La pesadilla que no acaba nunca (Gedisa) es el último libro traducido al castellano de la pareja intelectual que forman los franceses Christian Laval (sociólogo) y Pierre Dardot (filósofo). El título hace referencia al hecho de que la crisis más grave en muchas décadas no ha traído consigo una transformación sustancial del capitalismo (como pasó en 1929), sino la radicalización de su forma neoliberal.
Esta intensificación de la lógica neoliberal –que coloniza las instituciones públicas, las relaciones entre los seres y el interior de nosotros mismos– amenaza ahora incluso las formas más light de la democracia (democracia electoral, liberal-representativa). La crisis es la ocasión perfecta para lanzar una auténtica «guerra política» contra todos los obstáculos que frenan la profundización de la lógica del beneficio.
Es urgente y vital esbozar un nuevo tipo de pensamiento y acción transformadora-revolucionaria capaz de estar a la altura del desafío que plantea el «devenir-mundo del capital». Según Laval y Dardot, la alternativa no pasa por renovar el soberanismo o la socialdemocracia, sino por las «políticas de lo común». Es decir, las prácticas de democracia radical que hacen de cada uno de nosotros un agente activo en la configuración de la realidad.
1- Según vosotros, el neoliberalismo es un proyecto directamente anti-democrático, en el sentido de que se opone (tanto en la teoría como en la práctica) a cualquier atisbo de soberanía popular (incluso la liberal-representativa). ¿Podríais explicar esto?
Efectivamente, es importante volver sobre el proyecto en sí, tal y como fue elaborado a lo largo de varias décadas (desde finales de los años 30 hasta finales de la década de 1960). Hay que tomárselo en serio, en lugar de ignorarlo con el pretexto de que se trata de un adversario intelectual y político. No es que este proyecto haya impuesto directamente las políticas neoliberales de los años 1970-1980. Las vías emprendidas por los diferentes gobiernos fueron distintas, desde la dictadura militar de Pinochet en Chile, que en algunos aspectos hizo las veces de laboratorio, hasta los gobiernos de Thatcher y Reagan. Pero más allá de esta diversidad en las formas, lo cierto es que el proyecto neoliberal no dejó de ser desde el origen un proyecto antidemocrático, en todas sus variantes.
El periodista y ensayista estadounidense Walter Lippman, uno de los inventores del neoliberalismo antes de la Segunda Guerra Mundial, estaba preocupado ante todo por la «ingobernabilidad» de unas democracias sometidas «al dictado de las opiniones públicas». Hayek no dejó de denunciar la omnipotencia del poder legislativo, para mejor oponer la «demarquía» a la «democracia»: la demarquía excluye la democracia en la medida en que sustituye la soberanía del pueblo por el gobierno de las «leyes». Pero por «leyes» hay que entender las reglas de derecho privado y penal en tanto que independientes de toda voluntad legislativa. Son estas reglas las que deben guiar la voluntad del propio legislador. De esta forma, Hayek imagina una corte constitucional superior a todos los demás poderes encargados de velar por la intangibilidad de estas «leyes».
Sin embargo, la corriente del neoliberalismo que, en este sentido, ha terminado siendo la mayor y más influyente es sin duda la del ordoliberalismo alemán. La originalidad de esta corriente, cuyo fundador fue Walter Eucken, consistió en que propuso desde muy temprano que se incluyera una Constitución económica en la Constitución política de cada Estado, de manera que se garantizara que cualquier política económica respetaría la inviolabilidad de esos principios constitucionales. Se trata de los mismos principios que fueron a continuación consagrados por la construcción europea: estabilidad monetaria, equilibrio presupuestario, competencia libre y no viciada. En Alemania y en Europa, estos principios inspiraron directamente la creación de bancos centrales independientes, cuya función consiste en velar por ellos, eventualmente contra la voluntad de los gobiernos y los parlamentos, y siempre contra la de los pueblos.
En definitiva, aquí está el corazón de la lógica neoliberal: elevar las grandes orientaciones de la política económica por encima de cualquier control democrático, de manera que todos los gobiernos futuros quedan maniatados de antemano independientemente de las alternancias electorales. Lo que el neoliberalismo no tolera es simplemente la democracia electoral bajo su forma más elemental, así como la división de poderes, pues ambas suponen un obstáculo para esta «constitucionalización» de la política económica. Con esto es con lo que nos encontramos hoy bajo las más diversas formas: un proceso ya bastante avanzado de salida de la democracia liberal-representativa, en beneficio de un sistema de gobernanza informal que implica tanto actores privados como estatales.
