El mesianismo plebeyo de Bombo, el reaparecido // Diego Sztulwark

Notas sobre el libro de Mario Santucho, Bombo, el reaparecido, Seix Barral, Buenos Aires, 2019

¿Se trata de una nueva historia del ERP escrita desde la autenticidad que se supone otorga la herencia de la sangre y del apellido? Nada de eso. O mejor: ¡mucho más que eso! La meticulosidad con la que Mario Antonio Santucho trata los datos históricos y emplea cada palabra revela de por sí la singularidad notable de Bombo, el reaparecido: la crítica de las armas en función de las armas de la crítica. El relato sigue la pista del misterioso Bombo Ávalos o Abad, combatiente excepcional de la guerrilla rural de quien el Estado no ha logrado precisar su apellido ni establecer las circunstancias de su muerte (Santucho registra unas seis). La búsqueda se interna en la historia de Santa Lucía, el sufrido pueblo tucumano que fue testigo privilegiado de la formación de la Compañía de Monte Rosa Jiménez, foco rural que entró en actividad en la coyuntura determinada por la muerte de Perón y la crisis del peronismo de mediados de los años setenta, y donde luego se llevó a cabo el Operativo Independencia y la carnicería del general Antonio Domingo Bussi. ¿Es posible que Bombo haya sobrevivido al horror? ¿Que lo hayan visto  de regreso, décadas después, en su Santa Lucia natal?

Lucas, un niño de una favela de Brasil desesperado por aprender a leer,  es el personaje central del corto Mi amigo Nietzsche (Fáuston da Silva, 2012). Está por repetir el año y quiere evitar la sanción. Su maestra le aconseja: “lee todo lo que encuentres, cualquier cosa”. Lucas sigue al pie de la letra su consejo mientras corre con sus amigos un barrilete y entra en un basural a jugar a la pelota. En medio del fango encuentra un libro: Así habló Zaratustra de Nietzsche. Aprenderá a leerlo no sin dificultades y con ayuda de un cartonero. En la historia de Lucas, los libros no son parte de un capital cultural ni los ladrillos iniciales de una carrera académica: están en la basura y forman parte de las ruinas de una cultura ilustrada que supo creer en ellos como un instrumento de transformación.

Siguiendo a Bombo, Santucho se sumerge en un mundo en ruinas: un universo plebeyo de sobrevivientes, en algún caso más próximo al hampa que a las habituales militancias de la memoria. Busca escapar de la esterilidad con que el dispositivo de la derrota recubre el lenguaje de la reconstrucción histórica, en particular el del progresismo y los derechos humanos. Tal como lo reconstruye Silvia Schwarzböck en su notable libro Los espantos. Estética y postdictadura (Cuarenta Ríos), tras el terrorismo de Estado que condenó a los revolucionarios al campo de concentración no hay representación material de aquello que en los años setenta podía ser vivido como vidas de izquierda. Luego de la dictadura, escribe, solo hay vidas de derecha. Siguiendo a Rodolfo Fogwill, Schwarzböck describe la postdictadura como la situación en la cual aquellos que fueron victoriosos en la guerra contrarrevolucionaria se vieron eximidos de narrar su triunfo, mientras que los derrotados –los sobrevivientes– se encontraron compelidos a tomar la palabra y narrar lo que había pasado: desde sus militancias hasta la represión. Los vencedores se dedicaron a disimular su victoria y los vencidos fueron subsumidos en la nueva atmósfera a través del dispositivo de la cultura, que ofrece espacios para enseñar, dar charlas y escribir sin tensar las relaciones sociales y políticas.

