por Sandino Nuñez
1.
¿Es en sí interesante, teóricamente, el cruce más o menos reciente Chomsky-Zizek? No. En absoluto. Es obvio que Chomsky no califica ni siquiera parasparring de Zizek. Están parados en dos universos ontológicos distintos, además, y eso quiere decir que la pelea sería más bien aburrida porque ninguno llegaría, con sus golpes, al cuerpo del otro. Sin embargo, puede enseñarnos algo. El asunto es sí interesante como síntoma u “objeto” de investigación o de interpretación. El malhumor y la rabieta de Chomsky es parte del ritual y de la rutina coreográfica. Ya lo sabemos. Cada tanto el empirismo o el pragmatismo protestante angloamericano se enoja y rezonga y pone el grito en el cielo y le responde con amargas objeciones de ininteligibilidad, falta de rigor y seriedad a lo que ellos llaman vagamente la French Theory y a todo el delirio barroco e insustancial posmoderno. Es vacío, irresponsable, ineficaz, se presta para las modas y las poses cool, y en ese furor es capaz de estropear, estetizándolo en una dimensión sublime, teológica e inalcanzable (a la que sus ejecutores llaman “teoría”), el orden estrictamente práctico y positivo (conviene no olvidar que, con Chomsky, estamos frente a una de las “caras izquierdistas” del positivismo) de los movimientos insurreccionales, las organizaciones colectivas y las revueltas.
También tuvimos, en su momento, las reacciones avinagradas de Harold Bloom. O las más graves de Stanley Fish. O el alegre simulacro o el hoax (o más exactamente, el simulacro dehoax) del “caso Sokal”, índice penoso de la edad mental del cientificismo americano que por un lado se dedica a hacer zapatos con microchips o a imprimir carne porque entiende que la hambruna mundial tiene que ver con el atraso tecnológico, y por otro juega a burlar a Social Text, una revista arbitrada de ciencias sociales, para probar que su comité editorial está lleno de timadores y embusteros. En fin.
Parece claro que el empirismo sajón está discutiendo siempre consigo mismo, a derecha y a izquierda. Discute con su ciega tendencia acrítica inherente, pues la sabe capaz de multiplicar superficialmente esos fenómenos extranjeros y amariconados (metafísicos, oscurantistas, nihilistas, teológicos) a la interna de su comunidad y de su vida institucional y académica. ¿No son, en cierto modo y en cierta medida, tanto Derrida como incluso Foucault, “inventos” retroactivos de la doxa académico-literaria norteamericana? ¿No es el austero pragmatismo comunitario y provinciano de los Estados Unidos el hermano mayor, ausente pero central, de los excesos retóricos y de la dispersa insustancialidad del textualismo, del multiculturalismo, del descololialismo, del subalternismo y la deconstrucción, de los relativismos groseros, estúpidos y bienpensantes de la new left, de las “desterritorializaciones” contra los poderes centralizantes y totalizadores, etc.? En otras palabras: ¿no es el positivismo empírico pragmático el padre real de todo movimiento discursivo, refractario o reactivo que proclama nuestra súbita y gozosa liberación del poder del objeto, de la cosa o de la naturaleza, y en el que, de pronto, “todo lo sólido se disuelve en el aire”?
Pero también, en suma, y ése es el problema: ¿no es acaso la brutal hegemonía del positivismo de la ciencia natural lo real de toda la filosofía occidental moderna, desde Descartes a Althusser, pasando ciertamente por Kant y Hegel, los “antifilósofos” (al decir de Alain Badiou) Nietzsche o Wittgenstein, y también por Marx y Freud y toda la muchachada de Frankfort? Acá, de más está decirlo, conviene andar con cuidado. Pues son dos oposiciones diferentes: en alcance, valor y profundidad.
2.