Estado-nación y neoliberalismo
2- Hay en toda Europa un auge del nacionalismo, que vosotros explicáis como «el deseo de restaurar una soberanía perdida, fantaseada sobre un fondo nostálgico y reactivo». Pero, ¿se trata de un fenómeno uniforme? Por ejemplo, en España hay sectores de izquierdas muy implicados en el proceso independentista catalán. Se expresa ahí un rechazo del Estado español desde una perspectiva «social» y «progresista». ¿Veis alguna posibilidad de emancipación en la vía estatal-nacional?
Conviene desconfiar de la tentación de la uniformización a la que nos lleva un uso indiferenciado de los términos de nacionalismo o populismo. El nacional-populismo de un Donald Trump y el neofascismo de una Marine Le Pen son, por ejemplo, el producto directo de más de 35 años de dominación neoliberal y no ponen en cuestión de ninguna manera la lógica de esta dominación. Representan incluso más bien una forma agravada de la misma: desregulación financiera, reducción de los impuestos a los más ricos, etc. El neoliberalismo concilia bien con el nacionalismo xenófobo, así como con muchos otros tipos de ideologías reaccionarias, como podemos ver hoy en día en Turquía o en Brasil.
No podemos confundir bajo una misma etiqueta sumaria las aspiraciones de constituir un Estado por parte de pueblos que no han dispuesto jamás de un Estado independiente (Escocia, Cataluña, País Vasco, etc.) con el nacionalismo reaccionario que se desarrolla en las naciones hace tiempo constituidas en Estados o que ejercen un control sobre «minorías» desde un Estado que conquistaron en la noche de los tiempos. Las aspiraciones nacionales de los pueblos escocés y catalán no tienen el mismo sentido que el nacionalismo que se ha expresado con ocasión del Brexit, que procede, por un lado, de la nostalgia de una grandeza perdida que se trataría de restaurar y, por otro, del resentimiento de poblaciones condenadas a la pobreza y a la relegación.
Con todo, no es menos cierto que sería vano alimentar una ilusión sobre la posibilidad de que un pueblo conquiste el derecho al autogobierno en el interior de la Unión Europea, tal y como ésta está construida desde sus orígenes. La estrategia que consiste en apoyarse en la Unión Europea para aflojar el nudo del Estado que niega todo derecho nacional está condenado al fracaso. Hay que entender que una integración de estas nuevas entidades en la Unión Europea no se haría en condiciones muy distintas de aquellas que se les impusieron a las naciones de las que forman parte (España, Gran Bretaña). Lo cual significa que estas naciones (Cataluña, Escocia) no serían «reconocidas» más que a condición de someterse a la lógica ordo-liberal de la Unión Europea, lo que conduciría tarde o temprano a privarles de toda forma de autogobierno.
En resumen, la ilusión estaría en creer que se puede proceder en dos tiempos o etapas: primero, una unión ecuménica orientada a conquistar la independencia, que haría abstracción de las oposiciones entre intereses sociales antagonistas, y sólo después, una vez conquistada la independencia, una confrontación en torno a las cuestiones sociales entre los «hermanos» de ayer. Hay que evitar absolutamente la ilusión de una gran familia o de una comunidad soldada, preservada de toda conflictualidad interna. Las oposiciones sociales deben emerger desde el interior mismo del combate por el reconocimiento de los derechos nacionales a partir de hoy mismo.
3- ¿Cuál sería entonces vuestra alternativa? ¿Qué otra Europa podemos concebir (al menos como horizonte) desde el imaginario de las políticas de lo común?
Hay que abrir desde hoy mismo la perspectiva de una Federación democrática de los pueblos europeos por parte de aquellos que combaten para conquistar el reconocimiento de sus derechos nacionales. Tal y como lo supo ver Castoriadis en 1992, una federación de este tipo no podría ser democrática más que a condición de ser una Federación de unidades políticas autogobernadas.
