El método del hilván // Diego Sztulwark

  • ¿Hay igualdad sin revolución?

¿Con qué derechos pretende la política transformar la realidad actual en un sentido igualitario? Si a partir de Maquiavelo lo político occidental accede a su potencia terrenal, sólo la conmoción causada por las revoluciones planteará el problema de la efectiva igualdad entre humanos, ya no ante Dios sino en el mercado, ante la ley o incluso ante la propiedad de los medios de producción: variante burguesa o socialista.

Tomada en su dinámica histórica, la revolución fue un dispositivo de invención de procesos igualitarios que conmocionó a metrópolis y colonias, de Inglaterra a EE UU, de Francia a Haití, de Rusia a México, de China a Cuba.

El ciclo revolucionario se define según coordenadas espacio temporales. En cambio el dispositivo revolucionario se caracteriza por su efectividad: permite a las clases sociales subalternas o explotadas reunir fuerza física suficiente para transformar la realidad inscribiendo en la estructura social ideas igualitarias (la maduración del dispositivo dio lugar a la secuencia insurrección, vanguardia, doble poder).

La expresión “cierre del ciclo de las revoluciones” es ambigua y da lugar a posiciones contradictorias. Si por un lado plantea un problema de fuste: ¿qué otro dispositivo es capaz de sostener la correlación entre prácticas y discursos igualitarios y capacidad efectiva de modificar de modo radical estructuras de poder?; por otro describe un estado de cosas definido por la no actualidad de la revolución, en el cual se consagra la independencia de las dinámicas económicas y jurídicas respecto de los deseos igualitaristas que recorren el campo social. Esta desvinculación oscurece y anula las vías para traducir impulsos libertarios en cambios de estructuras.

Lo cierto es que la inoperancia del dispositivo revolucionario da lugar a un destiempo abismal en el que la riqueza de las luchas contrasta con la miseria de los poderes. El neoliberalismo -no sólo como partido, sino también como sociedad emergente de la reestructuración del capitalismo- es la neutralización de lo político igualitario. El olvido de la revolución es una de sus operaciones elementales. Su desprecio histórico, sin embargo, no apunta al pasado sino al presente. Se trata de evitar que las clases explotadas vuelvan a reunir sustento material con que respaldar los procesos de concreción de igualdades.

En el extremo, la denegación de la revolución apunta a desconectar el nexo histórico entre lucha de clases y democracia. Esto es: a liquidar toda historicidad capaz de defender incluso las módicas igualdades de la llamada democracia burguesa. 

¿Y entonces?

El dispositivo revolucionario formuló en la practica las preguntas claves: ¿qué igualdad, para quiénes y con qué límites? Esas formulaciones fueron realizadas sobre el exigente terreno en el cual las ideas se sostienen por la vía de la fuerza física entre las clases sociales. Estas preguntas organizaron la comprensión histórica de los fenómenos ocurridos al menos hasta los años 90. En nuestro caso, recorrieron las polémicas sobre el peronismo de los 50, la nueva izquierda de los 60, el terrorismo de estado de los 70 y el neoliberalismo de los 90. Con la crisis de 2001 las cosas se modificaron: las figuras plebeyas que protagonizaron la rebelión forzaron al límite el impasse histórico. Sin engendrar formas políticas consistentes en el tiempo, sostuvieron la potencia destituyente que liquidó por un período la legitimidad neoliberal de las instituciones. La posterior voluntad de inclusión, potencia de la militancia promovida desde el estado -sobre todo entre los años 2008/2012-, amplió la participación al tiempo que promovió un crecimiento económico sobre la base de micropolíticas neoliberales (base sobre la cual Macri cimentó su camino al Estado en 2015). Impulsó derechos igualitarios, pero no transformó la matriz productiva ni de poder de la sociedad. Estas referencias permiten concretar mejor la pregunta: ¿Tenemos pistas sobre cómo ligar momentos igualitarios fuertes -de esos que se suceden de modo evidente en experiencias de escala diversa- con transformaciones efectivas de las estructuras de mando entre las clases; o más bien se permanece en el impasse político de la postrevolución?

