“Quiero decirles que ustedes esta noche no han hecho más que alimentar un mito. Un mito que, no bien atraviese esta puerta, comenzará a derrumbarse”.
En una especie de homenaje que se le hizo en vida, cuentan que HG se despidió de esta manera, con esta frase, exhalada con esa cadencia única, luego de 36 alocuciones que recorrieron su obra y su legado. Una de las interpretaciones que se hizo de esta exhalación de HG, maestro en el arte de la repentización, o como dice un amigo, en frotar la lámpara, es que allí quedó expresada como nunca -algo que, sin dudas, era un componente del estilo HG- “su fortaleza de intelectual crítico, de naturaleza trágica”. Sin embargo, cuando me llegó por primera vez, y ahora que la vuelvo a oír citada, a propósito de su partida, me provoca la misma sonrisa, porque me parece y me pareció una gran frase humorística. Tal vez es falta de sensibilidad para con lo trágico, pero no puedo evitar (re)oírla y (re)leerla de ese modo.
Y entonces, retrocedo más de 20 años, hacia fines de los 90’, ya que ahí se encuentran “localizados” mis recuerdos con Horacio, en esa ¿mítica? Sociales de fin de siglo. Me imagino que en estos días se dirán mil cosas, y como dice Diego Sztulwark, quien pintó de maravillas a ese HG, al que yo también conocí en aquellos años: “todos los que lo conocimos tenemos 3 o 4 anécdotas maravillosas con Horacio”. Y es así, pues si algo lo definía era esa generosidad para el diálogo con todxs, en este caso con un estudiante de Sociología de apenas veinte, seguramente en busca de maestros.
Lo único serio que diré aquí es que me bastaron dos o tres charlas y clases de HG para dar por imposible una sociología que no estuviera permeada, o más bien inundada por la filosofía, y tal vez fue lo que me llevó a trocar mi biblioteca allá por el 2000, y quizás también a fantasear con una editorial de filosofía.
En cuanto al humor de HG, que encuentro en la frase epigráfica, y en la que –creo- se (des)mitifica a sí mismo, van aquí mis 3 o 4 anécdotas con él, que a mi humilde sentir expresan “su fortaleza de pensador plebeyo, de naturaleza tragicómica”.
La primera es quizás la más hermosa, corría el año 1998 y no sé a quién de aquel entrañable grupo militante que fue El Mate, se le ocurrió que coordinara la Cátedra Che Guevara. Yo recién me volcaba a la militancia y desde ya no estaba a la altura de semejante cosa, pero bien, como en ese entonces audacia e imprudencia iban de la mano, asumí el desafío. En una de las jornadas, habíamos invitado a tres “pesos pesados”, Eduardo Grüner, León Rozitchner y a Horacio. El convite era para las 19 hs., creo recordar, y ya entonces el aula estaba colmada de unas 200 personas. Sin embargo, todavía ninguno de los “disertantes”. Pasaron 15 minutos de las 19, y ya mis nervios aumentaban, ninguno de los tres aparecía, recuerdo mirar esa escalera, el ascensor, y lo único que subía era la ansiedad, entramos una primera vez al aula a pedir paciencia. Pasaron 10 minutos más, y ahí un compañero nos informa que Grüner no contesta y que lo descartemos. A todo esto, recordé mi conversación con León R. al invitarlo, y su insistente pedido, que también lo define mucho: “Yo voy, pero quiero debatir con Hebe de Bonafini, me quedé con las ganas desde la última vez que hablamos de decirle unas cuantas cosas, eso es lo que quiero”. Siendo las 19,30 pensé, evidentemente, al no conseguirlo se bajó. Entré una segunda vez a pedir paciencia, la gente ya miraba con cierta desconfianza, pero para mi sorpresa nadie se movía. Quedaba HG, ¿cómo nos podía fallar él que era tan buen tipo, muy allegado, comprometido…?, pero su inconfundible silueta no se dejaba ver… Cuando ya perdíamos la fe (el último pedido de paciencia ya lo tuvo que hacer un compañero más experimentado porque a mí ya no me daba la cara), apareció, con su maletín de siempre, su sonrisa a cuestas. Gritamos al unísono: ¡Horacioooo! Resulta que, volviendo de una actividad en La Plata, se había confundido y había recalado en la otra sede de Sociales, en calle Ramos Mejía, al no encontrar la Cátedra, se tomó un taxi, otra vez empujado por su generosidad… Lo acompañé hasta el frente del aula y lo presenté en dos palabras, aliviado, solo quería escucharlo… Lo que siguió lo recuerdo como una de las charlas más notables que escuché en mi vida. Me quedan huellas dispersas, pero serpentearon allí -al modo en que solo HG hacía serpentear las palabras, los textos, las historias- Sartre, el Che, Althusser, Cohn-Bendit, un palito para Marta Harnecker, Cooke… y mucho más si la memoria fuera menos esquiva, pero valga para la anécdota decir que fue un momento deslumbrante, como solo HG podía lograr. Cuando terminó de hablar, recuerdo haber dicho, entre extasiado y agotado: “Valió la pena esperarlo, ¿no?”.