Es decir, por un lado, el principio de la autonomía implica el derecho de toda comunidad nacional a organizarse según la forma política que desee, incluyendo la del Estado-nación. Pero, por otro lado, este mismo principio de autonomía, que es válido para toda colectividad humana, implica la superación del imaginario del Estado-nación y la reabsorción de la nación en una comunidad más vasta, que englobe en último término a la humanidad entera. Un común encerrado en fronteras nacionales no es un verdadero común: cualquiera que sea su escala y carácter (político o socioeconómico), lo común está necesariamente abierto al exterior y esta apertura debe manifestarse por la preocupación de integrar sus relaciones con las otras sociedades en su propio funcionamiento interno.
Hay que insistir en este punto: el imaginario del Estado-nación no es un imaginario alternativo al neoliberalismo. Si tal imaginario, lejos de haberse diluido, se ha visto en gran medida reforzado en estos últimos años, se debe en primer lugar a la «maquinaria político-burocrática» que constituye la Unión Europea. El impasse actual viene del hecho de que, como decía Castoriadis, ciertos pueblos ya constituidos en Estados quieren volver a la soberanía nacional-estatal, mientras que los otros están preocupados sobre todo por la idea de llegar a constituirse en una forma estatal «independiente», sin importar el coste ni el contenido. Pero la competencia entre soberanías, lejos de debilitar la lógica del neoliberalismo, no hace sino alimentarla y reforzarla.
Vieja y nueva socialdemocracia
4- Podríamos pensar la crisis que está atravesando actualmente el PSOE como una forma nacional particular de la crisis que afecta al conjunto de la socialdemocracia europea. Vuestro análisis sobre esa crisis es muy duro: afirmáis que la socialdemocracia no ha sido una víctima, sino un actor decisivo de las políticas neoliberales, autodestruyéndose en el proceso.
La socialdemocracia europea ha sido, y lo es más a día de hoy, la primera responsable de la puesta en práctica de las políticas de austeridad. Así, cuando fue mayoritaria en Europa a finales de la década de 1990 y principios de la del 2000, sus dirigentes agravaron la deriva anterior, en lugar de iniciar una re-orientación de la política europea. Procedieron a desmantelar sistemáticamente el derecho al trabajo, por la vía de una mayor flexibilización del mercado laboral (Blair, Schröder, Hollande, Renzi).
El ejemplo de Francia es muy elocuente: muy pronto, a lo largo de la década de 1980, bajo la égida de Mitterrand, la socialdemocracia tomó la iniciativa de la liberalización del sector financiero, aventajando por esta vía a bastantes gobiernos neoliberales, hasta el punto de hacer las veces de entrenamiento para estos últimos. Convertido desde principios de la década de 1980 a las virtudes de la competencia, Hollande no ha dejado por su parte de soñar con ser el Schröder francés, con vistas a dejar el recuerdo de un hombre de Estado valiente, capaz de dominar la hostilidad de la opinión pública.
Más en general, es el lugar histórico de la socialdemocracia lo que está amenazado, en razón del cierre institucional impuesto por el sistema neoliberal. Hoy en día la socialdemocracia se ve ante la siguiente disyuntiva: sumarse o romper. Pero sumarse es condenarse a morir, tal y como muestra la experiencia de estos últimos años, y romper es asumir el riesgo de un enfrentamiento con el sistema, algo que le resulta igualmente insoportable. Sus dirigentes han preferido suicidarse antes que resistir.
Hay que tomar de una vez conciencia de este hecho: la socialdemocracia ha dejado de existir y nadie podrá resucitarla, ya que el sistema ha destruido todo espacio o todo margen de maniobra para que pueda operar una contra-fuerza en su seno. Bajo este apelativo de «socialdemocracia» lo que hay en realidad son izquierdas neoliberales que, ya de entrada, inscriben su acción en el mismo marco que las derechas neoliberales. He aquí por qué a nosotros nos parece más correcto hablar de una «razón política única», en lugar de un «partido único».
5- La «nueva política» se presenta en ocasiones a sí misma como «una nueva socialdemocracia», una socialdemocracia que sería «real» y no una opción neoliberal disfrazada de izquierda. ¿Qué pensáis de esta posibilidad?