Un poco de historia

En la América Latina del Siglo XX, el momento de máxima conmoción revolucionaria proviene de la coyuntura continental abierta por la Revolución Cubana. Fenómeno sin dudas nacional, pero de inocultable trascendencia regional: ni sus causas, ni su significación, ni su decurso se agostan ni se explican en los confines geográficos de la Isla. En América del sur esa influencia revolucionaria quedó ligada a la derrota política y militar de las organizaciones revolucionarias, es decir, a la acción del terrorismo de Estado como estrategia regional para liquidar el dispositivo revolucionario y liberar de toda restricción (es decir, de imponer sin límites) la vigencia de la ley del valor que comanda las relaciones sociales en las economías de tipo mercantil.

A la comprensión de esta dimensión regional de la revolución cubana contribuye el historiador uruguayo Alberto Methol Ferré, hombre ligado a las posiciones históricas de Jorge Mario Bergoglio. Su reflexión sobre esta dimensión regional del fenómeno cubano realizada desde el punto de vista de los sectores de la iglesia católica que en su momento polemizaron con las posiciones de la teología de la liberación, no tiene desperdicio.  La iglesia, sostiene, “rechazaba al marxismo esencialmente por su ateísmo y su filosofía materialista”, pero ese desafío sólo se da en América Latina con “el rostro de la Revolución Cubana”: es ella quien lo torna “realmente significativo”. Es interesante leer el libro de entrevistas que concedió Ferré a Alver Metalli, El papa y el filósofo (Ed. Biblos, Buenos Aires, 2013). Allí sostiene que Cuba “representa el retorno de América Latina” y “Fidel Castro es el nombre de mayor influencia y de mayor repercusión que jamás haya habido en la historia contemporánea de América Latina”, superando incluso a Simón Bolívar: “Cuba fue una suerte de onda anómala”, en la que la “simbiosis Che-Fidel” obró como síntesis capaz de vincular los extremos geográficos del continente. Y fue también una “gigantesca revancha moral de la juventud de América Latina” que acabó por provocar “un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad”. Se entiende: el nombre de Guevara representa la extensión de la revolución hacia el sur del continente y el “holocausto de jóvenes” es una expresión teológica para nombrar los procedimientos con que los enemigos de la revolución (en santa alianza) decidieron deshacerse de ella.

Resulta sumamente interesante la explicación que a continuación ofrece Ferré sobre la relación entre vitalidad eclesial y enemistad cristiana. Su modo de razonar ofrece la clave para comprender la trayectoria posterior del catolicismo romano en la región: si por un lado la iglesia depende de un “enemigo principal” sin el cual quedaría despojada de capacidad de acción; por otro, la enemistad católica resulta inseparable de un “amor al enemigo” que busca “recuperar al enemigo como amigo” reconociendo en él enemigo una verdad extraviada en su ateísmo. Se entiende, por tanto, que luego de la debacle socialista del 1989 la iglesia recupere para sí la (ya ni atea ni radical) crítica del capitalismo y postule un nuevo “enemigo principal”: el consumismo infinito que desprecia cualquier criterio de justicia y para el cual el único valor es el poder.

Vale la pena señalar un detalle. Ferré omite señalar que la aniquilación militar del desafío revolucionario, bendecida oportunamente desde Roma, constituye uno de los episodios centrales para la instalación y avance de ese “consumismo infinito”, que no es sino la expresión más acabada del dominio de la “ley del valor”, que Guevara había denunciado en su texto El socialismo y el hombre en Cuba, publicado en 1965 en el semanario uruguayo Marcha).

