El feminismo: un viaje de iniciación // Lila María Feldman

En una conversación reciente acerca de libros, un escritor preguntaba: ¿Cuáles serían las novelas o películas que narran viajes de iniciación de mujeres? Hizo una lista de historias referidas a los viajes de iniciación de los varones. “Cuenta conmigo” es una de esas historias, parte de mi educación sentimental infantil. En algún momento de esa conversación emergió el recuerdo de “Thelma y Louise”. Me quedé pensando en el final de la película. Y en el destino trágico o heroico según el caso, pero generalmente arrinconado. La existencia de las mujeres suele vérselas con encrucijadas y encerronas, sobretodo si se trata de intentar romper o agrietar el régimen de subordinación, doble faz de las páginas que componen cada una de nuestras pequeñas y particulares biografías, y que infiltra el modo en el que habitamos el género, la sexualidad, los encuentros, los conflictos y el amor.

Aquella pregunta me inquietó. Pensé que me estaba costando recordar a mí, porque historias de mujeres hay a montones. Él decía: Madame Bovary, Anna Karenina, Mrs. Dalloway. Yo pensaba: son personajes solitarios y arrinconados. Experiencias de transformación muchas veces truncas.  

Me quedé pensando que la historia más poderosa en cuanto a viajes de iniciación de mujeres cis y trans hoy –para mí- es “Las malas” de Camila Sosa Villada. Pienso también en “El fin del amor”, ensayo de Tamara Tenembaum, hoy hecho serie. Es también un viaje de iniciación. Recordé a Elena Ferrante y su saga de “La amiga estupenda”. Ahora bien, si hablamos de viajes de iniciación de mujeres y disidencias, esa historia la tengo, la tenemos, muy cerca, más allá de lo que ya existe en el amado mundo de la literatura. Es el feminismo la experiencia brutal, histórica, múltiple y multitudinaria, del viajar transformador de la subjetividad femenina, si es que sigue existiendo esa palabra más allá de clises y estereotipos. Por supuesto no estoy hablando de cuestiones geográficas, aunque pueda haberlas. Pienso en los encuentros nacionales de mujeres. En las vigilias y marchas por la ley del aborto. El Ni una menos. La marcha del orgullo. Pero en primer lugar en las madres y abuelas de Plaza de Mayo, que hicieron de la plaza el lugar de inscripción y lucha de un nuevo sujeto político, y de los pañuelos un símbolo. El feminismo, los feminismos son ese viaje de iniciación para tantes de nosotres. Una experiencia transformadora que lo trastocó todo. La calle, las compañeras, las lecturas, lo que decimos y lo que callamos, nuestros gozos y sombras, la maternidad, la vida que nos damos, las desigualaciones padecidas y combatidas por siglos y siglos, y en nuestros cotidianos presentes.

El feminismo implica entonces la revisión minuciosa y lenta, diaria, de nuestros ideales, mandatos, estereotipos, elecciones amorosas y afectivas, de nuestro erotismo, entre tantas otras cosas. También de aquellas cosas que nunca nos habíamos preguntado, aunque las tuviéramos delante de los ojos, aunque formaran parte de la piel.

Ese viaje de iniciación asimismo está conformado por la experiencia de la escritura y la lectura. Desde Sor Juana Inés de la Cruz (porque las mujeres accedimos a la posibilidad de escribir mucho después que los varones, y bajo ciertas particulares condiciones) a Simone de Beauvoir y a Virgina Woolf, desde Audrey Lorde a Natalia Guinzburg, y a Vivian Gornick, a Claudia Masin y a Sarah Ahmed, Rita Segato y a Susy Shock, y a infinitas e incontables otras y otres, que nos dieron el poder de la autoría para escribir en nombre propio, por fuera de los lugares que nos tenían asignados en el universo literario: el lugar de musas o intrusas. El feminismo en mi caso fue el viaje que me permitió conocer, sí, conocer, los aspectos más conservadores y opresivos de la teoría psicoanalítica. Eso no lo aprendí dentro del psicoanálisis en la universidad, o lo hice más tardíamente con las lecturas de Silvia Bleichmar y Juan Carlos Volnovich, de Ana María Fernández y de León Rozitchner, de Paul B. Preciado. Es decir, primero tuve que migrar. Tuve que ver más allá de lo que me enseñaron a ver y más acá de lo que me enseñaron a ver, que era hegemónicamente patriarcal y eurocéntrico.

En fin, el feminismo es un viaje de iniciación para las mujeres, pero no lo hacemos solas. Es un viaje colectivo, que hacemos con otras. No te deja indemne, ni igual. En general, creo que podría decir que es el viaje motorizado por una huida o una búsqueda emancipatoria.