El libro de Santucho puede incluirse entre los intentos (podemos decir lo mismo de Abajo a la izquierda, libro de inminente publicación de Mariano Pacheco) por derribar este cerco de la cultura que afectó de impotencia a buena parte del discurso progresista de toda una época. El antiprogresismo de Santucho, como el de Pacheco, consiste en volver a incomodar con el testimonio de vidas de izquierda. En Pacheco, esas vidas son las de los años noventa, creadoras de una contracultura, de una nueva relación entre palabra y cuerpo capaz de reintroducir la tensión política que la derrota había aniquilado. La masacre de Avellaneda –el asesinato de Kosteki y Santillán– encarna el propósito represivo de borrar esas vidas marcadas por el protagonismo organizado de una fuerza barrial y callejera, las del movimiento piquetero argentino de inicios de siglo. En Santucho, las preguntas irresueltas vienen de más atrás y recorren los mismos caminos que Pacheco. Se trata del problema de la violencia en un contexto histórico que hace inviable la táctica de la lucha armada. Lo borrado en la posdemocracia, para Santucho, es el problema mismo. En sus palabras: la propia “iconografía progresista” tiende a diluir esta cuestión de la violencia como cuestión aún sin resolver. Y lo hace en el acto mismo de elaborar un “panteón de héroes revolucionarios” como acto de construcción de una “memoria estatal”. Este cuestionamiento de la memoria está en la base misma del trabajo de Mario Antonio Santucho. Lejos de quienes han cuestionado por la política de derechos humanos del kirchnerismo desde la censura de la lucha armada (sobre todo Héctor Ricardo Leis, autor de Un testamento de los años 70. Terrorismo, política y verdad en la Argentina), lo que interesa en Santucho es el eterno retorno, la recomposición de la enemistad, la capacidad de recobrar problemas estratégicos adormecidos por el dispositivo de la derrota que describe Schwarzböck.

Ni desmarque ni reivindicación: Mario Antonio Santucho bucea en el océano rastreando el tesoro perdido de la revolución derrotada. Ya no se trata de la mera reivindicación de la voluntad y el heroísmo, sino de una disposición a afrontar los problemas difíciles que se plantean en nuestra época. “Aprender de las revoluciones fracasadas”, decía León Rozitchner. En ocasión de la represalia llevada a cabo por el ERP ante fusilamientos de un grupo de combatientes por parte del Ejército, la guerrilla inicia una serie indiscriminada de ejecuciones de oficiales de las Fuerzas Armadas que culmina en la desastrosa operación en la que muere una de las hijas del capitán Viola. Santucho escribe: “El error de la ejecución develó el horror en la concepción”. ¿En qué consiste este “horror de concepción”? Responder con terror al terror estatal conlleva la reafirmación de un círculo vicioso en el que la guerra devora la política. Esa concepción lo horroriza. Y al mismo tiempo es necesario atravesar cada uno de aquellos dilemas irresueltos, porque en cada una de esas resoluciones insatisfactorias se descubre la persistencia de aquel tesoro buscado: un estado de indagación a fondo sobre problemas que deberán ser pensados de otro modo y en nuevos contextos. Esta disposición introduce una diferencia abismal –¿generacional?– con respecto a los ecos de la polémica abierta hace casi una década y media por la carta del filósofo Oscar Del Barco. Luego de colaborar con la guerrilla guevarista del EGP en los años sesenta, el filósofo se arrepentía de haber apoyado experiencias en las que la política se autorizaba a ejecutar actos de violencia asesina, y se pronunciaba en favor de la capacidad regulativa del mandamiento bíblico del no matarás.

La inspiración de Bombo, el reaparecido es benjaminiana. No se acepta que la crítica de la revolución deba hacerse al interior del dispositivo de la derrota. Al contrario: se parte de la convicción de que el dispositivo actúa como cierre sobre el pasado con el objetivo de tapiar toda apertura del futuro. Su empeño, por lo tanto, es volver sobre lo que la historiografía de los años setenta ha dejado de lado (¿qué sabemos realmente de Bombo?) para constituir con ese archivo imágenes dialécticas capaces de rescatar lo no realizado del pasado a fin de inventar posibles imposibles hacia el porvenir. Volvamos al libro. A propósito de la política de la vendetta del ERP, el 20 de septiembre de 1974, la guerrilla ejecuta al comerciante Héctor Zaspe y al policía Eudoro Ibarra, acusados de haber participado del homicidio del militante Ramón Rosa Jiménez, el Zurdo, en Santa Lucía. Se trató del “desgarro definitivo de una comunidad tensionada” o bien de “fogonazos que iluminaron una grieta que ya existía y se estaba tornando insoportable”. En todo caso, “la guerrilla guevarista había adquirido el poder de dar muerte en nombre de la justicia popular”. Frases como estas, que parecen buscar un inverosímil punto de equilibrio, elaboran en realidad lo esencial de la posición singular del autor, que desaprueba toda apología militarista sin  que ello implique escamotear lo esencial: la actitud que lleva a sostener abierto el problema histórico del papel de la violencia en procesos políticos determinados por la intensificación de la lucha social.

