Nazaret Castro (Buenos Aires)
El 8 de marzo de 2018 puso en escena la fuerza del movimiento de mujeres en Argentina, y convirtió Buenos Aires en uno de los ejes más importantes del mapa internacional de los feminismos. La marcha se esperaba masiva, pero fue mucho más que eso: fue inmensa, y festiva, llegó acompañada de una huelga de cuidados y logró hacerse entender no como un acontecimiento sino como un momento -histórico, sí- de un largo proceso, tejido a lo largo de meses de asambleas y, antes de eso, décadas de lucha. La fiesta memorable que fue el 8 de marzo fue una sorpresa sólo a medias. El 3 de junio de 2015 había instalado un grito incontestable: el de Ni Una Menos; pero la inteligencia colectiva de los activismos feministas no se quedó ahí: pretendía mucho más que anunciar que ya no estamos dispuestas a que nos maten, golpeen o violen. Pretendía cambiarlo todo.
Tenemos el privilegio de conversar con Verónica Gago, una de las más activas militantes de Ni Una Menos, que articula los mundos de la militancia, la academia y la economía popular. Ella nos habla de algunas de sus mayores referentes intelectuales -la argentina Rita Segato, la mexicana Raquel Gutiérrez y la italiana Silvia Federici-, con quienes ella se codea en conferencias y congresos en todo el mundo; pero, también, de las mujeres que trabajan en la economía popular, que sacan el trabajo doméstico a las calles de las villas miseria [las favelas], que luchan para defender sus territorios frente al modelo extractivista –la minería, el agronegocio y otros grandes emprendimientos que avanzan en detrimento de las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas-, o las que están recluidas en presidios.
Verónica, amazona incansable y generosa, sabe que las preguntas se hallan, y las respuestas se elaboran, siempre desde abajo y en colectivo. Nos habla en un contexto complejo -la vuelta de las derechas en el país y en toda la región- en el que los feminismos, y en particular el feminismo popular o comunitario, emergen como la más prometedora de las luchas por la emancipación.
¿Cómo se logra vencer la resistencia al término “feminismo” que hay en ciertos sectores, como las mujeres rurales y de clases populares?
Creo que la capacidad actual de los feminismos ha sido ligarse a una conflictividad social; y es gracias a eso que varios de sus conceptos fundamentales emergen hoy desde las luchas, y se va más allá de esa identificación que existió durante mucho tiempo del feminismo asociado a una dinámica más cercana a las instituciones o al espacio académico y, por tanto, desencontrado con las luchas populares. Hoy esa conexión está siendo muy poderosa y es la que le da una vitalidad al feminismo desde abajo. La noción de cuerpo-territorio, por ejemplo, es capaz de poner en conexión todo un archivo, un acumulado de luchas en torno a la autonomía de los cuerpos de los feminismos con las luchas alrededor de la autonomía de los territorios, complejizando al mismo tiempo la idea de “soberanía” y la de cuerpo entendidas por fuera de los confines del cuerpo como propiedad individual. La palabra cuerpo se piensa así de modo extenso, como el cuerpo social produciendo un tipo de resonancia entre luchas comunitarias y feministas. Insisto que lo novedoso es cómo toda esa riqueza de categorías nace del ritmo y las invenciones de una nueva conflictividad social que encuentra lenguajes para narrarla y confrontarla, que vienen desde el feminismo popular, comunitario, indígena y villero.
Eso nos lleva a una cuestión que es fundamental en toda América latina: por qué y cómo las mujeres están en la primera línea de los conflictos por los territorios, en conexión con el avance acelerado del modelo extractivista.
Las respuestas que dan las mujeres en esos conflictos es muy clara; pienso por ejemplo en los conflictos ahora en Tariquía, al sur de Bolivia: “Porque sabemos que nosotras seremos las que tendremos que ir a conseguir el agua si la mina acaba con ella, somos las que vamos a cargar los bidones en el bus”. Las mujeres afrontan estos conflictos en términos concretos y cotidianos, en la medida que se multiplica su trabajo reproductivo como trabajo obligatorio para responder a los despojos de las transnacionales en el territorio. Y en este marco, muchas se preguntan qué significa poner el cuerpo en la lucha si después son desvalorizadas en el momento de la toma de decisiones; así es que se exige no sólo estar en la primera línea de los conflictos, sino también ocupar los espacios en los que se toman las decisiones políticas sobre esos conflictos. Creo que de este tipo de situaciones surgen reflexiones muy ricas que radicalizan las preguntas que nos hacemos todas, porque van enlazándose de maneras variadas. Esto sucede también en los territorios urbanos. Una compañera de la Corriente Villera Independiente, Gilda, con quien coordinamos una de las asambleas para el 8M murió unas semanas después electrocutada al sacar agua de los pasillos de la villa tras una tormenta. La falta de infraestructura básica hace que la precarización de la existencia sea total y que sean en general las mujeres las que se ponen al hombro la tarea de producir infraestructura popular y pagar las consecuencias en que la inexistencia de servicios básicos se traduzca como verdadera “inseguridad”. Lo que sucede es una multiplicación de los territorios en conflicto y una conexión entre esas conflictividades. El año pasado, en Argentina fue muy fuerte la criminalización contra las comunidades mapuche, y en particular a una generación joven que, crecida en las periferias de una ciudad racista como Bariloche, se propone hoy una reinvención de la experiencia comunitaria y la recuperación de territorio en la Patagonia, a manos de latifundistas como Benetton. La alianza de los estados con las empresas es evidente en cada uno de estas conflictividades.