Comencemos por la más próxima de estas oposiciones, la más inmediata y la que menos nos va a complicar argumentativamente: positivismo pragmático protestante americano vs. teorías alternativas protestantes americanas. Comencemos por aquí, independientemente del hecho de que en gran medida la otra oposición, la más problemática y profunda (cientificismo empírico-positivista vs. filosofía crítica moderna), estará implícita e incrustada en ésta, aunque sólo podrá ser explicitada más tarde. Impostemos un giro expresivo que bien podría provenir del propio Chomsky: el pensamiento protestante angloamericano es genéticamente positivista, empirista, realista y pragmático. Cree en una realidad de cosas en sí que son descriptibles, medibles y fotografiables sin mediación, y que están gobernadas por leyes inmanentes que pueden ser enunciadas por un lenguaje claro y distinto. Ése es el núcleo duro de su arquitectura y sus variantes históricas: mientras ese núcleo duro, ese Real, ese “pragmatogen” o ese “órgano positivista” no sea confrontado, con cierta seriedad o valentía terapéuticas y teóricas, todas las fantasías de producciones discursivas alternativas, de utopías de insustancialidad y de ruptura con el poder y el hechizo de la cosa, de diseminación de culturas y voces, o de performances contra las normativas y los mandatos sociales, etc., provendrán fatalmente de ese “gen” o de ese “órgano”, serán un sueño y una fantasía de la propia máquina positivo-pragmática.
Quiso un azar un poco inquietante, que también a Zizek le hubiera tocado, oportunamente, batirse a duelo con Judith Butler en un proyecto editorial llamado Contingencia, hegemonía, universalidad que también incluía a Ernesto Laclau. En esa discusión uno puede intuir el negativo gestáltico o fotográfico de lo que imagina sería la discusión de Zizek con Chomsky (“de lo que uno imagina que sería la discusión” digo, ya que tal discusión no ha tenido lugar, y me parece que, razonablemente, no lo habrá de tener). Butler sostiene allí una postura intelectualmente laxa y éticamente bonachona: toda identidad (social, sexual, cultural, étnica) se apoya en un sistema de diferencias y no puede afirmarse sin excluir a otras identidades; cuando esa identidad alcanza cierto estatuto conceptual o simbólico y se reserva el derecho de teorizar o traducir otras identidades, no está sino en un punto autoritario que por lo general se legitima en la apelación a cierta naturaleza ahistórica o suprahistórica (la idea de género proviene del autoritarismo falocéntrico del mandato heterosexual que se legitima en una supuesta diferencia sexual natural, etc.). Así, del magma imaginario de las identidades parciales se dibuja una identidad singular que por razones histórico-contingentes aparece como dominante y cuya “visión del mundo” se impone apelando a una naturalización ahistórica de su condición y de su dominio. Digámoslo así: todo es imaginario; lo simbólico(como cierta capacidad de teoría) sólo puede provenir de un golpe autoritario y normativo, y lo real (el sexo, los genes, Dios) sería la justificación natural ahistórica de esa norma, el gran dogma fundamentalista. Lo imaginario puro sería entonces la utopía de cierta democracia igualitaria y tolerante, una utopía de buena vecindad horizontal en la que reconozco que mi identidad, mi opinión o mi ontología no son ni más ni menos que ninguna otra, y que todo es cuestión de diálogos o negociaciones prácticas o “traducciones mutuas”, siempre parciales y locales. Es obvio que el problema de la nueva izquierda americana (llamémosla así) no es el de la crítica emancipatoria sino más bien el del reconocimiento de las identidades subalternas o menores, y su finalidad es, podría decirse, tristemente conservadora o puritana: asegurar el buen funcionamiento de la comunidad pragmática, corrigiendo sus excesos y tentaciones, aún (o, quizá, sobre todo) a nivel de litigios jurídicos. Se trata menos de luchar contra un dictador o un déspota que de montar una extenuante coreografía obsesivo-paranoica (un simulacro) para impedir la aparición futura del déspota. Es una de las características reactivas de la comunidad protestante anglo-americana: el horror a la trascendencia como horror al totalitarismo, a la teoría unificadora y a todo lo que pueda atentar contra la libre circulación de las voces, los cuerpos y las cosas.