Un socialista es un demócrata consecuente

Repasemos. Lo que hasta aquí se ha dicho puede ser resumido en cuatro proposiciones:

  • Durante el ciclo de la revolución las clases sociales dominadas contaron con un dispositivo capaz de crear, inscribir y sostener procesos de igualdad diversos; el dispositivo vinculaba ideas y fuerzas (estrategias político-militares) capaces de respaldarlas;
  • La historia de la democracia occidental es inseparable de la de las revoluciones, y el “olvido” de la revolución -el balance canalla de sus derrotas- prepara el terreno para liquidar todo fundamento igualitario conquistado. El neoliberalismo impide igualdades futuras y apunta liquidar las presentes;
  • En América del sur la coyuntura revolucionaria va de la Revolución Cubana hasta mediados de los años setentas, y su derrota en manos de la estrategia regional del terrorismo de estado condicionó el carácter neoliberal de las democracias posteriores;
  • Luego de la crisis de 2001 (fenómeno de alcance regional, pensando sobre todo en Argentina y Brasil), el impasse político postrevolucionario se manifiesta como lucha de clases: movimientos plebeyos que inventan tácticas y lenguajes igualitarios; gobiernos progresistas que resultan incapaces de realizar transformaciones que interrumpan el avance de las matrices sociales desigualitarias. El estado de cosas actual es la persistencia de movimientos igualitaristas enfrentados a procesos violentos y reaccionarios.

 

En su libro El huracán rojo. De Francia a Rusia, 1789/1917, Alejandro Horowicz investiga a fondo la constitución de lo que venimos llamando el dispositivo revolucionario tal y como se formó en las dos revoluciones triunfantes paradigmáticas: la burguesa y la socialista. La originalidad de la perspectiva de Horowicz radica en su rechazo al modo historiográfico estrechamente nacional con que se ha investigado los fenómenos revolucionarios: “la revolución burguesa se ha estudiado como revolución nacional”, y aún cuando se han considerado sus factores externos no se la ha pensado desde el punto de vista de su hilván, de la comunicación que permite leer la revolución como “una suerte de continuum histórico articulado desde el Leviatán atlántico”, es decir, Gran Bretaña. Ligar la dinámica revolucionaria al espacio atlántico implica tomar en cuenta el papel de la formación y evolución del mercado mundial, y vincular la relación histórica entre crisis, guerra y surgimiento de un doble poder que determina el ciclo revolucionario. El método del hilván, que surge de concebir el juego político de las fuerzas en pugna combinando procesos nacionales y regionales con la dinámica de la evolución del mercado mundial permite realizar dos operaciones intelectuales necesarias: poner en perspectiva histórica la relación directa entre derrota de la revolución socialista y retroceso de la democracia (incluso burguesa) y comprender la correlación entre ideas igualitarias y respaldo de fuerzas colectivas que las sostengan (León Rozitchner lo decía así: “cuando el pueblo no lucha, la filosofía no piensa”). La crisis del dispositivo revolucionario burgués – socialista de la igualdad sobre la que se ha asentado la democracia tiene alcances globales, y sin resolver las aporías que plantea no hay cómo detener el avance anti-igualitarista del neoliberalismo. 

El realismo ¿y nosotrxs?

La presencia de Ferré y de Horowicz en estas notas tiene un fin preciso e indirecto: sus acotaciones permiten despejar una serie de confusiones que vuelven inaudible la idea que quisiera plantear: lo que se jugó en Sudamérica durante los años sesentas y setentas fue la posibilidad misma de plantear el problema de la igualdad en relación directa con superación de la vigencia de la ley del valor, problema aún vigente. Así lo planteó Ernesto Guevara: “el ejemplar humano, enajenado, tiene un invisible cordón umbilical que lo liga a la sociedad en su conjunto: la ley del valor. Ella se efectúa en todos los aspectos de su vida, va modelando su camino y su destino”. La revolución triunfante es, ante todo, para Guevara, una nueva comprensión del individuo como “no acabado”, abierto a otros modos de individuación, a nuevas relaciones colectivas y posibilidades de subjetivación (Las citas pertenecen al ya mencionado El socialismo y el hombre en Cuba).

