Crítica y época
En las primeras palabras de su Historia a contrapelo del arte argentino, Rodrigo Cañete anuncia un proyecto de crítica cuyos límites se extienden más allá de las artes visuales: al igual que el amor, una obra de arte abre un espacio entre nosotros y nuestras vidas, y nos deja respirar. La potencia del arte –así como también de la teoría– radica en su capacidad para alterar nuestra percepción, nuestra experiencia, es decir, en su capacidad para transformarnos. Esta perspectiva desde la que Cañete propone entender la fuerza estética de una obra, plantea un camino que hoy, en tiempos de carreras personales y algoritmos, convierte a la crítica en una forma de respirar.
Historia a contrapelo del arte argentino plantea un modo de mirar la época por fuera de la lógica neutralizante de las instituciones culturales. Es justamente ahí donde, quienes no venimos del campo de las artes visuales, encontramos una de las principales riquezas de este libro. Hay en Cañete un método, una operación de escritura que sacude la época para ventilarla. Que permite escaparle, al menos por un rato, a la desesperación inocua y narcisista que circula en el mundo cultural argentino.
El método Cañete parte de la materialidad de la obra y se dirige hacia sus efectos, hacia el modo específico en que el arte interviene en la realidad social. Contra el aparato crítico institucionalizado, cuyo énfasis está en el dato y el archivo, Cañete propone leer funcionamientos. Para ello, le es necesario analizar la obra en relación con la sociedad histórica en la que opera, sin que esto implique reducir una dimensión a la otra. Ni un arte pasivo frente a lo social, ni un arte monádico, reducido a sus aspectos formales, absoluto idealizado sin relación con el entramado histórico en el que existe.
Si una obra puede transformarnos al punto de convertirnos en otros, es por el modo específico en que se inserta en la realidad social. Por el modo en que es capaz de articularse en discursos, en afectos, en una historia compartida y sus marcas. Porque, en última instancia, es ahí donde el arte y la teoría buscan producir un efecto: en la materialidad de nuestras vidas. En nuestros temores, en nuestros amores, en nuestras calenturas, en nuestras miserias. El arte y la teoría, cuando no se insertan en una lógica de cálculos y amiguismos, cuando no buscan constituirse en nicho o carrera, se dirigen siempre hacia la misma dirección. Hacia la vida. Como pregunta, como propuesta, como inquietud.
Esta perspectiva le sirve a Cañete como criterio teórico-político. Una obra no es transformadora o disruptiva por el hecho de presentarse como tal, sino por los efectos concretos que produce. La confirmación de lo ya pensado, el regocijo narcisista en lo ya sentido, es la operación conservadora por excelencia de nuestro tiempo, aunque las obras que así intervengan se presenten bajo las banderas más transformadoras. Tanto en el arte como en la teoría, la potencia política se mide por la alteración sensible que se genera, por la capacidad para romper con un estado de cosas. Una obra interpela cuando hace oír lo que no se sabe que se oye, cuando hace sentir lo que no se sabe que se siente. Todos tenemos una experiencia de esto: un libro, una película, una imagen, una canción que nos movió el piso para siempre. Y nos hizo vivir de otra manera.
Contra una época en la que los artistas son evaluados según su corrección política, incluso de manera retrospectiva y aun estando muertos, Cañete plantea la necesidad de pensar los efectos de las obras independientemente de la voluntad de quien las crea. ¿Qué es lo que busca el ojo crítico? Distinguir lo que nos confirma de lo que nos desarma; lo muerto de lo vivo. Por eso insiste en las posibilidades transformadoras de la producción cultural. Hay, hubo y siempre habrá obras capaces de ensayar nuevas formas de abordar nuestro avasallante momento histórico, siendo conscientes de que cualquier aproximación a él será fragmentaria y ficticia. Es esa ficción la que permite cambiar la realidad.
En tiempos como los nuestros en los que el mercado y las redes sociales exaltan y endurecen las identidades colectivas, el método Cañete propone una vía de escape. El hecho de que la potencia estética de una obra radique en su capacidad para alterar lo que somos, muestra un camino en el que la conquista de una autonomía –al menos parcial– con respecto al mercado, se convierte en algo necesario. Habrá, por tanto, que sospechar de la senda florida de la profesionalización, que tan buena prensa ha logrado durante las últimas décadas en la Argentina.