Preconizar la vuelta de una «socialdemocracia real» es ilusorio, por mucho que parezca reflejar la famosa fórmula de los Indignados: «Democracia real ya». Pues aquella fórmula debía su fuerza al cuestionamiento directo de la democracia llamada «representativa»: significaba en el fondo que esta última no era «realmente» una democracia y que la democracia, para ser real, implica la coparticipación de todos los ciudadanos en los asuntos públicos. El principio político que nosotros llamamos «lo común».
El objetivo de constituir una «socialdemocracia real» parte de una constatación compartida por muchos: la vieja socialdemocracia (el PSOE, por ejemplo) ya no sería realmente una socialdemocracia, en razón de su alineamiento puro y simple con el neoliberalismo. Esa constatación es cierta, pero ¿por qué habría que deducir de ahí que hay que ocupar el espacio que ocupaba y que su fracaso político ha dejado vacante? Más bien conviene poner en cuestión la posibilidad de reconstituir una verdadera socialdemocracia en las condiciones de transformación neoliberal de las instituciones estatales. La verdad es que esta transformación, debido a su carácter irreversible, impide definitivamente toda vuelta hacia atrás: pura y simplemente, los márgenes de maniobra que permitieron históricamente a la socialdemocracia jugar su papel han dejado de existir.
Ya no nos podemos imaginar construir paso a paso, y sin salirnos del marco parlamentario, una relación de fuerzas que permita obtener concesiones en materia de democracia social. Debemos recordar que esta estrategia sólo pudo funcionar en las condiciones propias de la democracia representativa clásica. Ahora bien, tal y como creemos haber dejado claro en el libro, el neoliberalismo tiende a vaciar dicha democracia de todo contenido. Así pues, en nombre del combate por una «democracia real» hay que asumir esta imposibilidad de volver a la socialdemocracia.
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En otras palabras: hay que elegir entre la «socialdemocracia real» y la «democracia real». Querer la «socialdemocracia real» es correr tras un espejismo: al final del camino renunciaremos a la «democracia real» sin haber restaurado siquiera la democracia representativa. Simplemente, corremos el riesgo de adaptarnos pasivamente al marco antidemocrático que impone el neoliberalismo, entrando así en la vía suicida de la normalización política como un partido más. Porque en ausencia de aquella democracia en su forma parlamentaria clásica ninguna socialdemocracia puede llegar a ser «real».
Gobernar desde el Estado y gobernar contra el Estado
6- Podemos y las candidaturas municipalistas se presentaron a las elecciones bajo la consigna de «poner las instituciones de nuevo al servicio de la gente». Sin embargo, uno de los descubrimientos que han hecho muchos compañeros que han accedido al poder político ha sido hasta qué punto las instituciones no sólo son una herramienta que pueda «usarse bien o mal» (al servicio de la gente o de la oligarquía), sino que son «intrínsecamente neoliberales» en sus maneras de pensar y actuar, de contratar y evaluar, etc.
La experiencia de la participación en las instituciones políticas tiene, en efecto, mucho que enseñar a todos los que tengan la ambición de volverlas contra la lógica neoliberal: uno se da cuenta enseguida de que estas instituciones no son simples medios susceptibles de servir a fines distintos y opuestos, sino que han sido rediseñadas hasta en su funcionamiento y sus métodos de trabajo por décadas de racionalidad neoliberal.
Las instituciones no son neutras, no más que el Estado en general. Por consiguiente, la cuestión no es tanto entrar en las instituciones para hacer de ellas armas en el combate contra la oligarquía neoliberal, sino hacer de las instituciones un nuevo terreno de lucha. Más en concreto, se trata de trabajar activamente, desde el interior y al mismo tiempo desde el exterior, para subvertir la lógica del Estado y de sus instituciones, que es en el fondo una lógica propietaria y monopolizadora.
Esto vale muy particularmente para los gobiernos municipales, que deben construir una relación de fuerzas contra el Estado central apoyándose en los movimientos sociales y trabajando en la coordinación de las municipalidades «rebeldes», siguiendo el ejemplo de lo que ha puesto en marcha Barcelona en Comù.
7- Vosotros utilizáis la fórmula «gobernar contra el Estado», ¿qué significa?