Ahora bien: ¿por qué Butler habría de diluir completamente lo simbólico en lo imaginario sino por cierto exceso refractario, es decir, porque efectivamente cree, en última instancia, con cierto horror sagrado, en lo real sustancial, positivo o empírico?, ¿por qué aliviarme diciendo “no hay tal determinación biológica (los genes), luego todo es imaginario (el mandato social es arbitrario y detrás nunca hay una razón o una autoridad final que lo justifique, etc.)”, o “Dios no existe, luego todo es un embuste”, o “el alma no existe, luego hay que dejar que los cuerpos corran libres de sus ataduras sociosimbólicas, etc.”, si no fuera porque mi profunda tendencia a creer en lo real-sustancial me horroriza, y porque en algún momento le he creído a Dios y le he creído al alma, en lugar de pensar que Dios o el alma son más bien metáforas o conceptos simbólicos que no se agotan en el juego estúpido de existen-no existen? ¿No es, de este modo, irreductiblemente realista la postura de Butler, tanto como lo es la de Chomsky al postular su real-positivo-sustancial, su órgano del lenguaje, una gramática universal generativa que se defiende razonablemente en el arte de una argumentación consistente, o empíricamente relevante, contra todo oscurantismo metafísico y sobrenatural? Ambas lo son, aunque parezcan situarse en las antípodas. Chomsky se sitúa en un real naturalista absoluto y Butler en un imaginario historicista absoluto. El Instituto Tecnológico de Massachusetts contra la literatura comparada, las cátedras de retórica, los estudios feministas y las teorías queer. Y ambos se reúnen en un escenario superficial o un malentendido llamado “izquierda”. Pero Chomsky es un técnico o un cientista que dictamina la palabra última y definitiva de un objeto real cuya existencia se testimonia y defiende con elegancia y seriedad argumentativas británicas, mientras Butler hace morisquetas y performances paródicas francesas y rabelaisianas para mostrar que ese objeto real no es sino la máscara de la postura autoritaria del falogocentrismo. Chomsky tiene una verdad que es una certeza empírica y la defiende de esos charlatanes e impostores llamados filósofos metafísicos o literatos (entre quienes incluye, presumo, a Butler). Butler tiene la certeza de que toda verdad es autoritaria y defiende la pluralidad horizontal de los intercambios de esos déspotas llamados filósofos metafísicos o técnicos. En la cultura intelectual americana hay un cortocircuito, una lucha a muerte entre el técnico y el literato, sin síntesis y sin superación. Y en el medio, el filósofo muere de incomprensión o de olvido: el técnico entiende que la metafísica es literatura y retórica, y el literato que la metafísica es técnica y autoritaria.
3.
Ahora bien ¿qué hace Zizek en el medio, entre Chomsky y Butler? ¿Es esa síntesis o esa superación hegeliana que está faltando entre el despotismo de lo real positivo y la laxitud loca y voluble de lo imaginario? En principio estoy tentado de decir: no. No, en tanto esa síntesis no parece que pudiera ocurrir en la cultura americana: ahí parecería tratarse siempre de una carnicería bárbara de procesos primarios, alianzas profundas y elementales entre un Superyó mandón y un Ello gozoso, es decir, sin un Yo (o mejor, sin un Sujeto), sin un tercero que se sitúe fuera y por encima de la oposición para decirla y pensarla. Mientras Butler y Chomsky se tiran piedras (aún sin saberlo) es bastante probable que alguna de ellas le pegue a Zizek, porque él es el fantasma que está en lugar del objetivo real de los verdaderos agonistas. Es muy probable que para Butler Zizek sea machista, estalinista, antihistoricista, dogmático de la verdad, de los universales y de lo Real (porque aunque Zizek sobreactúe paródicamente esos rasgos, los suspicaces siempre pueden suponer que el verdadero objetivo de esa exageración es ocultar tales rasgos). Y sabemos explícitamente que para Chomsky Zizek es un charlatán lacaniano oscurantista, un payaso incomprensible sin argumentos empíricos razonables o sostenibles. Zizek es el objeto fantasmático que ocupa el lugar de Chomsky para Butler y el lugar de Butler para Chomsky. Pero seguramente Zizek sabe que no hay un verdadero antagonismo entre Chomsky y Butler y que sus diferencias, en el fondo, se apoyan en una identidad basal (lo que llamamos el “gen” protestante angloamericano): uno es el sueño o la pesadilla del otro. Entre los dos componen un universo cerrado endogámico, insisto, sin superación ni síntesis. Inevitablemente la intervención de Zizek termina como la de quien quiere mediar en la pelea de una antigua pareja: el mediador liga la peor parte y la pareja termina por apretar todavía más su lazo imaginario. La mediación (o tercerización) simbólica ha fracasado.