¿Por qué hacer crítica hoy? ¿Qué respuesta encontramos en Cañete? En un ambiente cultural como el argentino, donde casi todo queda reducido a una cuestión de gustos, donde el debate se fue convirtiendo en algo cada vez más impostado, resulta necesario volver sobre esta pregunta. ¿Por qué hacer crítica, entonces? Nuevamente: por los efectos que tiene. Se trata de intervenir. Cañete diagnostica un vaciamiento crítico que se corresponde con una sumisión de gran parte de los artistas a las lógicas y procedimientos del mercado. Y esta sumisión, por las características propias del mundo cultural argentino, coincide casi siempre con alineamientos políticos.
De ahí la importancia del método Cañete. De su embestida contra los consensos, contra los pactos y silencios. De su ataque contra la obediencia burocratizada, contra el reinado de lo conveniente, contra la política convertida en otra forma de hacer caso. De su batalla abierta contra ese mundo que de tan circular se vuelve agotador. Y agotado. Eso es la muerte: lo que no mueve. Lo que ubica, fija, confirma. La crítica, entonces, como un intento de no sucumbir ante esa forma un poco triste de andar muertos.
Materialismo oscuro
Cañete es materialista oscuro, en el sentido en que Silvia Schwarzböck le da a esta categoría. El materialista oscuro pretende decirlo todo. Y lo hace. Eso que en aras de la sociabilidad debería callar y por sus “adecuadas dosis de coraje y desprecio de sí mismo” se atreve a escribir, es pensamiento explícito. Las comillas de Schwarzböck traen del pasado una voz que, todavía en estas primeras páginas del libro, la autora deja sin citar. Son palabras de Carlos Correas, quien –Operación Masotta mediante– también se inscribe en esta tradición. Adecuadas dosis de coraje y desprecio de sí mismo: ahí reconoce Schwarzböck los cimientos afectivos de este tipo de escrituras.
El materialista oscuro rompe un pacto de silencio. Hace pensamiento explícito. Casi pornográfico. Muestra todo lo que puede. El materialista oscuro no calla un secreto, porque no lo hay. Su operación es la contraria: pone sobre la mesa aquello que todos saben pero nadie dice. Para eso, debe traicionar a ese mundo al que perteneció. ¿Cómo lo hace? Mediante la elaboración de nuevo punto de vista. Se crea a sí mismo como yo monstruo. Crudo. Salvaje. Un yo que avanza y avanza, insaciable. Una vez que el materialista oscuro empieza a decirlo todo, ya no puede parar. Sus palabras se dirigen contra el terror, contra sus silencios y consensos. Pero también aterroriza. A los demás, claro. Y a sí mismo. No puede parar.
El yo monstruo es, al mismo tiempo, un vengador y un traidor. Al decirlo todo, el materialista oscuro se venga de una cultura podrida, de un poder que necesita del silencio para funcionar. También delata a sus pares, se libera de la moral desde la que se desprecia. Y en ese mismo acto se traiciona. Se maltrata, se humilla. Exhibe sus miserias y vergüenzas. No le queda otra: es la única forma de exhibir de manera efectiva las miserias de los demás. El yo del materialista nunca se salva, nunca queda afuera de todo lo que odia. El materialista oscuro se mancha las manos con eso mismo que tira.
El carácter oscuro del materialismo de Cañete tal vez sea más visible en su blog, en sus podcast, cañechats y pastelas que en su libro. La oscuridad del materialismo, al menos en este caso, tiene algo performático. Interviene, busca producir una reacción. Por eso elige las redes sociales. Ellas son el medio perfecto para este fin. En su versión LANP, el método crítico aparece en su faceta más extrema. Cañete se zarpa. Se pasa de la raya. Cruza, por momentos, el límite del buen gusto. Como materialista oscuro que es, Cañete habla de más. O, como diría Schwarzböck, estructuralmente de más. Habla de lo que la cultura decide callar: lavado de dinero, favores sexuales, herencias de todo tipo, rosca, negocios con empresarios, políticos y hasta jueces de la nación.
Cañete no es un incorrecto, sino alguien que está más allá de la corrección. Tiene su propia agenda. Su propia forma de intervenir. Como explica Schwarzböck, si a hablar una lengua se aprende con el cuerpo, a callarla también. La crítica de Cañete, se dirige hacia ahí. Agita la lengua para exhibir lo que la cultura argentina no muestra. Para poner arriba de la mesa lo que los consensos culturales, desde hace décadas, metieron debajo de la alfombra.