En Guatemala, las organizaciones locales en defensa de los territorios me aseguraron que las resistencias al avance del monocultivo de caña azucarera o palma aceitera son más exitosas cuando son lideradas por mujeres, que ellas son más difíciles de cooptar por las empresas. ¿Cuál es la potencia política de esa imbricación del feminismo con otras luchas?
Creo que ese “garantía” de radicalidad y no cooptación es muy material: las mujeres son las que conocen y evalúan en el propio cuerpo propio y colectivo y en el trabajo extra –como decía más arriba- que implicará para ellas y para la comunidad toda el avance del megaemprendimiento. Lo interesante es que así como sucede en los conflictos territoriales, pasa lo mismo en los sindicatos, donde las mujeres son vistas como más “intransigentes” en las negociaciones y por eso menos “confiables”. Hemos presenciado esto muy fuerte a partir del proceso de los paros de mujeres. Entonces lo que no se quiere reconocer es que lo que ponemos en juego es otra lógica de construcción que, además, desnuda los propios límites e ineficacias de las conducciones machistas. Ni que hablar de esa radicalidad desplegada por las estudiantes secundarias que han enlazado de manera directa la crítica a la reforma estudiantil con el reclamo de una educación sexual integral en contra del giro “preventivo” y moralizador que le quiere imprimir el gobierno. Por eso, creo que el feminismo actúa como un vector de radicalización de todas las premisas de los conflictos: desde lo que se entiende por poder y liderazgo hasta el deseo que se pone en juego en la pelea. Estamos viendo hoy una masificación por radicalización y esto va contra de un sentido común persistente en las militancias que sostenía que había que “suavizar” el discurso para conectar con capas amplias de la población. Estas experiencias concretas de feminismo, a partir de su masividad y transversalidad, desafían todo el lenguaje de reconocimiento de las minorías y del premio de los cupos para hacer un planteo que no deja espacio social, político, laboral y vital sin conmover.
La masividad es un escenario de mucha potencia, pero también surgen riesgos en torno a esa “moda” a la que se quiere reducir el feminismo…
Desde luego, hay intentos de captura. Creo que una ofensiva empresarial muy clara fue la campaña de Benetton, “Be Purple” (sé “violeta”, el color del movimiento feminista), que empapeló varias ciudades justo en el momento en que el conflicto por los territorios en la Patagonia, donde la empresa Benetton es una de las mayores propietarias, estaba en un pico de violencia. Existe también un riesgo de banalización del movimiento por muchos dispositivos de marketing. Y hay, también, contraofensivas más violentas ante el éxito innegable del movimiento: así, en Argentina se vio un cambio en la represión posterior al 8M de 2017 evidente. El año pasado, el 8 de marzo inauguró un nuevo modelo de represión del gobierno macrista: la “cacería”, es decir, la persecución de mujeres después de que se había desconcentrado la multitudinaria marcha, mientras chicas esperaban el autobús o caminaban a sus casas. Este año eso no sucedió, en parte porque se desplegó una inteligencia colectiva que armó estrategias para evitarlo; pero la noche del 8 al 9 de marzo hubo una brutal represión contra las mujeres del penal de Ezeiza que habían hecho paro y ruidazo, como sucedió en otros 16 penales del país. El servicio penitenciario, que había sido objeto de denuncia de las compañeras, se ensañó con ellas esa misma noche, justamente aprovechando su aislamiento y la audacia de llevar el paro a la cárcel. Por otro lado hubo una ofensiva mediática y de funcionarios del gobierno de Macri contra el documento que se leyó en 8M, donde se una cantidad de demandas, problemáticas y denuncias que claramente desobedecían y denunciaban las fronteras de la “agenda de género” que el gobierno dice poner en práctica. La nueva estrategia luego del 8M en Argentina combina así el intento por deslegitimar el documento consensuado en un laborioso proceso de asambleas con el ensañamiento sobre el cuerpo de las mujeres privadas de libertad.
