por Diego Tatián
En estos días he tratado, sin éxito, de recordar la primera vez que escuché o leí el nombre de Horacio González. Debe haber sido a principios de los noventa o a fines de los ochenta, no creo que antes. Desde esa primera vez, cuando quiera que haya sido, el de Horacio es un nombre que aparece casi ininterrumpidamente en los lugares opinados del mundo de la cultura, pero también en las circunstancias más inopinadas, de Buenos Aires y muchas ciudades argentinas como Rosario, Paraná, La Plata, Neuquén y otras. Con frecuencia la referencia a Horacio funciona como una especie de santo y seña entre desconocidos para entrar en diálogo. El comentario casual que deja caer su nombre asegura la ruta de la conversación, una especie de inmediata complicidad y proximidad, y la deriva hacia el relato de alguna historia con el propio Horacio sucedida a alguno de los azarosos circunstantes, que corrobora lo que los demás ya sabían de él y motiva en ellos el recuerdo de otras similares.
Lo que trato de decir es que Horacio no es solamente uno de los escritores argentinos más leídos, sino también uno de los más queridos. La gente -impresionante cuánta- lo quiere por haberlo leído y lo lee porque lo quiere. No siempre llegamos a una lectura guiados por una afectividad, ni una lectura a la que llegamos por otra vía logra en todos los casos producir afectos –cuando ello sucede, el escritor del que se trata pasa a ser algo más que un simple escritor: se convierte en un compañero de la vida, aunque nunca hayamos cambiado palabra con él.
Córdoba es también una de las ciudades en la que Horacio es muy querido –por lo que piensa, por lo que escribe, por la calidad de su intervención en los debates de la cultura y la política, por una manera de vivir y estar con los otros, por tanto que enseña aunque no se proponga hacerlo. Creo que Horacio tiene con Córdoba un vínculo profundo, a veces quizá involuntario. Estoy tentado de decir que es el mayor reformista que he conocido. La Reforma universitaria no se cuenta entre las inspiraciones de la tradición en la que Horacio González suele ser inscripto -la tradición más bien de las universidades populares-, y sin embargo hay un espíritu de la Reforma del 18 –que nada tiene que ver con su delamación, ni con la repetición ineficaz de sus leyendas, ni con la reproducción conservadora de sus principios- un espíritu del que Horacio –insisto, tal vez involuntariamente- es uno de los mayores herederos. Más allá de intervenciones y osadías que remiten imaginariamente a la cultura de la Reforma –dar clases en un ómnibus; concebir el examen universitario como conversación socrática antes que como examinación de lo que alguien sabe o ignora; abjurar de las ínfulas doctorales en cualquiera de sus formas, cosas tan características de Horacio, traen a la memoria la intervención de Deodoro y sus amigos en plazas y parques de Córdoba vistiendo todas las estatuas como respuesta a la censura del pintor Soneira, también textos como “Palabra sobre los exámenes” (donde el redactor del Manifiesto liminar propone que sean los estudiantes quienes examinen a los profesores); o la propuesta de abolir el Doctorado en Derecho que Deodoro hiciera en la Facultad concernida mientras era consejero egresado en ella. Pero la sintonía principal no es esta coincidencia si se quiere anecdótica, sino algo más fundamental: la contigüidad del conocimiento y la vida como principio por el que orientar la enseñanza universitaria, el pensamiento y en general el trabajo con las palabras. María Pia López ha estudiado la importancia del vitalismo para el ensayismo de la Reforma, y yo creo que hay un vitalismo en Horacio González, heredero de aquél y muy singular al mismo tiempo. Es ese, acaso, el hilo secreto que lo une a la Reforma.
Sabemos también de otro nombre en Córdoba que a Horacio González no le es indiferente ni ajeno. Me refiero al de Oscar del Barco. Con él comparte coincidencias, disidencias y la mutualidad del reconocimiento. Me consta que Horacio es lector apasionado de Oscar -además de haber editado algunos de sus textos- y que Oscar considera a Horacio una de las voces imprescindibles de nuestro tiempo. Mencionaría también a Matías Rodeiro, a Yuyo Rudnik y otros cordobeses con quienes Horacio, desde hace muchos años, sostiene una conversación.