Materialismo queer
En su libro El arte del fracaso queer, Jack Halberstam vincula lo queer a un proyecto estético organizado en torno a la lógica del fracaso. En la medida en que queer implica una ruptura con lo hegemónico, el éxito queda desde un principio por fuera del horizonte de lo alcanzable. Dicho de otra manera: no aceptar la normatividad social es no aceptar las reglas del juego que, eventualmente, podrían conducir hacia el éxito. Lo queer, en el sentido en que Halberstam le da a esta categoría, constituye una oposición vivida y sentida con respecto al modelo oficial de conducta y virtud. Por eso siempre tiene algo performático: provoca una reacción que sintetiza el estado de cosas en una sociedad.
Lo queer se encuentra vinculado a la negatividad, a una cierta imaginación política que se mueve por fuera del reconocimiento comercial y estatal. Se opone a la reproducción social del sentido. Pero no como mera negatividad reactiva, sino como una que se dirige hacia la posibilidad de construir nuevas formas de vivir. La no pertenencia arma un vacío que posibilita la creación de sentidos y significaciones. Es una concepción afín a la de Monique Wittig, quien sostenía que las lesbianas, al no ajustarse a la norma, al no ser vistas socialmente como “mujeres”, se encuentran en una posición mucho más apta para elaborar nuevas formas de vivir.
Al igual que el materialista oscuro, el materialista queer hace visible aquello que la cultura no quiere que se vea, hace oír aquello que no quiere ser escuchado. Y así encarna una alteridad monstruosa. En la medida en que rompe con la normatividad, el materialista queer hace del fracaso su obra central. Su fuerza está ahí: en la no adaptación. Rendir frente a la normativa histórica, por lo general, es una forma de rendirse ante el disciplinamiento del mercado y las instituciones culturales. Ser queer no garpa. No rinde. Y esto, en el fondo, es también una forma de no rendirse. De estar a la altura de una vida que necesita ser vivida. Por eso es que Halberstam señala que lo queer ofrece la promesa del fracaso como un modo de vida.
El materialismo de Cañete es queer, no por lo que haga en la intimidad, sino por lo que hace de manera pública. Porque fracasa. Incluso cuando parece conseguir el éxito, cuando el Premio Peter C. Marzio está casi en sus manos, la lengua traicionera se le vuelve en contra. Se lo sacan. Lo humillan. Lo corren de la escena. Desde el punto de vista que propone Halberstam, esto es algo que resulta completamente entendible. No se puede obtener un premio si no se aceptan las reglas de juego sobre las que se organiza. El fracaso de Cañete estaba escrito en su materialismo queer.
Cañete habla con una claridad que ofende. Con una lengua fulminante, que a veces hiere y se zarpa, pero que le permite identificar funcionamientos. Sin esa claridad, no hubiera podido exponer de manera tan precisa lo que llama “la mafia del amor”. Es decir, la lógica endogámica de la oligarquía cultural en la que los artistas se agrupan bajo un conjunto de silencios, jerarquías y buenondismos que garantizan su reproducción social. Al materialista queer esto le resulta intolerable. Por eso necesita romper con la inercia endogámica de la cultura. Si queremos que lo antisocial se transforme en teoría queer, dice Halberstam, debemos estar dispuestos a salirnos nos de la zona de confort del intercambio educado, con el fin de aceptar una negatividad verdaderamente política, una que, esta vez, prometa fracasar, dar por culo, cagarla, pegar gritos, ser rebelde, maleducado, provocar resentimiento, devolver el golpe, hablar alto y fuerte, interrumpir, asesinar, escandalizar, aniquilar. Resulta difícil vislumbrar un destino exitoso para una subjetividad así.
Sin embargo, el fracaso también activa otra cosa. Algo diferente. Algo en el cuerpo. Hay límites que se cruzan y de los que ya no se puede volver. Esos son los que importan. Los que te transforman. Los que permiten escaparle a un cierto estado de ánimo. La vivencia del fracaso, muchas veces, es la cristalización de ese tipo de límite. Porque en el fracaso se conserva algo de la maravillosa anarquía de la infancia. Cuando el éxito desaparece del horizonte, ya no hay razones para someterse a la disciplina cultural, a sus silencios y recompensas. Al productivismo, al cálculo, a cierto sentido de lo conveniente. Entonces, recién entonces, comienza ponerse en juego otra lógica: la del juego, la risa, la de los mundos por crear.
