Para orientarse lo mejor posible en el enfangado asunto de las raíces, es necesario recurrir a la pequeña obra de Freud, Lo siniestro (1). En unas pocas páginas, se dice lo esencial sobre los llamamientos al origen (nación, etnia, tradiciones culturales, etc.) que, de vez en cuando, devuelven su salvajismo a la metrópoli posmoderna.
Freud observa que el término alemán heimlich, que designa lo que “recuerda al hogar” y da un sentimiento de intimidad, “desarrolla su sentido, no sin ambigüedad, hasta hacerlo coincidir con su contrario unheimlich”. Lo familiar se torna inquietante, lo que protege también amenaza, la anhelada raíz revela una naturaleza siniestra. Instruido por su lengua materna (amén de la utilización del diccionario establecido por los hermanos Grimm, autores de cuentos que ilustran maravillosamente la dialéctica del heimlich), Freud interpreta el terror que se apodera de nosotros ante la inquietante extrañeza (los fantasmas, por ejemplo), como si se tratara de una reacción traumática ante lo “familiar” que, sin esperarlo, resurge bajo aspectos completamente diferentes. Se trata asimismo del contenido perceptivo y emocional de la familiaridad pasada y del pavor presente, sólo que el idilio se ha transformado ahora en pesadilla.
El par heimlich/unheimlich, familiar/inquietante merecería el centro de la reflexión ética contemporánea. Para convencerse de ello, no hay más que recordar que el término ethos, por su parte, no significa otra cosa que «hábito». Si nos confiamos a la sabiduría de la etimología, la ética no designa una vida plena de «valores y de deberes», sino una vida que goza de la holgura que procuran las viejas costumbres, íntimamente compartidas por los individuos. Sin embargo, nada es hoy tan paradójico, tan excéntrico y, en definitiva, tan poco habitual como esta reivindicación de una sólida costumbre que oriente con seguridad la mirada y la acción. Nada suena más falso. Más siniestro. Más inquietante.
Ya se sabe, la «pasión dominante» de la modernidad capitalista consistió en arrancar una por una todas las raíces, destruir las comunidades tradicionales, reemplazar la costumbre por la repetición (o incluso por la compulsión a la repetición). Con la deslumbrante claridad de la técnica, y, de modo más general, con el universalismo de las fuerzas productivas sociales, los umbríos senderos del heimlich desaparecen. Todo es perfectamente conocido y, sin embargo, a la par extraño; sin misterio, pero imprevisible. Precisamente hoy, en estas condiciones de irreversible desarraigo, resurgen inesperadamente formas de pertenencia atávicas, implantaciones protectoras, formas identitarias semejantes a un destino. Sin embargo, sería un error considerar esos resabios como una resistencia romántica que opondrían los adeptos de la tradición: de ésta ya no existe memoria directa. Hace mucho tiempo que la modernización no revoluciona más que los dominios de experiencia ya marcados por la convección y el artificio, ya acometidos muchas veces por innovaciones repentinas. El atractivo por las raíces familiares es, a su vez, ultramoderno: tan virulento como subrepticio. Se trata de un “sangre y suelo” de plástico, de arcaísmos de supermercado, de orígenes postizos. El heimlich de antaño reaparece bajo la forma de un progrom massmediático, orgullo étnico de spot publicitario, sometimiento posmoderno de los cuerpos; unheimlich, pues. Aquél que trata de decir: “patria, comunidad, vida auténtica”, emite gritos estridentes y terroríficos, dignos de un aparecido. En lo sucesivo, la mezcla entre lo familiar y lo espantoso es sistemática: no oímos hablar de lo primero hasta que no nos percatamos de lo segundo.
Jean Améry (seudónimo de Hans Mayer, judío austríaco que, tras haber huido a Bélgica escapando de los nazis, fue capturado, torturado y deportado a un campo de exterminio) dedica un capítulo en su Más allá de la culpa y de la expiación(2), a la siguiente cuestión: “¿hasta qué punto necesitamos una patria?”. Que quede claro: aquí no se trata, como es evidente, del Estado-nación, sino del lugar en el que uno ha crecido, la Heimat (justamente el sustantivo del que proviene heimlich). En pocas páginas Améry traza una admirable fenomenología del exilio. Es cruel el desarraigo, sobre todo para quien no es religioso (la fe de los padres es una Heimat de reserva, portátil por añadidura), no tiene dinero (el dinero procura flamantes raíces) y no goza de ninguna notoriedad. La emigración se asemeja, en muchos aspectos, a un envejecimiento prematuro. Es la proyección, a escala social, de los rasgos típicos de todo declive individual, que comienzan por la sensación de “no comprender ya el mundo” (numerosas páginas del libro de Améry sobre la vejez, Acerca del envejecer(3), deben ser leídas como un complemento al capítulo sobre la pérdida de la Heimat en Más allá de la culpa y la expiación; y viveversa). En Bélgica, Améry sufre de una “inestabilidad” incurable; se orienta mal en su nuevo entorno, ha perdido sus capacidades de discernimiento instintivas, las únicas capaces de protegerle del azar. En los gestos de los demás no es capaz de distinguir a primera vista la indiferencia tranquila de una eventual amenaza; los ritos culturales oficiados ante su presencia le resultan incomprensibles; no capta las referencias evidentes a un trasfondo común; su gusto por los matices se atrofia.