La segunda habrá sido un año después, habíamos creado con Sebastián Puente, un personaje que se llamaba Oscar Monti. Se presentaba como un estudiante promedio de la carrera, que cursaba y se encontraba con los distintos personajes, sobre todo profesores, de “la facu”. Monti hacía un uso irónico de la crítica, un poco salvaje, desde la comodidad del anonimato. Era una típica travesura universitaria, inocente. Y una de sus víctimas fue HG. Lo que hizo Monti fue remedar el estilo barroco, alambicado, que tanto admirábamos, pero por supuesto exagerándolo un poquito para lograr el efecto humorístico. Acá el recuerdo es de una asamblea nocturna, en la que Rubén Dri reía a carcajadas mientras le contaba a HG como este tal Monti se había mofado de ambos, y recuerdo como si fuera hoy el rostro de Horacio, que se lo tomó muy a bien, creo yo, pero que no dijo ni mu.
La tercera cosa que quiero contar ocurrió en las jornadas de Sociología, que organizó HG en el año 2000. Como todas las cosas en las que estaba metido, fue un revuelo, por primera vez la facultad se salía de los marcos (estrechos y aburridos) del formato académico, y se abría a otros lenguajes y experiencias. En ese entonces, uno de nuestros “deportes favoritos” con un grupo de militantes medio invertebrados, era correr por izquierda a todo el mundo. Transcurría el año 2000 y la situación social del país se colaba por todas partes. Con un grupete decidimos entonces hacer una especie de jornadas paralelas, para llenar las venas resecas de Sociales de sangre, decíamos algo así. Sin dudas, solo lo hicimos porque HG estaba ahí, pero en nuestra cabeza, eso funcionaba como una radicalización por izquierda de las jornadas de HG, un poco como si lo tomáramos como una especie de Perón y nosotros nos tomáramos como… se entiende… Nunca se había vivido algo así en la facultad, grupos de los más diversos la invadieron, personajes de todo tipo, experiencias como las de H.I.J.O.S., experimentos educativos, gente de barrios, y todo cerró con una murga. Recuerdo bien que ciertos del entorno de HG se enojaron, Monti ya hablaba en ese entonces de una “teoría del cerco” que se le hacía en el bar la Giralda a HG mientras comía sus ravioles. Pero la lección de Horacio fue otra, dejó vivir sin inquietarse todo ese bullicio, dejó entrar todo el ruido del afuera, y sin dudas lo disfrutó, ya que toda su vida lo había fomentado, era su modo de estar en las instituciones, gesto de una radicalidad mucho más acuciante que aquella de esos jóvenes traviesos que éramos.
Mi último encuentro con él, casual, data de 2008. Ya no era estudiante, sino un reciente editor, y participábamos con Cactus de una feria que se hacía en los patios de la Biblioteca Nacional dirigida por HG. Se acerca a la mesita que habíamos dispuesto con nuestros libros, y recuerdo su sonrisa algo socarrona acercándose y preguntando: “Qué publicaron ahora”. Dudé en hablarle de Gilbert Simondon, pues siempre con HG había que estar al acecho de que no te “gastara” con que te enganchabas fácil con los autores de moda (como lo hizo unos años antes, tomándome un oral, y me animé a nombrarle un libro recién salido de Jameson… y no le gustó nada… no haberlo leído aún, y me lo hizo notar). Entonces, sabiéndolo lector voraz de clásicos, le nombré a Charles Péguy y su “Clío: diálogo entre la historia y el alma pagana”, esperando que su reacción fuese alguna cita gloriosa, que frotara su lámpara… La respuesta: “No lo conozco, pero cuando llegue a casa lo voy a googlear…” y su risotada posterior… jamás las olvidaré.