Esto explica también la preocupación de Cañete por el legado de artistas como Pedro Lemebel o Batato Barea, a quienes intenta rescatar de la estetización neutralizante de los consensos del presente. Ellos, desde sus propias coordenadas históricas, hicieron materialismo queer: fueron traidores de la élite cultural de su tiempo. Cañete también crea a sus precursores, se inscribe en una tradición artística latinoamericana. Y lo hace enfrentándose a una política cultural que estetiza para neutralizar, que recupera lo queer del pasado para volverlo inofensivo y, en ese mismo acto, lavarse la cara. Cuando lo queer se convierte en marca, kiosco u objeto de estudio, hay algo de esa experiencia que se obtura. Que no se transmite, que ya no se puede actualizar. Toda higienización invita a la sospecha.
Materialismo argentino: el revés de la trama
El materialismo de Cañete se inserta en una tradición ensayística que parte desde y se dirige hacia este país. Se puede vivir en Inglaterra y hacer materialismo argentino; se puede trabajar con el Conicet e importar agendas culturales europeas. Cañete se inscribe en un linaje de escritores cuya crítica busca denunciar el poder ahí donde no se muestra, exponer los pactos de silencio. Se trata de una tradición nacional y a la vez pugilística para la cual el combate es condición de posibilidad del pensamiento. De los muchos nombres que podría destacarse, me interesa recuperar el de tres: David Viñas, León Rozitchner y Quique Fogwill. Historia a contrapelo del arte argentino, tal vez sin saberlo, establece un diálogo implícito con la obra de ellos tres.
Al igual que Viñas, Cañete advierte una tendencia local a la valorización del arte según la visión del primer mundo. Ser latinoamericano es ajustarse a la imagen que Europa o Estados Unidos tienen de nuestro continente. Incluso en la construcción de un canon latinoamericano o argentino, lo que termina imponiéndose es la mirada extranjera, que curiosamente coincide con aquella que rinde en el mercado. El problema de este provincianismo con respecto a Europa y Estados Unidos es que impide la constitución de un punto de vista propio sobre lo argentino. En Literatura argentina y política, Viñas habla de un ser para y desde el primer mundo, de una validación de lo nacional en la aprobación extranjera, en sus jergas y modas. Esto es algo que, en la mayoría de los casos, requiere de una mediación profesionalizada que filtre la obra bajo los códigos del mercado. En las artes visuales, esto queda en manos de curadores y galeristas; en las letras, en manos de las grandes y a veces no tan grandes editoriales.
Una lectura conjunta de Viñas y Cañete permitiría reconocer ciertos elementos constitutivos del modo en que se produce arte y teoría en la Argentina: el viaje a Europa en su dimensión estética, utilitaria y colonial; la cultura como posible constructora de ciudadanía; el correlato entre la apropiación de la tierra y la constitución de una intelectualidad con valores de la clase dominante; la cuestión del cuerpo y su desaparición como una constante en la nación Argentina. Esta forma de leer la historia que Cañete –con Walter Benjamin– llama “a contrapelo” y Viñas “el revés de la trama”, no solo intenta desenmascarar la estructura de poder dominante en el campo cultural, sino también identificar resistencias concretas.
Esto último resulta fundamental y nos ubica, nuevamente, ante la pregunta por la crítica y su sentido. La búsqueda de resistencias, de relampagueos del pasado en el presente, es en el fondo una búsqueda de vitalidad. Se trata de detectar una misma vibración que atraviesa los tiempos, con el propósito de elaborar series históricas en las que inscribirse. Cañete arma la suya: Pedro Lemebel, Batato Barea, Federico Manuel Peralta Ramos. No se trata de una tradición académica, teórica, ni siquiera de una ligada estrictamente a las artes visuales. Lo que Cañete recupera de estos artistas es la insolencia, la carcajada, la lucidez, la provocación. Reflejada en el espejo de esta serie, la crítica muestra sus dos caras: una teoría de la performance y una performance de la teoría.