El diagnóstico que formula Améry sobre el exilio se corresponde bastante bien –y el autor es consciente de ello– a la descripción de la experiencia corriente de la metrópoli o a la debacle que la continua mutación de los modos de trabajo y de comunicación provoca en las consciencias y en los sentidos. Sobre todo en nuestros días, donde asistimos a la elasticidad posfordista de los empleos y de las funciones, ¿quién puede decirse seguro de sí mismo y capaz de prever el futuro? ¿Quién puede jactarse de tener una red de protección contra las incertidumbres y los empellones de lo «nuevo»? Extraña Bélgica para un Améry refugiado; extraño el paisaje urbano, incluso para el que está habituado y no podría vivir en otro lugar.
Sin embargo, si el exilio empobrece, la nostalgia por la supuesta riqueza de los orígenes se revela paralizadora. A este respecto, Améry narra un episodio revelador: en 1943, el autor y sus amigos resistentes frecuentaban un apartamento adyacente a otro que ocupaban miembros de las SS. “Un buen día, el alemán que se alojaba justamente bajo nuestro escondrijo se despertó de su siesta a causa de nuestras palabras y nuestros movimientos. Subió, golpeó violentamente la puerta, la abrió con gran estruendo y entró. Con el uniforme desarreglado y los ojos rojos por el sueño, el militar no se preocupó de investigar, sino que pidió silencio”. Llegamos así al punto fundamental: “Ahora bien, sus exigencias –y esto me resultó lo más espantoso de toda la escena– las vociferó en el dialecto de mi país. Hacía siglos que no escuchaba esas entonaciones, y ellas hicieron nacer en mí el insensato deseo de responderle en su pobre dialecto. Me encontraba en un estado de ánimo paradójico y casi perverso, en el que la angustia paralizante se mezclaba con el impulso del corazón, puesto que el buen mozo (…) se me presentó de buenas a primeras como un camarada potencial. ¿Bastaría con que le dirigiera la palabra en su lengua, en mi lengua, para luego celebrar entre compatriotas, con una botella de buen vino, una fiesta de reconciliación?” En ese instante Améry comprende de una vez por todas hasta qué punto es repugnante el sentimiento de la Heimat. Intuye además que nunca ha existido un lugar familiar y que lamentarlo es una superchería autodestructiva («Qué comedias vergonzosas son los retornos al país con falsos papeles y genealogías usurpadas»). Aquél que busca sus raíces, terminará un día emocionándose ante el dialecto de un SS. Un tipo de emoción que acecha siempre a aquél que, en la metrópoli contemporánea, conserva aún el sueño de una pequeña patria imaginaria que es necesario recobrar forzosamente.
Es preferible permanecer en la indigencia moral y sensorial inscrita en el exilio o en el desarraigo social en vez de acudir a imágenes cargadas de turbadoras promesas. No obstante, hay un «pero». A pesar de todo, es inútil –y, a la larga peligroso– desembarazarse alzando los hombros de la exigencia de un lugar familiar; y Améry lo sabe perfectamente. Una vez que se han esquivado cuidadosamente todas las trampas de la nostalgia, queda aún «el deseo de vivir entre las cosas que nos cuentan historias», de experimentar una holgura de sentido en relación al propio contexto de vida. La partida se juega sobre una línea divisoria muy sutil: el solaz en cuestión, es una apuesta histórica y no algo que estemos seguros de poseer de antemano. Una tarea que hemos de arrostrar, no una herencia. Para ser más exactos: es una experiencia que sólo puede surgir a partir del exilio en Bélgica o de una completa desorientación en una ciudad.
Es preciso entender la costumbre, es decir, el ethos, como algo que está en las antípodas de las “raíces”, y que se deja entrever únicamente cuando sus últimos rasgos han desaparecido.
Pero, al fin y al cabo, ¿qué es esta “costumbre” no originaria, no presupuesta, de segundo grado? A grandes rasgos, poco más o menos, en una primera aproximación, su posibilidad corresponde a la actualidad siempre diferida de lo que se ha venido designando, desde hace doscientos años, con el nombre de comunismo.
* “Orrore familiare» fue publicado originalmente en Radici e nazioni, Manifestolibri, Rome, 1992; en francés en Conjonctures, n°22, Québec, primavera 95, p. 47-51.
Traducción del francés de Beñat Baltza. Publicado en la revista Archipiélago, número 54, año 2002.
1. Lo siniestro, Obras completas. Tomo III. Editorial Biblioteca Nueva. 1973. NdT2. Más allá de la culpa y la expiación. Traducción de Enrique Ocaña,Valencia, Pretextos 2001. NdT3. Revuelta y resignación. Acerca del envejecer. Traducción de Marisa Siguan Boehmer y Eduardo Aznar Anglés. Valencia, Pre-Textos 2001. NdT