Entonces, así, nos damos cuenta de que, guste o no, acá Zizek está encarnando el lugar de la propia filosofía y de la Verdad: un lugar ingrato sobre el cual llueven las piedras de científicos y literatos. Porque si el filósofo le dice al cientista, como lo hubieran hecho Kant o Hegel, “vea, usted comete la tontería de creer que se las ve con cosas en sí o con objetos dados positivamente a su entendimiento; tendría que considerar que en tanto Sujeto (social e histórico) usted conceptualiza (y está precedido y determinado por) sus propias prácticas (sociales e históricas), y que entre esas prácticas no podemos dejar de contar a la propia objetalización y a la propia conceptualización”, etc., el cientista seguramente reaccione con cierta molestia y responda algo así como “lo que usted me dice es nihilista y poco claro, piensa usted como un teólogo, atenta contra la lógica práctica, obstaculiza el desarrollo y el progreso”, o, “seguramente quiere usted conservar sus viejos privilegios y poderes mágicos o inquisidores bajo una forma secular o académica, y apagar esa luz con que la razón positiva iluminó tantos siglos de oscurantismo dogmático”, etc. Y si el filósofo le dice al poeta, como lo hizo Platón, “mire, usted disculpe, no quiero parecer arrogante, pero a mí me parece que sus prácticas están alejadas de la verdad y la razón en tanto destituyen o anulan la razón como proceso o camino dialéctico a la verdad, una verdad cuyo fundamento no es la existencia sino la necesidad”, el poeta seguramente responda “¿quién se cree usted que es para decirme a mí o a cualquiera qué es o dónde está la verdad? usted es autoritario, aristócrata, iluminado, mesiánico, universalista abstracto, fundamentalista de la Idea”, o, “seguramente quiere usted conservar sus viejos privilegios y poderes mágicos o inquisidores bajo una forma secular o académica, cuando hace tiempo ya que sabemos que Dios ha muerto y que esa muerte desautoriza a todos sus ángeles y burócratas en la tierra”.
La objeción del filósofo al poeta (o al sofista) es el punto que funda y da el tono a la metafísica clásica. La objeción del filósofo a la ciencia positiva y a la técnica es el punto que funda y da el tono a la metafísica moderna. La primera define a la Verdad como antagonista de la opinión (va contra el enunciado “no hay verdad sino múltiples verdades”). La segunda define a la Verdad como antagonista de la evidencia (va contra el enunciado “no hay verdad sino en la presencia del ente en el entendimiento”). La asimetría de esa ecuación es que la antigua metafísica no debía lidiar con una crítica a la ciencia positiva, mientras que la filosofía moderna está siempre ya, fatal y simultáneamente, entre los dos enemigos: la opinión y la evidencia. El filósofo moderno entonces no puede dejar de incluir, como su propio antecedente póstumo, al filósofo clásico (de ahí que a veces se oiga que la antigüedad clásica griega es un invento de la modernidad europea o incluso del romanticismo alemán, etc.).
Hoy, para sus dos enemigos, cientistas y poetas, el filósofo es siempre un residuo de los tiempos oscuros del dogma religioso trascendente (ambos dicen “usted quiere conservar sus viejos privilegios y poderes mágicos o inquisidores bajo una forma secular o académica”): para el primero porque Dios ha sido superado como una hipótesis primitiva y animista por la evidencia inmanente de la cosa, y para el segundo porque Dios ha muerto y ya no hay ninguna garantía de Verdad y entonces podemos consagrarnos al gesto pleno y afirmativo de la vida siempre múltiple y plural. Quizás por eso ciertas líneas del discurso filosófico contemporáneo utilicen en forma tan explícita, provocadora y hasta abusiva tantas figuras o metáforas netamente religiosas: Badiou, Agamben, el propio Zizek, etc.
4.