Lo que la experiencia de la participación en el poder del Estado demuestra de forma apabullante es que aquellos que pretendieron tomar el poder para servirse de él como si fuera un instrumento neutro terminaron por convertirse en engranajes de un poder de Estado convertido a su vez en un fin en sí mismo, que funciona en pos de su propio reforzamiento y perpetuación. Ya va siendo hora de comprender que la administración del Estado obedece a una lógica autónoma con respecto a la acción de los gobiernos, cuyo horizonte temporal es bastante más limitado y que, en las condiciones actuales, esta lógica es una lógica a la vez burocrática y de gestión.
Un gobierno que se preocupe realmente por actuar en el sentido de los intereses del pueblo deberá darse cuenta de esto. Deberá apoyarse en las iniciativas tomadas desde abajo, es decir, impulsarlas y favorecer su coordinación, para quebrar, si es preciso, la resistencia de la administración pública e imponer una transformación de las reglas de funcionamiento de dicha administración con la vista puesta en una democracia que integre a los ciudadanos en los procesos de deliberación y de decisión. Lo que nosotros entendemos por «gobernar contra el Estado» no es ni más ni menos que esto: el Estado neoliberal no es el aliado natural de un gobierno democrático, sino que es más bien un adversario cuya resistencia sólo podremos superar apoyándonos en las movilizaciones y en las experiencias surgidas de la propia sociedad.
Lo común: una nueva imaginación política
8- Afirmáis que no se puede entender la fuerza que tiene el neoliberalismo hoy sin entender la gran pregnancia de su imaginario: cómo cala en nosotros su promesa de libertad, su propuesta de lo que es una forma de vida deseable, etc. Habláis de la necesidad de oponer a ese imaginario un imaginario alternativo: «No hay nada como la potencia de un imaginario para hacer nacer el deseo de transformar el mundo». ¿En qué consiste ese imaginario alternativo? ¿Se trata de un relato o de una narrativa? ¿Cómo suscitarlo y extenderlo?
El imaginario neoliberal se alimenta y se mantiene a través de las prácticas que hacen de cada uno de nosotros un «empresario de sí mismo» en todas las esferas de la vida. Lo común es el principio que debe presidir el advenimiento de un nuevo imaginario y de un nuevo deseo. La única manera de crearlo y difundirlo es partiendo de las prácticas e invenciones que se dan en lo cotidiano y trabajando en pos de su propagación. Las historias y los relatos no pueden tener una validez por sí mismos, independientemente de las prácticas, como si unas bellas fábulas edificantes pudieran propagar el deseo de lo común.
Por la misma razón de fondo, hay que rechazar todos los relatos que se presenten como elementos de fabricación de una «identidad populista» a la manera de Laclau: lo común excluye por principio toda clausura en torno a una identidad y excluye a fortiori toda identidad construida por la identificación con un jefe o líder carismático. Sí son útiles, por el contrario, aquellos «relatos» e «historias» que ayuden a ver, partiendo siempre de las experiencias en curso, lo que sería una sociedad regida por la lógica de lo común. En una palabra, se trata de hacer de estas experiencias el combustible de una nueva imaginación política colectiva.
9- Decís que «lo común» es por el momento una «lógica minoritaria», ¿pero debemos entender por ello que es una lógica destinada a minorías? En España hay quien argumenta que «lo común» está bien como lógica para los pequeños proyectos experimentales, pero no para las complejas máquinas públicas como la salud pública, etc.
Es cierto que esta lógica es aún, en este estadio, una «lógica minoritaria», es decir, una lógica que no ha llegado a imponerse sobre la lógica propietaria y empresarial en toda la sociedad. Pero este es precisamente el motivo por el que no hay que ceder ni un ápice en ella. Lo común tiene la vocación de predominar a escala de la sociedad en su conjunto y, por consiguiente, también a escala de un sistema tan complejo como el de la salud pública: la democracia debe prevalecer en todos los escalones de este sistema, aunque la tendencia dominante sea hoy la constitución de grandes estructuras burocráticas manejadas por expertos gestores. Los expertos tienen su lugar en una democracia, pero no deben reemplazar a todos los actores de este sistema a la hora de tomar decisiones que incumben a las orientaciones a seguir en cualquiera materia de salud pública. El ejemplo de las clínicas autogestionadas en Grecia muestra que podemos contar con iniciativas que vengan desde abajo, impulsando su coordinación democrática.
Traducción del francés: Álvaro García-Ormaechea
[fuente: http://www.eldiario.es/]