Se trata del mismo gobierno que, sin embargo, ha puesto sobre la mesa la despenalización del aborto. Más allá de lo que pueda haber de oportunismo político por parte del macrismo, ¿está logrando el movimiento de mujeres colocar temas en la agenda política?
Sí, desde luego. Hablar únicamente en términos de oportunismo político es despreciar cómo la lucha continuada de las mujeres ha hecho que se vean abocados a tratar el tema. No es sólo una cuestión de agenda: el feminista es un movimiento de transformación radical de la sociedad. Y, en Argentina, es la principal actriz de oposición al gobierno macrista. Que el presidente Macri declare en televisión que es un “feminista tardío” no sólo es un intento grotesco de disputa de palabras, es también la capacidad de haber instalado esta discusión en todos los espacios sociales y políticos. Un ejemplo: en los días preparatorios al paro del 8 de marzo se lograron escenarios de transversalidad inéditos, como sucedió con mujeres de sindicatos de todas las centrales sindicales: todos ellas pudieron ponerse de acuerdo en el apoyo a la convocatoria superando las internas patriarcales. Y todo esto responde a un acumulado de luchas de las mujeres contra la estructura machista y verticalista en el interior de los sindicatos pero también al interior de las organizaciones sociales y en la elaboración colectiva de qué significa un movimiento anti-neoliberal que se teje desde abajo.
¿Cómo se sostiene esa transversalidad?
El paro ha sido importante como horizonte organizativo y eso se ha notado en el incremento de asambleas, de colectivos nuevos, de iniciativas diversas que crecieron entre el 8M 2017 al 8M 2018. Creo que la transversalidad se nutre por el hecho que el activismo feminista se ha convertido en una fuerza disponible que se pone en juego en diferentes espacios de lucha y de vida. Esta es una manera que va contra la “sectorización” de la llamada agenda de género. O sea, la transversalidad no es sólo una forma de coordinación, sino también una capacidad de hacer del feminismo una fuerza propia en cada lugar y de no limitarse a una lógica de demandas puntuales. Sostenerla no es fácil porque implica un trabajo cotidiano de tejido, de conversación, de traducciones y ampliación de discusiones, de ensayos y de errores. Pero lo más fuerte es que hoy esa transversalidad se siente como necesidad y deseo de estar encontrándonos acá y allá, de imaginar cosas en común, de saber unas de otras, de sentir la fuerza de que somos parte de un momento histórico que nos deja, de algún modo, el tiempo en nuestras manos.
En la masiva marcha de Buenos Aires, algunas mujeres sintieron malestar por la presencia y actitud de algunos hombres. ¿Qué papel deben desempeñar los varones en el movimiento feminista?
Esa discusión no llevó mucho tiempo en las asambleas preparatorias del 8M, porque desde el principio hubo un amplio acuerdo de que los varones no participasen en la marcha, sino que hicieran el ejercicio de sustraerse de la visibilidad política ¡al menos por un día! y se dedicasen a tareas de apoyo, como suplir a sus compañeras de las tareas de cuidado para que ellas pudieran marchar. Llama la atención cómo les cuesta a los compañeros ocupar ese lugar de invisibilidad y de respeto de la autodeterminación de los espacios feministas. En la marcha hubo situaciones incómodas, como varones sosteniendo las pancartas de partidos políticos, que se colocaron al frente rompiendo todos los acuerdos de las asambleas; incluso cuando les pedimos que bajaran las banderas, a una compañera la putearon; era una violencia en un espacio que habíamos creado para que estuviera a salvo de eso, por eso se sintió como una doble violencia. Creo que hay una responsabilidad ahí de los partidos de izquierda, en su deseo por aparatear la manifestación; y está también el papel que juegan los medios hegemónicos, repitiendo ese estigma de que el feminismo odia a los hombres, haciendo una inversión caricatural de la violencia según la cual serían las mujeres las que violentan a los hombres.
En España, el 8M, donde la marcha también fue histórica y masiva, hubo tensiones porque colectivos de mujeres negras y gitanas rehusaron de participar en la huelga; así denunciaban la invisibilidad a la que el feminismo hegemónico y blanco ha condenado a los colectivos racializados. Uno de los argumentos que se utilizaron fue señalar la huelga como una herramienta de privilegiados, nacida en un contexto masculino y europeo. En Argentina el proceso ha sido muy diferente, ¿por qué?