Tal y como lo explica Ernest Mandel en su artículo: “El debate económico en Cuba durante el período 1963-64”, las posiciones de Guevara contra la vigencia de la ley del valor en el socialismo no eran abstractas, reconocían la necesidad de su pervivencia, pero negaban que debieran reglar la producción. Se trataba de posiciones teóricas fuertes, puesto que acertaban en reconocer en la ley del valor una potencia subjetivadora -creadora de forma humana capitalista- y no solo una racionalidad económica. Pero al mismo tiempo se trataba de posiciones muy prácticas en torno al proceso de industrialización en Cuba y al tipo de relaciones a sostener con el resto del campo socialista. Para el dirigente trotskista belga, las posiciones de Guevara eran, en este sentido, perfectamente realistas, propias de alguien preocupado por consideraciones de orden practico de la coyuntura.

El problema que planteaba Guevara no deja de insistir: es inútil problematizar latransformación subjetiva (una individuación no neoliberal de los sujetos) sin considerar el problema de la ley del valor

La potencia subjetivadora de ley del valor


La ley del valor rige el intercambio entre mercancías y explica cómo funciona el equilibrio (alcanzado a posteriori del intercambio) en las economías sin coordinación planificada de la producción social, organizadas a partir de la competencia entre unidades empresariales independientes y del principio de la propiedad privada, en las que la introducción de tecnologías disminuye los costos de producción (transformando el sistema del valor), dado que en ellas los capitalistas no cuentan de antemano con un saber sobre cómo se determina el trabajo “socialmente necesario” contenido en la mercancía. Para el economista ruso Isaac Rubin, la ley del valor es la principal fuente de subjetividad en la sociedad capitalista. Su libro Ensayo sobre la teoría marxista del valor, escrito al calor de los debates soviéticos de la década del veinte, explica que el valor de las mercancías expresa relaciones sociales de producción entre personas y que lo particular del valor mercantil es hacer aparecer a esta relación entre personas como una relación entre cosas.

Si el primer aspecto refiere a la medida del valor y concierne a la distribución del valor entre diferentes sectores productivos de una sociedad mercantil (es una teoría del equilibrio general), el segundo aspecto remite a la presencia en la mercancía de una fuerza de trabajo social global y a una relación de antagonismo entre capital y trabajo en torno al mando productivo y el salario. En este sentido, la teoría del valor en su aspecto cualitativo contiene el concepto de la crisis y el desequilibrio producto de la lucha de clases. En su texto General Intellect, poder constituyente y comunismo, Toni Negri explica que en este último sentido la ley del valor trata del valor de la fuerza de trabajo, cuya dinámica de valorización se presenta como independiente del funcionamiento de la ley del valor (en tanto que racionalidad del equilibrio). Esta tensión entre equilibrio y antagonismo muta en el capitalismo contemporáneo, en el que el trabajo social recrubre todo el tiempo de vida e inviste todos los sectores de la sociedad, subsumiendo toda lógica en la lógica de la explotación (es decir que la ley del valor sólo funcione como subcapítulo de la ley del plusvalor) y los equilibrios son alcanzandos exclusivamente por medio del control político de las variables que desatan la crisis constitucional del equilibrio (imposibilidad de contener el crecimiento de la demanda). En este sentido, la teoría del valor se vuelve teoría del papel de las luchas en la desestructuración continua y permanente de la reestructuración del ciclo de desarrollo capitalista (y de la composición/recomposición de contrapoderes). Cuando la ley del valor deviene control político de la subjetividad, modo de vida y represión del síntoma arrasan con las políticas de la igualdad y ya no es posible sostener la distinción entre lucha cultural y lucha económica.

 

Remember 1965-1967

Dos cuestiones abiertas. Ante todo: la tentativa de dar la lucha cultural o ideológica por la igualdad se torna impotente sin revisar los dispositivos en que arraiga hoy la ley del valor. Y además: todo relanzamiento de luchas igualitarias cobra inmediatamente una dimensión supra nacional. Lo que el fracaso de la revolución y las nuevas relaciones de fuerza querrían hacer olvidar es el asunto nada obvio sobre cómo recorrer la brecha abierta entre dos efectividades escindidas: la de la igualdad, y la de la inseparable transformación de las estructuras económicas y jurídicas. El nexo entre estas efectividades supone precisar nuevas correlaciones entre formas organizativas y temporalidad de la acción, correlación que sólo puede ser concebida por la heterodoxia más extrema.

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