El Premio José María Aricó, quisiera añadirse ahora a este vínculo -para nosotros entrañable- de Horacio González con Córdoba. Para quienes creen que la mejor sociedad humana a la que podemos aspirar es una en la que no haya premios ni castigos (una en la que cada uno dé según su capacidad y tome según su necesidad como la cosa más natural) –barrunto que Horacio se cuenta entre ellos-, es siempre incómodo recibir precisamente un premio. Aunque hasta ahora no hayamos sabido prescindir de castigos y de premios, podemos imaginar a esa sociedad por venir como formada por hombres y mujeres capaces de encontrar maneras mejores de manifestar la gratitud. En la intimidad pienso esto que llamamos Premio Aricó de la FFyH como una forma de agradecimiento institucional más que como una “distinción” –hubiera resultado críptico llamarlo “Agradecimiento José María Aricó por el compromiso social”, aunque tal vez debimos habernos atrevido.
Para mi propia imaginación de las cosas, pero presumo que también para las cosas mismas que componen esa universalidad que llamamos “Argentina”, Horacio González y José Aricó se nos presentan como la conjunción -el encuentro aleatorio más bien- de dos nombres de los que la Universidad y en general las palabras de nuestra tribu no podrían prescindir. Esa conjunción tiene acaso la forma de la encrucijada.
Aricó y González tienen algo en común poco común en quienes pertenecen al mundo del estudio: la atención por el detalle que pasa desapercibido, por la existencia humana en su cotidianeidad, por los objetos del mundo de la vida como si fueran reliquias encriptadas de la totalidad que se trata de comprender –y de emancipar. La lectura, en las cosas, del sentido de las cosas, o más exactamente del sentido que excede a las cosas, hace que caminar con ellos por la ciudad, por cualquier ciudad, es de pronto sentirse entre las páginas del libro del mundo y, sobre todo, ser testigo de un viejo arte de leerlo a partir de cualquier cosa (una moldura, una vestimenta, una comida o la placa junto a la puerta que informa la residencia en ese lugar, en otro siglo, de algún escritor o algún personaje histórico). En particular con Horacio me ha tocado caminar por Buenos Aires, por Córdoba, por Madrid, por París –ciudad esta última respecto de la que una erudición y una familiaridad con los lugares, las plazas o los templos provienen quizá de haber escrito hace algunos años un libro sobre la Comuna, pero lo cierto es que esa arqueología urbana en ciudades extranjeras impresiona a quien lo escucha. Horacio camina por ciudades extranjeras como si fueran propias, y a veces me ha parecido verlo andar por Buenos Aires como si de tan íntima fuera una ciudad extranjera –tal vez por sentir aún en sus esquinas y sus plazas el rumor de episodios olvidados de otros tiempos; tal vez, quiero decir, porque en la Buenos Aires de Horacio González nada se ha perdido.
Pero no es a este tipo de lectura del mundo a la que me refería sino a la que encuentra un sentido oculto en el detalle de todos los días: el pensamiento comienza por cualquier parte y en cualquier cosa. Horacio González y José Aricó son hegelianos -diríamos, conscientes del exceso de esta frase ni bien la pronunciamos-, maneras de ser hegelianos, pero no sólo por ver en todas las cosas sin importancia manifestaciones sensibles de algo que se trata de desentrañar. También por la sabiduría -por la decisión diría más bien- de mantener siempre arriba, sin que ninguna caiga, las dos perspectivas a las que todo da lugar, para hacer algo interesante con esa dificultad. También, a contrapelo del presente, los dos creen en la Historia.
Y además de hegelianos son gramscianos, sin duda en modos muy distintos. Casi diez años después del prólogo que en 1962 escribiera Aricó a las Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno (Lautaro, Buenos Aires, 1962), Horacio González escribía otro prólogo -en la edición publicada como El príncipe moderno y la voluntad nacional-popular (Buenos Aires, Puente Alsina, 1971)- cuyo título -“Para nosotros, Antonio Gramsci”-delata su inscripción en la batalla cultural de la época.
Pero hay algo sobre todo que designa el punto de encrucijada, el punto de cruce entre el planeta González y el planeta Aricó, si fuera posible decirlo de este modo: una común desconfianza (aquí hegelianos y gramscianos a la vez) de todo conocimiento o de cualquier discurso que no se oriente a la comprensión del mundo –o a su transformación que no son (en ninguno de ellos: ni en Hegel, ni en Gramsci, ni en Aricó, ni en González) cosas separadas.
