por Agustín Valle (textos) Julián Díaz (fotos)
El gran tren de la madre Rusia mece en su andar a los pasajeros de la noche. Cuando el nuevo día se forma, es fácil engañarse y sentir que no hubo tiempo, que las horas nocturnas fueron aceleradas y el tren sigue entonces en el mismo lugar y por eso la ventana muestra el mismo paisaje de estepa, árboles flacos y pastos magros, nieve tozuda de primavera y barro y lomas al infinito. La extensión de lo mismo es inconcebible.
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San Petersburgo es el inicio ideal del recorrido (puede hacerse al revés), para ver la progresiva desaparición de Occidente. Majestuosa y atravesada por canales del río Neva que desemboca en el Golfo de Finlandia, la ex Leningrado tiene su mayor orgullo en el museo Hermitage. Con 365 salas, recorrerlo entero a pie demora siete días seguidos. El Palacio de Invierno, otrora residencia de los zares y cuya toma bolchevique fue el hito de la Revolución del 17, es parte del museo y un impactante atractivo en sí mismo; parece natural que sea morada de Rembrandt, Leonardo, Manet, Van Gogh, Kandinsky, Picasso: maravillas que son la legitimación estética de la cultura occidental.
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El viaje nocturno a Moscú dura ocho horas y es muy simple; pero ubicar el tren indicado en la estación petersburguense requiere de ayuda. Hacer el Transmongoliano en tramos, parando en sitios del camino, es posible gracias a la universal ética de la hospitalidad. Los trenes rusos son de uso popular local y suelen ir bastante llenos. Adentro nadie habla castellano y casi nadie inglés. El ticket, por supuesto, está escrito en ruso, alfabeto cirílico; con alguna guía hay que aprender a leerlo, sobre todo el número de cucheta que nos toca.
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Compañeros ocasionales de plaskart: grupos de amigos jóvenes en juerga de fin de semana; grupos de kasajos o inmigrantes de otras naciones otrora soviéticas que van a Rusia a trabajar; hombres solos que viajan por negocios a ciudades distantes (“en el avión no puedo acostarme, ¡y prefiero ir por tierra!”, explica uno); señoras sexagenarias que, al entrar al vagón, se sostienen mutuamente una sábana (cada viajero recibe una colchoneta confortable y ropa de cama limpia) a modo de biombo para cambiarse y ponerse cómodas. Todo el mundo se pone pantalones cortos, pijamas, ojotas o chancletas, en esta gran intimidad compartida.
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Rusia es igual de grande que Sudamérica. Tiene en Asia el 75% de su suelo pero solo el 22% de su gente. Después de Ekaterimburgo (donde los bolcheviques ejecutaron a la familia entera del último zar), las poblaciones son cada vez más esporádicas. La marcha del ferrocarril pasa a ser la única marca de civilización continua. Atravesando las praderas heladas y los fantasmales bosques de taiga, en el plaskartse refuerza la atmósfera de intimidad.
La provotnista es la encargada de limpiar y mantener el orden dentro del vagón. Responsables y respetadas, generalmente frías pero siempre amables, funcionan como encarnaciones de la madre Rusia. Mantienen por ejemplo activo el samovar, del que los pasajeros se sirven una y otra vez agua caliente. La gente lleva sus petates alimenticios, sopas instantáneas, pepinos, pescado ahumado, pan negro, algunos cerveza o vodka. Pero todos pasan las horas tomando té, entre conversaciones, juegos de naipes, lecturas y mirar, y mirar, y mirar por la ventana.
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Es, en efecto, un viaje imperial: Rusia, Mongolia y China fueron imperios. El más grande fue el mongol. De todos: el imperio más grande de la historia. Se nota en las caras a medida que el tren avanza y para unos minutos en estaciones minúsculas donde señoras voluminosas y afables traen cestas al andén para vender comida casera: bollos de verdura, albóndigas, blinis (panqueques), pelmenis (capelletis grandes). Se divierten ante la trabajosa comunicación de los viajeros argentinos, ríen con sus caras ajadas por la vida y de rasgos asiáticos, ojos finitos, casi ocultos, que nos ven como bichos cada vez más raros.
Nos acercamos a la tierra de Gengis Khan.
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Un país desértico. Un tercio de sus menos de tres millones de habitantes vive en la capital, Ulan-Batoor. Otro tercio es nómade: con economía de subsistencia ganadera, viven en tradicionales carpas llamadasgers. Se ven muchas desde el tren, en medio de la inmensidad; vida organizada en torno a los caballos y camellos. Al llegar a la ciudad, encontramos que ahí también hay gers, sobre todo en la periferia. Son los habitantes que hace poco abandonaron sus antiguos terruños para venir a probar suerte a la urbe, y montan sus carpas en los baldíos.
Para el último tramo, tomamos en Ulan-Batoor el tren que viene directo sin escalas desde Moscú hacia Beijing. Aquí sí que hay viajeros extranjeros. No tiene tercera clase, solo segunda y primera, y el restaurante (que en los trenes rusos mucho no se usa, cuando lo hay) se llena de holandeses, ingleses y alemanes, la mayoría jubilados que esperaron media vida para hacer este viaje. Toman cerveza o té y contemplan felices la enormidad naranja del desierto de Gobi.
Es medianoche cuando por fin podemos bajar a suelo chino. El contraste con la pobreza mongola es alevoso: aun con la estación casi cerrada y vacía, el largo andén al aire libre tiene una serie de mega parlantes que nos reciben con música de Gershwin, bien fuerte, bajo la noche oscura. Para ponerse a bailar.
En la estación ferroviaria de Beijing miles de personas llegan o salen. Afuera, la ciudad, milenaria y fascinante, esta sí asumida como centro del mundo, se ofrece a nuestra hambre: todo para ver, para comer, para recorrer, para perderse en sus callejones y encontrar, siempre, algo interesante, desde la Ciudad Prohibida hasta los mercados de frutas y verduras o ancianos que juegan, con fichas y tablero, de cuclillas en un rincón callejero. La vida china. Respecto de Buenos Aires es justo el otro lado del mundo; pero ya respecto de San Petesburgo y Moscú parece otro planeta. Tanta información, tanto visto y oído y probado; miles de kilómetros que contienen miles de años de historia. El viaje termina, pero sus efectos en el viajero recién empiezan.