Para terminar, vuelvo al punto en el que poetas y cientistas, literatos y técnicos, imaginario y real, opinión y evidencia, se funden sin fisuras, y casi gozosamente se diría, en la figura religiosa absoluta (que es lo mismo que decir una figura pagana absoluta) del capitalismo moderno. Me dejo conducir, como tantas veces, por Walter Benjamin (su artículo “El capitalismo como religión”), aunque quiero agregar aspectos más actuales. “El capitalismo es una religión de rituales y cultos y no de doctrinas o ideas”, dice Benjamin. Agreguemos: el fetichismo del culto y la inmanencia del ritual, contra la trascendencia de la idea. Es una religión de obediencia, hábitos, disciplina y ethos, y no de sentido o pensamiento. El culto a la cosa real del tecnocientífico, su lenguaje como testimonio de la cosa, o como imagen sin mediaciones de la cosa (la fotografía, la medida, las cifras, las cantidades, la precisión), son perfectamente solidarios con los rituales comunicativos democráticos de la opinión, la pluralidad de los sentidos y los intercambios generalizados (de cosas, de enunciados, de energías y cuerpos). Y digo “solidarios” desde un punto de vista formal, sin desconocer que entre ellos hay un sordo y oscuro rencor, y que su solidaridad ocurre precisamente en el rencor y en la rivalidad. Y hasta en su lucha a muerte.
En el fondo, ambos, técnicos y literatos, tienen que ver con una ontología positivista pragmática prefilosófica incapaz de (o, lo que es más o menos lo mismo, sin interés por) entender la metafísica, la idea, la verdad o la dialéctica. Los primeros son de culto y testimonio (la verticalidad absoluta de la evidencia que congela todo proceso significante), los segundos de ritual e intercambio (la horizontalidad absoluta de la opinión y la comunicación que licúa toda estructura significante). Y en el fondo, tanto el objeto real de técnicos y cientistas como la discursividad imaginaria y las identidades diferenciales de las teorías culturales democráticas, hacen máquina con las dos caras visibles del capitalismo: a. apropiación y control (de la naturaleza, las cosas, la vida, los cuerpos, la fuerza de trabajo: el biopoder), o b. mercado abierto y circulación liberal (de cosas, vidas y cuerpos: mera variante orgiástica y festiva del biopoder, pues también ella está profundamente marcada y atravesada por la disciplina y el control inmanentes). De ahí provienen ambos —y ése es, en suma, eso que he llamado su gen. Poco importa que cualquiera de los dos se diga, se proclame o se entienda de izquierda. Ser de izquierda o de derecha es, en este esquema, completamente trivial.
P.S. Quiero hacer una aclaración aunque tal vez sea innecesaria: se entenderá que cuando digo “gen” hablo de ciertas condiciones de determinación y de posibilidad de un sujeto, que se anudan doblemente con él, y que (por tanto) resultan siempre resistentes a sus esfuerzos intelectuales. Cuando hablo del capitalismo protestante angloamericano como genéticamentepositivista, empirista, realista y pragmático no me refiero ciertamente a cierta tendencia natural del organismo a ser afín a tales o cuales doctrinas, sino a que esos rasgos son siempre ya parte de las prácticas de ese sujeto llamado capitalismo protestante angloamericano, es decir, que tales prácticas lejos de ser sólo ciertas propiedades, características o predicados contingentes, son constitutivas de sujeto. Además, estas prácticas, en tanto son punto de partida de conceptualizaciones y teorías en las que el propio sujeto nace, se emplaza y se reconoce, son algo así como un punto ciego de ese sujeto, un núcleo resistente a la conceptualización y a la crítica, el punto de no-descontrucción. Ser realista, positivista o pragmático no es una opción ni es el resultado de una elección soberana de ese sujeto: él está determinado por su pragmatismo, su realismo, su empirismo.
No todo es absorbible en el esquema tranquilo de la superación y la crítica. Entre Zizek y Chomsky o entre Zizek y Butler no hay ningún diálogo posible, ningún intercambio razonable, liberal y civilizado de argumentos, en el que uno persuade a su interlocutor o se deja persuadir por él para flexibilizar sus posturas, etc. Por eso me parece tentadora la metáfora delgen para hablar de ese núcleo duro determinante: se parece a lo real en el sentido en que esa palabra aparece en glosas de la cura o del acto analítico lacanianos en expresiones del tipo “enfrentar al otro a lo real”.