Acá, la potencia que ha tenido la cuestión del paro, o de la huelga, es que ha sido apropiada justamente por segmentos de mujeres que han sido siempre las excluidas del mundo del trabajo reconocido como tal, desde las mujeres de la economía popular a las despedidas, pero también por las trabajadoras sindicalizadas para desobedecer a sus conducciones. Esto tiene que ver en Argentina con la trayectoria del movimiento piquetero que lleva más de quince años problematizando el tema del trabajo, qué significa estar excluídx e incluidx, como modos de clasificación y tutelaje estatales, y eso es algo que hoy sigue presente de modos diversos en las organizaciones y en las protestas callejeras. En Argentina, la decisión del paro se combinó con esta historia de lucha muy potente y radical. De este modo, las que hicieron paro son también las que no pueden parar como antes hicieron piquetes lxs que ya estaban fuera de la fábrica o reclamaron justicia las madres a quienes les habían desaparecido sus hijxs. Creo que el paro conecta con un gesto de reapropiación y desobediencia que tiene distintos momentos históricos en nuestro país. No hay dudas de que el paro remite, en términos hegemónicos, a la historia del movimiento obrero masculino, asalariado, blanco. Pero no ver cómo eso está siendo hoy impugnado, reiventado y reformulado por prácticas concretas implicaría negar y desconocer la fuerza del movimiento. Este proceso político puso en discusión que la huelga puede ser apropiada, reinventada y ampliada más allá de los límites del mundo del trabajo formal, “en blanco”, y reconocido que, sabemos, es predominantemente masculino. Cuando el movimiento feminista llama a la huelga, el paro deja de ser una orden que se acata -es decir, que se sabe cómo obedecerla-, para convertirse en una pregunta a responder desde la multiplicidad de situaciones del trabajo informal, doméstico, precario, pero también asalariado. ¿Qué significa parar para las amas de casa, para las vendedoras ambulantes, para las trabajadoras del campo, para las estudiantes, para las desocupadas, para las beneficiarias de planes sociales, para las migrantes, para las mujeres campesinas que se oponen al agrobussines? ¿Qué significa parar cuando tu sindicato no da la orden de parar? Es una pregunta por el por qué y cómo desobedecemos hoy desde nuestras situaciones concretas y, en el caso del trabajo, cómo visibilizamos el valor que producimos cuando es no reconocido porque se hace en la casa o en el barrio y/o porque trabajamos en formas de empleo sin patrón formal o reconocible. Esta pregunta es política y es existencia
¿Cuál es esa herencia de lucha piquetera a la que hacías mención?
Creo que la economía popular de hoy está fuertemente protagonizada por las hijas de las piqueteras. En Argentina, con la crisis del 2001, muchos varones quedan desocupados, la depresión y el alcoholismo fue muy fuerte en muchos hogares. En ese momento crítico son las mujeres las que salen a la calle a problematizar lo que está sucediendo, y quienes toman la iniciativa para poner en marcha una gestión colectiva de la vida: guarderías, ollas populares, toda una serie de equipamientos comunitarios, una infraestructura social que derrama el trabajo de reproducción al espacio fuera del hogar y que permite luego juntar fuerza común para el corte de ruta. Hoy son ellas y sus hijas quienes están poniendo en valor el trabajo doméstico que ya no se hace dentro de las casas, sino en el barrio y que sustenta incluso una discusión parlamentaria sobre el “salario social”; son ellas, con un fuerte protagonismo femenino en esas economías, las que disputan con las economía ilegales un modo de gestionar la crisis de la sociedad asalariada (y todo su imaginario). Así, no sólo se valoriza el trabajo doméstico asignado a las mujeres, sino que se disputa el confinamiento de ese trabajo de cuidado y reproducción a los hogares y su asociación estricta con modelos familiares, al tiempo que se denuncia la miseria y se valoriza el trabajo comunitario como trabajo productivo fundamental para el sostenimiento de la vida.
Ya que hablamos de la valorización de las tareas de reproducción y cuidado: ¿por qué sin patriarcado no hay capitalismo?