Algunas de las definiciones de “encrucijada” que proporciona el diccionario son: “lugar donde se cruzan dos caminos”; o “panorama de varias opciones de las que no se sabe cuál elegir”; o “punto en el que confluyen varias cosas” (por ejemplo cuando se habla de una “encrucijada de culturas”).
A mi ver Aricó y González establecen la encrucijada más importante y fecunda de la cultura argentina –que establecen la vía socialista y la vía nacionalpopular- en todos los sentidos menos en el segundo, que el tercero borra: punto de confluencia.
Lo que dijo Eduardo Rinesi en su presentación con motivo del Doctorado Honoris Causa que le concedió la Universidad de La Plata -lo cito largo como una manera de traer con él a muchos amigos que hoy quisieran haber venido pero están lejos-, es lo fundamental de esa poética de la gestión pública que Horacio ha sabido conjugar con el activismo cultural, el interés por los otros, las prácticas del atesoramiento (Horacio es un “buscador de perlas”), el invencionismo y el impulso de todo pensamiento en dificultad por no codificable. Dice Eduardo: “el conjunto de reformas, de iniciativas y de movimientos que Horacio ha impulsado e impulsa todo el tiempo en esa vieja institución de la cultura nacional [se refiere a la Biblioteca Nacional], a la que también, como un regalo, como un exceso, como un plus, como una donación que de ninguna manera venía exigida por el modo en que esa institución había funcionado clásicamente en la cultura argentina, vino a añadirle un espíritu profundamente democrático, profundamente confiado en que la apertura de las más variadas experiencias culturales a capas cada vez más amplias y más heterogéneas de ciudadanos no tiene por qué ir en desmedro (como tantas veces y tan mediocremente se sostiene) de la calidad de esas experiencias si esa calidad se entiende como la permanente recreación y el constante enriquecimiento de la vida colectiva, y no como el triste timbre de distinción o de privilegio de algún grupo”.
En igual sentido, la de Horacio González es una Universidad que todos quisiéramos para cada uno: el pensamiento, la ciencia, la tecnología, el arte, la historia puestos en conversación, producidos y no reproducidos, marcados por un interés real en las cosas mismas, siempre contiguos a la vida y orientados por un sentido de la calidad. Vida popular y sentido de la calidad es, creo, otra de las encrucijadas que nos propone Horacio González para mantener abierta la esperanza laica de la cultura.
La captura del gusto y el saber por la obra de la repetición es la banalidad del mal académico que reduce los muchos lenguajes del conocimiento a un progresismo reaccionario puramente cuantitativo que impreca: “Nada nuevo debe suceder, sólo lo ya sabido y previsible”. Contra el mundo de la comunicación total que también prescribe: “Todo debe ser entendido por todos sin mediaciones, y por todos de la misma manera”, la atención de Horacio González por lo común en tanto conquista de una libertad colectiva no cuantificable, registra sus opacidades, sus secretos, sus malentendidos, y traza un desvío emancipatorio hacia fuera de lo que suele llamarse “sociedad del conocimiento”, hacia otra condición del saber que podríamos concebir como un “comunismo del conocimiento”.
Los libros de Horacio dejan mucho trabajo por delante a las ciencias sociales, la filosofía y la crítica de la cultura, en las universidades y fuera de ellas. Ese trabajo tiene por materia lo que Horacio ha pensado pero también lo no pensado por él, pues lejos de ser una carencia o una falta, lo no pensado forma parte principal de una obra cuando es relevante, porque solo se revela gracias a ella.
La de Horacio González es una voz imprescindible para Latinoamérica -en mi opinión por ser el gran escuchador- cuando transita su tiempo más vivo, y también lo es para los argentinos un profundo elogio del pudor que acompaña todo lo que hace –y que esta breve presentación, seguramente, no ha sido capaz de honrar.
(Texto leído por Diego Tatián, decano de la Fac. de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, el 16 de octubre en la tercera entrega del premio José María Aricó en el auditorio presidente Hugo Chávez del Pabellón Venezuela)