “políticos” o los “expertos”. Porque lo que en Chile se llama “pueblo” no es un sujeto político-estatal, dado que no está reconocido en la Constitución de 1980 y actualmente vigente, sino una potencia que ha podido horadar al texto constitucional desde sus múltiples bordes.
El discurso reaccionario, dirá del pueblo que no piensa, que sólo son un conjunto de “vándalos”, un “enemigo poderoso” o alguna conspiración “castro-chavista” importada para desestabilizar al mezquino gobierno de turno. Pero los pueblos piensan porque abrazan vidas sensibles en las que las imágenes (y no los conceptos) resuenan intempestivos. Una antigua sabiduría ya subrayada por Al Farabi y reafirmada de otra forma por Averroes, el profeta es el condensador de imágenes que ofrece al pueblo una ética (una forma de vida), ahorrándole la lectura de complicados tratados filosóficos a los que el pueblo no puede acceder. La educación popular deviene imaginal porque sólo en ella la potencia común del pensamiento se materializa democráticamente. Nada más democrático que un profeta que, hoy, en el impulso popular que se alza en las calles chilenas trae su voz para exigir una Nueva Constitución. Porque no será necesaria la “persona” del profeta para que haya profecía (el profeta no es jamás “persona” pues nunca habla en nombre propio), basta una voz intempestiva que colme de imaginación al presente.
El pueblo chileno piensa en el instante de su mayor peligro, cuando el poder de turno le ofrece nada más que policía y una agenda propiamente “económica” en la que no cabe su fragor popular. Una grieta se abre entre la política popular y la simple focalización estatal. Un abismo que abre el conflicto de clases de manera irreductible al que la propia matriz subsidiaria del Estado chileno resulta incapaz de superar. El Estado de chile fundado violentamente en 1973, legalmente en 1980 y gubernamentalmente en 1990 está políticamente quebrado.
El pueblo chileno abraza las calles para pensar y plantearse él mismo como la verdadera república. Una ciudadanía sin Estado, por que el Estado sólo responde con policía o milicia; un pueblo sin país, porque los grupos económicos lo han saqueado todo; una multitud sin ciudades, porque la segregación neoliberal ha producido cúmulos de apartheid, he aquí la intemperie en la que vivimos.
Pero la potencia popular sabe todo eso y se ha situado en una república imaginal que abre un lugar para contener el fragor de su pensamiento: la Asamblea Constituyente. Ella es el lugar sin lugar al que puede contener a la potencia del pensamiento, al nuevo reparto de lo sensible de esta inteligencia común.
Sólo una Asamblea Constituyente –que por vez primera impida la imposición de un Pacto Oligárquico- puede hacer justicia al carácter común de la potencia del pensamiento, sólo ella puede proponerse como el lugar del pueblo para cuya fiesta, la oligarquía chilena sólo ha ofrecido migajas. El pueblo chileno devino “averroísta”, osó abrir sus puertas a un inmoralismo radical. Habrá que estar demasiado alerta acerca de cómo los otroras adversarios de Averroes se reproducen, a la vez, en los actuales adversarios del pueblo chileno: la oligarquía que elucubra un discurso “teológico” -el neoliberalismo- orientado a llevar al pueblo a su propia destrucción.
Noviembre 2019