Es cierto, hay muchísimas historias de viajes de iniciación de varones. Sin embargo, la masculinidad se transforma en solitario, no veo, creo que no, experiencias colectivas en las que ser varón se transforme, se revolucione, no únicamente en las biografías singulares de quienes así se reconocen, varones, sino en la experiencia de pertenecer a un colectivo que se lo plantea, que se lo pregunta, que se siente concernido a transformarlo, a reinventarlo todo lo que haga falta.

Los feminismos son también la batalla por hacer ingresar al término “mujeres” experiencias diversas y heterogéneas. Es ardua y larga la batalla, la conquista interminada por hacer del género “mujeres” un lugar para todas las que allí nos reconocemos. Nadie llega a “ser mujer” sola, sin las otras. Ese trabajo colectivo fenomenal hace que nos sea imposible, a veces hasta ridículo, hablar de “feminidades”. No veo porqué la masculinidad no asume su propio y urgente viaje. Uno que haga del sustantivo verbo. En ocasiones vemos que usan el plural como recurso para “problematizar” la pertenencia. Entonces hablan de masculinidades. Como si el plural alcanzara. Yo creo que el problema no se resuelve con la s, añadida, sino revisando la sustantivación, la sustancialización y esencialización, en la que han estado tan cómodamente afincados, o incomodadados pero en silencio. El colectivo (no es casual esa palabra) lgtbq+, ha sido y sigue siendo el lugar al que muchos de ustedes han migrado, a combatir los esencialismos, las normativizaciones, la heteronorma. A hacer del oprobio y la vergüenza, orgullo. ¿Pero qué será de los que se han quedado allí dentro, de la masculinidad hetero-cis? Si la cofradía no viaja, si no se rompe y se trastoca, el viaje de iniciación está pendiente, o queda confinado a la idea pobretona de “rito”. Rito: momento de pasaje del niño-púber al hombre que será, que empieza a ser, acompañado y celebrado por sus congéneres, maestros y padres, porque el rito es familiarista, qué duda cabe. Pienso, quiero pensar, que los viajes de iniciación que amé y amo leer (y vivir) son los que ocurren a contramano de la edad, de la endogamia y de las ceremonias. Y son esos viajes de los que nadie vuelve igual. No hay protocolo ni manual que los gobierne ni formatee. Se sabe, más o menos, cuando empiezan pero no cuando terminan. Muchos ya han dejado de ser niños y sin embargo no han empezado a ser varones, no aún, no hombres capaces de trabajar esa pregunta que los feminismos proponen: ¿Cuáles batallas tendré que dar para ser la-el-le quién soy?  ¿Cuáles fragilidades habitaré para poder mutar de piel, de nombre, de pertenencia o de vida? ¿Qué dispositivos permiten que pertenezca y me reconozca en el género históricamente jerarquizado o bien subordinado? ¿de qué teorías, saberes y prejuicios me valgo para que me sea posible invisibilizarlo? ¿Es el poder estabilizado, conservador, hegemónico y hegemonizante el que guiará y comandará mis identificaciones y el campo de lo posible para asumir mi identidad y para vincularme con les demás? ¿O será alguna otra cosa? El feminismo es lo que hace siglos viene poniendo en cuestión al poder como punto de vista. Y sí, es incómodo. Si ser varón se asume y se resuelve –aún- en la cofradía masculina que refuerza los peores estereotipos; subjetivarse como varón fuera de ellos es un enorme desafío. ¿Será que la masculinidad si sigue ligada a la cofradía, perpetuándola, no tiene salida, más que trabajar para su reproducción misma?

Sabemos que el poder no es algo que se nos presenta en “el afuera”, binariamente escindido de nuestro mundo psíquico. Hemos internalizado ese sistema de sumisiones y vasallajes. El poder es conservador. Y produce sumisión naturalizada. Si “las masculinidades”, pero prefiero referirme aquí a los varones de carne y hueso, más que a entes sustantivados, no revisan sus sumisiones padecidas tanto como las ejercidas, la masculinidad seguirá siendo lo que ha sido siempre, lo que es aún, un territorio del que quienes la cuestionan se ven llevados a viajar, a migrar, a irse lejos, a inventar otro lugar o pertenencia o nombre propio.

Quienes habitamos el campo de la salud mental no hacemos otra cosa que intentar hacer posibles otras historias. Estamos queriendo pensar estas cuestiones no porque nos anime una pretensión teorizante. Queremos hacer posibles otras historias. Queremos que cambie La Historia. No es más ni menos que eso.

Vuelvo al comienzo: si hablamos de viajes y de géneros estamos hablando entre otras cosas, de territorios y de espacios. ¿Qué significa eso?

Hablar de territorio implica hablar de las funciones que cumple, es decir, las funciones estabilizadas y funcionales a la supervivencia de quien lo habita y de la especie. El territorio puede significar un equivalente a “propiedad” y exclusividad, o puede también, leyendo a Vinciane Despret, representar modos y posibilidades emergentes y novedosas de “expresividad”, de vecindad y de singulares modos de habitar, tanto como múltiples modos de territorialización.  ¿Cuántos y qué verbos pueden hacer, fundar, territorios? Se pregunta Despret. El territorio distribuye posibilidades, y también las inventa, las crea. Las multiplica. El territorio se puede definir también como la posibilidad de instaurar una importancia originaria. Hacer que algo importe, que empiece a importar.

