El festival del endeudamiento

 Alejandro Horowicz

Los juicios morales no suelen ser muy adecuados para entender la práctica política. Ni en la Argentina, ni  en parte alguna; sustituyen el mapa de un problema complejo, por un simple adjetivo calificativo. El 22 de diciembre pasado Mauricio Macri hizo posible una operación de canje deuda, sin pasar por el Congreso, firmando un DNU. Es su modus operandi. De modo que una deuda interna de 16.099 millones de dólares, se transformará en una deuda externa de 13.697, y los títulos del flamante compromiso –una vez entregados a los bancos- serán la garantía que permitirá al Central ingresar dólares frescos. ¿La suma? No ha sido precisada aún, pero no serían menos de 5000 ni más de 10 mil millones de dólares. ¿La tasa de interés? Algo menos del 8% anual.
El anunciado ciclo de endeudamiento acaba de tomar envión, y si los dichos de Alfonso Prat-Gay terminan siendo ciertos avanzarán hasta completar los 65 mil millones de dólares. Para la sensibilizada piel de una fracción no pequeña de la sociedad argentina esta decisión constituye una suerte de provocación neoliberal. Sin desconocer que para el team gerencial de ministros suena a mana globalizado, la tentación simple de una respuesta descalificadora debiera evitarse. Estas formas de la indignación no aportan, más bien sustituyen la explicación ausente. Algo está claro, la necesidad de recomponer reservas líquidas resulta obvia. Ergo: ¿Hay otro camino? ¿Para qué hacen falta 65 mil millones de dólares?
Una especie de regla sociológica de entrecasa reza así: a mayor cantidad de juicios morales, menor la calidad conceptual que fundamenta la práctica política. Tanto la prensa como los medios electrónicos rebozan de chismes y denuncias moralizantes. Y a mi ver se trata despolitización bostiferante. Ahora bien, reconocer que esa no es una explicación no equivale a producirla.
Una de cowboys
No es el megacanje la única noticia de alto impacto. La fuga de tres presos de un penal de alta seguridad, que todavía no fueron recapturados, mantiene en vilo al gobierno de la provincia de Buenos Aires. No es para menos, uno de los prófugos goza de cierta “fama” previa. En el programa de televisión de Jorge Lanata pasaron una grabación donde sostuvo Cristian Lanatta: “Para mí quien da la orden [de ejecutar el Triple Crimen] es Aníbal Fernández, no Pérez Corradi que era un financista”; para afirmar a continuación que “el negocio del tráfico de efedrina se lo quedó Aníbal con la Secretaría Inteligencia”.
Que un preso de una cárcel de alta seguridad pudiera responder un reportaje televisivo, que un equipo del canal 13 pudiera ingresar al penal sin mayores inconvenientes, muestra hasta qué punto la dirección penitenciaria juega su propio juego. Por cierto, ninguno de estos comportamientos se atiene a las reglas institucionales. Un dato adicional: no fueron exactamente los “amigos” de Aníbal los que facilitaron el reportaje. Y aun así, la cadena del poder penitenciario bonaerense no sufrió mayores zozobras.
Los datos “inexplicables” no terminan ahí. Los tres presos antes de fugarse estaban en la enfermería. Martín y Cristian Lanatta, junto a Víctor Schillaci, condenados a reclusión perpetua por un triple homicidio, no debieran acceder sin motivo fundado a este privilegiado lugar. Marcela Ortemin, jueza de ejecución penal de Mercedes, autorizó que los Lanatta y Schillaci estuvieran en sanidad. Las autoridades penitenciarias de General Alvear así lo habían solicitado. Argumentaron que tras la entrevista de Martín con Jorge, el preso estaba en peligro. ¿Peligro de que? La magistrada no creyó que esta pregunta resultara relevante, y sin más autorizó el traslado. Una pregunta grave también queda sin respuesta: ¿por qué Cristian Lanatta y a Schillaci –que no estaban afectados por la entrevista- obtienen el mismo beneficio? Ignoramos la respuesta. Es cierto que Ortemin puso como condición el monitoreo constante de esos presos. Al parecer no sabía que en la sala donde están los monitores suele no haber nadie; que las buenas cámaras que apuntan hacia el exterior no funcionan, que la apertura y cierre eléctrico de celdas tampoco, y que los demás sistemas de alarma permanecen desconectados.
Ese es el estado del servicio penitenciario bonaerense que Aníbal Fernández calificara, entrevista de Página 12 del domingo pasado, de “desastre”. Y por cierto lo es. Sobre una dotación de 300 penitenciarios concurren a trabajar unos 40 o 50. Las ausencias se justifican con carpetas médicas o psiquiátricas. Existe un gigantesco negocio: médicos que firman carpetas y cobran un porcentaje del salario de penitenciarios que no concurren a trabajar. Es que la mayoría tiene dos empleos, y los que cubren el turno noche sencillamente duermen. Así funciona una cárcel de máxima seguridad; de modo que más que sorprenderse por la fuga hay que preguntarse por qué los demás reclusos permanecen en prisión.
Nada indica que la calidad del sistema de inteligencia bonaerense supere el penitenciario. En el mejor de los casos se trata de una combinación de mala voluntad e ineficiencia. Claro que el costo político lo paga la flamante gobernadora. Y si bien el trato de los medios no deja de ser “amable”, que centenares de policías no puedan atrapar tres homicidas vinculados a los narcos no mejora la imagen pública de nadie.

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