La pulsión historicista de Bombo, el reaparecido apunta a restituir lo que permaneció impensado en las aporías de la revolución, no para enmendar un sueño congelado –en tanto que congelado pernicioso– de generaciones anteriores, sino para retomar el fluido vigilia y sueño en el que los sueños son producción, como lo afirma Lila Feldman en su hermoso libro El sueño, la medida de todas las cosas. Sin ellos, aún si astillados, carecemos de materia imaginaria para afrontar la realidad efectiva de la vigilia en la que sigue presente, de un modo nuevo quizás, la cuestión de la enemistad.  

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La pregunta ¿qué se hereda? llevó al poeta e historiador peruano José Carlos Agüero, hijo de militantes de Sendero Luminoso asesinados por el Estado, a cuestionar lo que escamotean las retóricas apropiadoras –las del Estado y las de los grupos políticos revolucionarios– del drama de la violencia política del Perú. En su libro Los rendidos se lee: “Se aprende a convivir con la vergüenza. Tener una familia que para una parte de la sociedad está manchada por crímenes, que es una familia terrorista, es una realidad concreta, como una silla, una mesa o un poema”. El libro es el resultado de notas que escribía desde hacía años en su blog con el objetivo de entender a sus padres. Escribir para “re-mirar a los culpables, a los traidores, a los criminales, a los terroristas, y por contraste también a los héroes, a los activistas, a los inocentes y quizá a los que no son nada, a los espectadores, los que creen que son el público pasivo en este drama. Y revisar nuestro lenguaje”. La otra enorme pregunta de Agüero –dirigida a su madre– es ¿de quién es el cuerpo del militante? “Al final, tu cuerpo pertenece a muchos (¿deberías haberlo considerado?)”. Su libro Persona reflexiona sobre los cuerpos destrozados, la tortura y el tratamiento que el Estado ha hecho de los militantes. Se impone la constatación de la destrucción: “No logramos conservarnos como sujetos un tiempo mínimo para fundar una historia o una experiencia que pueda ser transmitida o heredada. El cuerpo, el cuerpo mínimo para ser cuerpo, no existe”. No hay cómo desentenderse de la oscuridad de esta constatación que refiere de modo directo el desmembramiento físico de los sujetos por obra del terror político.

La búsqueda de las trazas del paso de sus padres por la existencia lo confronta con polvos, restos indiscernibles, puesto que se trata de mezcla de cenizas. Son las cenizas de otros seres, y no solo de compañeros de militancia, porque en la masacre de El Frontón (en la que fallece su padre) mueren senderistas y no senderistas. Agüero busca en su recuerdo y encuentra que “todos los senderistas eran parecidos: muchachos flacos, oliendo a cigarro”. Combatientes dominados por la necesidad de “guardar silencio. Informar. Moverse”. Recuerdos que afrontan las cenizas producidas por los hornos crematorios del Estado destinados a la desaparición de los cuerpos. Cuenta, además, con unas fotos familiares, unas prendas de vestir, una ficha postmortem. “No hay patria que se ofenda de sí misma”, escribe Agüero. Y no la hay porque esos hornos crematorios y los fusilamientos extrajudiciales, junto a los cuerpos peritados y sus respectivos certificados, erigen las verdades constituyentes de todo Estado”.

Persona propone un programa “antiheroico”, que supone defender a los muertos de las manos de los puros y de los poderosos, evitar la apropiación mitologizante, suspender la poética cómoda. Impedir la sustitución de las vidas por emblemas románticos, falsos sujetos de causas, reinos de las fantasías. Una persona es “apenas una huella”, “una representación”, “un golpe de vista”, “un mapa de sí misma”. Un programa destinado a hablar de los cuerpos como incertidumbre. Una narración hecha sin la lengua del orgullo (contra toda exigencia de identidad), como la que ensayan por aquí las ex hijas de genocidas. “Quizá lo único que podemos hacer con humildad, con respeto, es parecernos a los destruidos”, “dejar de medrar a su costa”. “Los restos sin importancia de unos terroristas masacrados están en cajas en la Fiscalía. Esperando su poeta”.

