Esta semana circula una imagen que nos facilita otra entrada a la época: la imagen del joven Carlos Alegre sentado en el quicio de una calle de Málaga leyendo un cuaderno mientras hace tiempo entre “deliveries” para Glovo (a su derecha podemos alcanzar a ver su mochila colgando de la motocicleta). En un mundo en el que se nos pide la reclusión total de nuestros hábitos y movimientos con otros cuerpos, también se rehabilitan una galería de nuevos tipos sociales: el “promotor”, el “influencer”, el strategic consultant, o el tristísimo food delivery guy. El abanico de estas figuras de la época cibernética no hace sino confirmar la muerte del Hombre. Pero ahora la novedad radica en que la aparición de estos nuevos sujetos calibrados por el dispositivo del “servicio” remite a una necesaria compensación ante completa ausencia de vida. En una época de estancamiento absoluto – donde el velo de las promesas del Fordismo y de la gestalt del trabajador ya han perdido toda credibilidad – lo único aparente es la devastación del deseo de la vida; o, lo que es lo mismo, la posibilidad de llegar a ser lo que somos en la vida.
Una vez que hemos tocado este clivaje histórico, se confirma que la irreversibilidad entre el humano y la máquina ha dejado en suspenso las viejas certezas de la economía política y la comunidad, de la pertenencia y del sentido mismo del futuro. La postura ecuánime del joven Carlos en Málaga lo ilustra: su mirada cabizbaja ante su cuaderno de apuntes se fuga de una realidad miserable y ominosa. En efecto, la apertura al desierto nihilista que experimentamos en las metrópolis del planeta provoca la sensación de que la antigua “autoafirmación del hombre” no fue más que un pretexto para poner en marcha un cautiverio para contener y domesticar los modos de querer, amar, errar, y buscar proximidad con las cosas y los seres.
Ciertamente la imagen del joven de Málaga es el emblema de la oscuridad de nuestro mundo, cuya tonalidad de desamparo es existencial antes que política. Y, sin embargo, la imagen taciturna de este joven bajo la luz amarillenta de una farola es también la imagen que devela el vacío de una institución que llamamos «Universidad», y que hoy no es mas que otra esfera entregada al tráfico del valor y al narcisismo de las habladurías. Por eso, la soledad de Carlos es portadora de la verdadera universidad invisible; una universitatis capaz de encontrar su madriguera en el espacio sublunar del pensamiento y de la atención.
Por eso es por lo que todo estudiante ya no debe esperar nada de las “universidades”, tal y como se originaron desde el proyecto humanista de Humboldt y posteriormente con el triunfo de la especialización del método científico sobre el pensamiento y las capacidades poéticas del hombre. El estudiante del presente mantiene su fidelidad ante la voz y la atención para generar un recomienzo hacia lo que pudiéramos llamar una nueva educación sensible sin el pathos del viejo romanticismo. En este sentido, la atención del estudiante es un gesto de vida que, en virtud de su soledad, está en condiciones de desrealizar un mundo caído a las tribulaciones de la medición y de la oscura fe en el éxito, dos formas en las que el ladrón universitario se inmiscuye en la noche del mundo.
¿Qué puede significar que el mundo hoy exista bajo el atropello de la juventud y de sus modos de estar juntos? Ciertamente, ultrajar la textura juvenil es una de las misiones del poder, ahora intensificado bajo la impronta técnico-médica del régimen pandémico. Esto ha quedado confirmado cuando Eric Schmidt, ex CEO de Google, en una columna publicada al comienzo de la epidemia defendiera la posibilidad de una “revolución de infraestrutructa digital” para llevar a cabo un proceso de “absoluta proximidad con la vida de cada estudiante”. El oscuro corazón de la cibernética pocas veces ha sido expuesto con tanta nitidez. Desde luego, la misión de la reintegración total de la técnica a la textura vital estudiantil no es más que la declaración de guerra contra todo aquello que parezca desvío, deseo, encuentro, fiesta, experiencia y amor entre los cuerpos.
Una vez que estamos atrapados en la reproducción de la vida, el poder cibernético solo le queda colonizar la dimensión invisible constitutiva de cada forma de vida. De ahí que la pandemia inaugure una nueva fase histórica en la que el conflicto central – si es que acaso pudiéramos decirlo en estos términos – es que no hay tal cosa, ya que ahora el mundo se dirime entre el partido de la cibernética y los fragmentos del partido cinético, que se define por su defensa en torno al suceso de una experiencia aprogramable.
No se le escapa a nadie que a los nuevos amos de la cibernética – proceso de intensificación y amplificación de las ciencias bajo la rúbrica de la optimización de la vida – saben que la juventud, más que una fase biológica humana, es la energía que recorre al singular por fuera de la objetivación del mundo. Toda la cultura de feedback imaginal es una manera de taponear la energía que subsede al ruinoso mundo adulto. Ya en un bello poema publicado en 1968, Elsa Morante habló de un mundo que solo podía ser salvado por los niños (Il mondo salvato dai ragazzini). Más allá de la agonía y del régimen de vigilancia que impone la cibernética, el no-saber de la niñez nos invita a participar en un juego permanente con lo imperceptible de la oscuridad. Esa destreza intuitiva de jugar con los elementos que disponemos no es una estrategia que podamos situar de cara al futuro, aunque ya constituye la eficacia de una mirada por fuera de la miseria del cautiverio. Y es esa mirada bizca a la que siempre se le revelarán las estrías del mundo.