Muchas de nosotras nos nutrimos de un libro fundamental que es Calibán y la bruja, de Silvia Federici. Ella recupera una manera de pensar muy a fondo cómo se estructura la explotación específica de las mujeres en el capitalismo: es un diferencial de explotación que lleva a la pregunta de por qué las mujeres somos explotadas de manera particular, y sobre todo, confinadas y obligadas al trabajo doméstico no remunerado. Esa organización del trabajo de las mujeres como obligatorio y gratuito da la clave: el capitalismo necesita la subordinación patriarcal de las mujeres para organizar las relaciones de explotación; así puede entenderse cómo se ha utilizado históricamente el salario como una herramienta de dominación de las mujeres por los hombres, según una organización específica del desprestigio social de lo doméstico y la consagración de lo público como único espacio de la política. Y esta es una discusión interesante para entender qué pasa hoy, cuando, con la crisis de la sociedad salarial, el salario deja de ser la herramienta de autoridad masculina. Hoy tenemos que pensar lo que pasa luego del patriarcado del salario. Creo que parte del ensañamiento de la violencia doméstica en la actualidad se explica así: los varones, que ya no tienen el salario como herramienta que objetiva su dominación masculina, practican formas “desmedidas” de violencia. El salario medía y mediaba la autoridad del hombre y delimitaba las fronteras entre público y privado; hoy, junto a la crisis del salario entra en crisis la autoridad masculina, que ya no se puede erigir en torno al papel de macho proveedor; y esto explica cómo implosiona la violencia en los hogares, cuando la masculinidad necesita hacer presente su autoridad. La hipótesis que estoy trabajando junto a Raquel Guitérrez Aguilar es que estamos en un momento de “patriarcado colonial de las finanzas”. Esto tiene a su vez que ver con cómo las economías ilegales organizan hoy cierta conflictividad de los territorios; pienso, en particular, en cómo el narco provee a los varones una vía de captación de recursos y control de los flujos de dinero, y así inventa nuevas formas de autoridad con mucha mayor violencia. Para un pibe hoy, ser un soldadito [niños captados por las redes del narcotráfico] lo vuelve a organizar bajo un principio de autoridad que es a la vez bajo un umbral de violencia mucho más alto. Se produce entonces una disputa en un momento en que la violencia surge como fuerza productiva, como ha pensado Federici para otros contextos históricos. Es la pregunta que también se hace Rita Segato: por qué hoy el cuerpo de las mujeres aparece como territorio de conquista. La multiplicación de violencias machistas refiere a eso que tienen que demostrar las masculinidades que ya no se pueden sostener su autoridad sobre el salario ni sobre la figura proveedora en términos más amplios. Ahí aparece la cuestión del patriarcado de la forma más brutal, sin la mediación salarial. Diríamos entonces que el patriarcado tiene todo que ver con esa división sexual del trabajo, sin la cual no hay acumulación capitalista, y que hoy se reformula hacia el patriarcado colonial de las finanzas.
Como dice Silvia Federici, el movimiento de mujeres debe disputar esa desvalorización que hizo el capitalismo del trabajo de reproducción y cuidado. Eso se ha desarrollado desde las luchas feministas con mucha fuerza en los últimos años; pero aparecen giros polémicos, como la crianza con apego o un nuevo mandato por una lactancia prolongada. ¿Hasta qué punto podemos ver en esos fenómenos una valorización de ese trabajo reproductivo, de la vida, y hasta dónde pueden ser nuevas formas de confinamiento de las mujeres a las tareas de cuidado?
Ahí hay una tensión muy fuerte de las lógicas de cooptación y captura de las que hablábamos antes. La desvalorización del trabajo doméstico, de reproducción y de cuidado es una desvalorización política; como recuerda Federici, se disminuye el prestigio social para quitarles a las mujeres su capacidad política, sus saberes, su poder comunitario. Desde el feminismo se está dando una nueva dignidad a estas tareas, y además estas cuestiones tienen cada vez más que ver con mostrar el papel de estas labores en la reproducción ampliada de las relaciones sociales. Las vertientes que intentan que se convierta en una renaturalización de lo femenino, creo que van en el sentido de volver a fetichizar la maternidad como momento individual, familiar y, sobre todo, de realización personal. El feminismo problematiza esa cuestión desde la imposibilidad de sostener la maternidad y el cuidado de forma individual, una vez han sido derrocados los modelos tradicionales de familia y porque ha habido resistencias enormes a la familia como modelo de aislamiento. Hay discusiones muy interesantes sobre la crianza colectiva, por la ecología de cuidados; porque en el feminismo la autonomía se piensa de la mano de la interdependencia, no desde la concepción individual liberal. Esta discusión se da hoy en un momento de colapso, en un marco de despojo colectivo y de precarización de recursos muy fuerte, en el cual las encargadas de las tareas reproductivas deben hacerse cargo en una estructura social en la que ya no hay una infraestructura. Escuchamos desde distintos espacios un feminismo que se pregunta por ese despojo desde una perspectiva que no confía solamente en el Estado o que simplemente siente nostalgia por sus viejas instituciones, sino que se organiza autonómamente en los territorios.
Fuente: Revista Amazonas