Materialismo argentino: democracia y terror
A mediados de la década del ‘80, Rozitchner señalaba que la democracia actual había sido abierta desde el terror, no desde el deseo. Y concluía: es la nuestra, pues, una democracia aterrorizada. Rozitchner se refería a una operación histórica sobre los cuerpos que los deja como anestesiados, incapaces de enfrentar el propio trauma. Si nuestra democracia se encuentra aterrorizada, es por el modo en que los silencios políticos nos impiden elaborar nuevas significaciones y sentidos. El terror nos encierra sobre nosotros, nos confirma, nos aleja. Nos deja muertos. Muertos en vida. Sin más destino, en el mejor de los casos, que el de una linda carrera personal. La omnipresencia del mercado en la cultura argentina –incluso bajo su disfraz estatal–, resulta impensable sin las huellas subjetivas del terror.
Algo similar advertía Fogwill en sus artículos de Primera Plana y El Porteño, también por los años ‘80. Con su habitual estilo, sostenía que la transición democrática se había organizado bajo una narrativa que no presentaba a los verdaderos vencedores como tales. Es por eso, señalaba Fogwill, que no existen casi obras culturales que festejen y reivindiquen el accionar de la dictadura. Porque los victoriosos necesitan hacerla pasar como una derrota. Reducir el análisis a la cuestión militar y al terrorismo de Estado, fue el modo de ocultar el triunfo de los vencedores, es decir, del bloque banquero-oligárquico-multinacional. Y, en tanto política de olvido, esta operación impidió entender la profundidad de las huellas económicas y subjetivas que todavía persisten en nuestra democracia.
Desde un punto de vista cercano al de Rozitchner y Fogwill, Cañete advierte en la política cultural democrática de los años ochenta una tecnología de infantilización que dificultó la exploración artística y teórica del propio trauma nacional. Más allá de algunas excepciones disruptivas, como las de Batato Barea y Liliana Maresca, durante esos años comenzaron a construirse los consensos culturales de nuestra sociedad actual. Como buen materialista oscuro, Fogwill fue todo lo explícito que pudo: el alfonsinismo –festivales, ciclos, libros, ferias y televisión mediante– encarnó la herencia cultural de la dictadura.
En su libro y en más de una pastela, Cañete sostiene que durante los años noventa comenzó un proceso por el cual las artes visuales se fueron convirtiendo lentamente en “economía creativa”. Ya entrados los dos mil, esto se extendió hacia el resto del entramado cultural. Todos fuimos tentados por la profesionalización. El problema con esto es que, una vez que sucede, ya no se juzga a las obras por su poder estético o conceptual, por el efecto que producen, sino en por el retorno de inversión. Este es el contexto desde el que debe entenderse el vacío de la crítica actual, la consolidación de la mafia del amor, la emergencia de nuevos esquemas de transacciones y lealtades. Cañete propone leer este largo proceso histórico desde las marcas profundas del terror militar. Al profesionalizarse, el arte y la teoría comenzaron a confundirse con lo burocrático.
Al rescate de la crítica
Cada día resulta más burdo el oportunismo casi desesperado de artistas y teóricos por coincidir con las agendas políticas o identitarias del momento. Cañete advierte en estas operaciones de autovalorización una amnesia selectiva propia del mercado neoliberal: se habla sobre aquello que rinde, omitiendo aquello otro sobre lo que es mejor callar. Este tipo de cálculos conllevan, por supuesto, un vacío completo de significación vital. Es que la obra que más fuerza política tiene es aquella que logra sustraerse de la lógica avasallante de lo conveniente. ¿Cómo consigue una obra ser algo más que una mercancía? ¿Dónde se verifican sus efectos?
Cañete advierte que en las últimas décadas se volvió frecuente una cierta conversión del dolor en commodity que flirtea con la estetización de lo indecible para hacerlo vendible. Por este motivo, nuestra época exige un minucioso ejercicio de la sospecha: no juzgar ni a los autores ni a las obras por lo que ellos dicen que son, por lo que ellos dicen que hacen, sino por el modo en que intervienen en la realidad social. De ahí la necesidad de mirar de frente al trauma de origen de la democracia argentina. La presencia del terror en nuestra cultura se verifica en las enormes dificultades que tenemos para producir sentido de espaldas al mercado, para no volvernos rehenes de la profesionalización.
El método Cañete propone coordenadas intelectuales y afectivas desde las que ventilar el presente. Busca decirlo todo, traicionar, exhibir, ofender, escandalizar. Pero con un sentido político de fondo. Hay algo en Cañete que nos arranca del entumecimiento, que nos invita a recuperar al cuerpo como fuente de sentido. Es que la crítica, al igual que el arte y el amor, también es capaz de generar efectos, de abrir una distancia entre nosotros y nuestras vidas. Y dejarnos respirar.