La obra teatral llamada “Terrenal”, escrita por Mauricio Kartun, trata acerca de la tierra en disputa, las clases y las ideas en disputa, la pertenencia, el derecho, en suma: la propiedad en términos de enfrentamiento radical y divisoria fundamental entre los que tienen y los que no tienen.

Podríamos revisitarla en clave de género, ¿por qué no? Podríamos pensar desde ella la idea de territorio que nos gobierna y que establece un régimen estatal, religioso y patriarcal, todo ello junto y al unísono, para nuestras existencias.

La territorialización, escribe Vinciane leyendo a Deleuze y Guattari, incumbe a procesos de metamorfosis. No se propone afincar en lo fijo sino dar lugar a lo indeterminado. Un acto de territorialización es lo que da lugar a cualidades expresivas inéditas; es así que el territorio deja de estar regulado por la agresividad o de existir para regularla. El territorio, entonces, deviene capaz de crear nuevas relaciones y vinculaciones. Los actos de territorialización suponen migraciones y viajes, nos modifican. No habitamos los territorios que heredamos o nos fueron dados, tenemos que crearlos. Un territorio es habitado en tanto hacemos algún trabajo territorial. No se llega allí sin pasar o atravesar algún tipo de éxodo. Habitar un territorio implica, requiere haber atravesado algún viaje iniciático. “Éxodo”, como propone la obra teatral de Federico Polleri, cuando hace de ello un “ensayo sobre la masculinidad”. Un ensayo que revela parte de eso que hay que dejar atrás, para poder viajar.

En cuanto a las mujeres, nuestro viaje de iniciación reúne la experiencia corpórea y carnal de lo que supimos hacer con el espacio, en términos despretianos podríamos decir que ha sido y es un acto territorializante. Hubo una vez –larguísima vez- en la que los hombres podían disponer de territorios: espacio, dinero, propiedad y derechos.  Y las mujeres, en el mejor de los casos, podíamos disponer de marido. Ese fue durante siglos el mayor territorio a aspirar, un territorio definido por muy precisas reglas.

Esa ruta que fugó y sigue fugando de ese mundo desigualado para mí –o al menos uno que yo armé con los mapas de tantas lecturas, porque el feminismo es también lo que te hace querer leer y devorar los libros, volver a leer todo de nuevo, leer de otras maneras- está hecha del cuarto propio del que escribió Virginia Woolf. Del pozo del que escribió Natalia Guinzburg para hablar de las mujeres, reconociendo y nombrando un espacio psíquico y experiencia afectiva común a todas nosotras. De la poesía extraída del lujo que redistribuyó Audrey Lorde, haciendo de lo poético un territorio común. De la escritura callejera y caminante de Vivian Gornick. De Sor Juana y su poesía que hizo del lenguaje un lugar de subversión de la distribución permitida del poder y el decir. Esos viajes se escriben, siguen escribiéndose en cada una de nuestras particulares y singulares y colectivas biografías.  La emancipación feminista es, entre tantas cosas, una redefinición del espacio interno y externo, del centro y de la periferia, una revisión de fronteras e interioridades. Estamos disputando modos de habitar, no de poseer.

Viaje iniciático de varones, diría yo, sería alguno capaz de buscar modos de extraer de la distribución de géneros y de nuestras existencias ese dispositivo fenomenal, imperial e imperativo de subordinación que se llama patriarcado. Subordinación entre géneros, sexualidades heteronormadas: parámetro de normalidad y salud subordinando a cualquier otra, la epistemología y la política de la diferencia sexual binaria y jerarquizada y establecida desde el nacimiento hasta la muerte, sistema y operatoria invisibilizante de tantas otras y muchas posibilidades, de las existencias trans, durante siglos negadas y enjauladas, obligadas a procesos de normalización y segregación.

Ese dispositivo que en manos de varones, (los hijos sanos del patriarcado) hoy, en la Argentina, se carga la vida de una mujer cada 34 horas.

Entonces, este viaje iniciático no es otra cosa que una discusión del poder. Pero hay que hacerlo con otres, y en carne propia.

Sueño con algún futuro o ciencia ficción en la que eso que se llama feminidad y masculinidad no se definan desigualadamente, ni en términos de origen ni de destino, llámense biología o privilegios. Sueño con algún futuro o ciencia ficción en la que la transformación y discusión del poder no quede siempre a cargo del oprimido. Sueño con ese éxodo que se libere y nos libere de paraísos perdidos y tierras prometidas, también a los trabajadores del campo de la salud mental, también a les psicoanalistas. Sueño con ese viaje.

 

(Conferencia central que di en el IX Congreso Marplatense Internacional de Psicología).

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