En Mario Antonio Santucho la búsqueda de una lengua de la incomodidad no supone disolver la enemistad en el perdón. La disconformidad que ambos escritores manifiestan hacia cierta autocomplacencia del mundo de los derechos humanos de la Argentina es bien diferente. En Agüero se da como desaprobación a un estilo de politización o de radicalización discursiva: “Quizá les pase a otros. No lo sé. Pero eslóganes como ‘No olvidamos, no perdonamos’. Esos rótulos tan seguros de sí, de lo que es lo correcto, nunca me han gustado, no me motivan”; en Santucho se manifiesta como insatisfacción por el modo como los organismos inscriben y destacan a las víctimas “en el gran mausoleo de la memoria estatal”. Pero se trata de disconformidades internas al movimiento. De hecho, en contextos diferentes, tanto Agüero como Santucho forman parte (y renuevan con su trabajo) de las operaciones de sensibilización del campo social inaugurado por los organismos.

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En el epílogo, Mario Antonio Santucho busca entenderse: ¿Por qué escribir esta biografía y no afrontar de modo directo la historia de sus padres asesinados cuando él era apenas un bebé? ¿Es esta una investigación preliminar en esa dirección o más bien un modo de elusión de la conmemoración edípica, un desplazamiento que conduce a Santucho a filiarse menos con cierto activismo vinculado a la industria de la memoria y más con geografías montaraces y combatientes/sobrevivientes pertenecientes a clases populares de provincias norteñas? Si este fuera el caso Bombo, el reaparecido puede ser leído, también, como procedimiento antiedípico.

Lo que nos distingue de aquella época es la irremontable asimetría de fuerzas en favor de los que mandan: “La violencia organizada ya no constituye un recurso al alcance de los oprimidos”. Las armas pertenecen por entero al mundo de los negocios. Y los poderes “se enmascaran”, adoptan fisonomías siniestras. Mientras escribe el epílogo resulta asesinado Rodolfo Orellana, militante de treinta y seis años, de un tiro por la espalda “y no sabemos si fue derribado por una bala policial o por un disparo mafioso. Últimamente resulta cada vez más difícil distinguir”.

No hay una única verdad. Si la hubiera, si la única verdad fuese la realidad, la realidad misma sería inmodificable. Además de la verdad-realidad está la verdad-desplazamiento, como enseña el filósofo catalán Santiago López Petit. Traducido a la discusión militante argentina: la política como vocación de servicio y la utilización astuta del Estado para distribuir fondos del Estado hacia los más humildes es tan loable como idea cuanto, en el fondo, falaz a la hora de transformar la situación. “Sin ruptura no habrá nada nuevo bajo el sol”. Si la verdad-realidad abruma con pruebas, la verdad-desplazamiento actúa por signos, señales de rebeldía que anuncian otros tiempos. Seguir a Bombo, esperar su reaparición, es ya vivir la transformación de la rebeldía en rebelión: un mesianismo plebeyo.

1 Comment

  1. ” no hay como desentenderse de la oscuridad de esa constatación que refiere de modo directo el desmembramiento físico de los sujetos por obra del terror político”

    Esto nos pasó durante el proceso y nos siguió pasando, consciente e inconsciente. Hubo años de garantía por parte del estado, garantía para pensar,hablar, difundir….En cuanto asumió un gobierno absolutamente contrario y comenzaron al principio lentamente, a aparecer signos de lo que jamás pensamos volver a vivir, muchos percibimos un inmediato malestar al re-conocer la amenaza del terror.

    ” Seguir a Bombo ( u otro nombre tal vez), esperar su reaparición es ya vivir la transformación de la rebeldía en rebelión: un mesianismo plebeyo.”

    Tal vez funciona como refugio de lo que pudo haber sido y no fue. Junto al saber que hoy y quizás nunca será. Las coordenadas de ese mundo mesiánico solo aparecen en el amparo amistoso que podemos construir y no más.

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