por Alejandro Zegada
En esta entrevista Salvador Schavelzon (SS) presenta un análisis de fondo sobre la situación de los gobiernos progresistas de Latinoamérica, donde observa que este posible “fin de ciclo” del progresismo encarna también el fin de una forma de hacer política, lo que obliga a pensar en “otro camino”, comenzando por recuperar la memoria popular y retomar en las calles las luchas por las transformaciones pendientes y contra los retrocesos que amenazan.
(EP). En la región es evidente una crisis o debilitamiento de los gobiernos progresistas. ¿Es este realmente un fin de ciclo? ¿En qué sentido?
SS). En términos electorales es evidente que el conjunto de gobiernos progresistas está retrocediendo y enfrentándose a algún tipo de fin.
El triunfo de la oposición en Venezuela y Argentina, la derrota en referéndum habilitante para la reelección de Evo Morales en Bolivia, el congreso que surge de la elección de 2014 en Brasil, que hoy avanza en la destitución de Dilma Rousseff y la renuncia a disputar la reelección de Rafael Correa en Ecuador, muestran que el voto popular ya no los acompaña.
Aunque la mayoría de partidos de gobierno hoy no están para nada fuera de juego para próximas disputas electorales, lo que se abrió con movilizaciones y un cambio político que hizo posible los triunfos de Chávez, Evo, Lula y otros presidentes se está cerrando.
El análisis de lo que se cierra, sin embargo, no debería limitarse a una medición de apoyo electoral. Al final, en ese plano es fácil atribuir derrotas a una situación económica desfavorable o a la influencia de los medios de comunicación y campañas, que es hasta donde llega en su análisis buena parte de los gobernismos [tendencia a adoptar posiciones pro-gobierno de turno. El entrevistado define gobernismo como “un tipo de argumentación cínica incapaz de reconocer críticas o matices y asocia cualquier disidencia con la derecha y neoliberalismo”].
Pero la derrota va más allá. Lo que se derrumba es el propio progresismo como espacio político que cada vez se muestra más indistinguible del resto de la clase política y que después de algunas medidas que le permitieron consolidar un importante apoyo, no pudo profundizar transformaciones que le permitan trascender el momento económico positivo.
Si miramos lo que estos gobiernos representaban en relación a los años 90, a levantamientos populares que los antecedieron y a las voces de subalternos que apostaron por ellos, el clima de fin de época es también innegable.
Veo entonces al fin de ciclo como producto de un viraje conservador que se sitúa desde hace unos años, cuando aún el poder político y electoral de estos gobiernos era incuestionado.
(EP). ¿En qué consistió este viraje conservador, concretamente?
(SS). Desde hace un tiempo que los gobiernos progresistas hablan desde la autoridad estatal, el nacionalismo y el desarrollismo, poniendo al aumento del consumo como principal medidor del avance, al mismo tiempo en que atiende a grupos de presión conservadores y hace alianzas con lo peor de la política.
Hubo un viraje que a partir de decisiones bien concretas se traduce en un alejamiento de banderas y movimientos para buscar una gobernabilidad construida con aliados y caminos conservadores. La identidad de izquierda, ciudadana, indígena o popular dio lugar a pactos y concesiones que abrazan agendas religiosas, empresariales y poderes tradicionales en regiones.
Esto produce una desconexión evidente entre la conducción de los procesos, con liderazgos centralizadores y cerrados a sus bases, respecto a movimientos y sectores sociales que acompañan o dieron lugar a los nuevos gobiernos. De partidos-movimiento, o de partidos que se integran en procesos de movilización, pasamos a líderes que negocian alianzas y buscan electores desde el marketing político.
La relación con la sociedad es ahora sólo mediática, en clave de discursos de campaña. La política sudamericana se ha reducido a una realidad televisiva de líderes y conductores que “dieron” cosas al pueblo y encabezan grupos políticos de funcionarios estatales que se ven a sí mismos como “soldados”, y un núcleo duro que apoya desde el voto pero se queda en casa con una participación política limitada a las redes sociales.
Nada que ver con los movimientos que los antecedieron, donde la autonomía, la autogestión, la movilización eran la clave.
(EP). ¿Hasta qué punto influyen EEUU las derechas internacionales y locales en esta crisis del progresismo latinoamericano?
(SS). Esos grupos (de funcionarios estatales, “soldados”) atribuyen la caída de los gobiernos a los grandes medios y al imperialismo. Pero esa narrativa no resiste al análisis de hasta qué punto el progresismo asimila las formas y agendas de los viejos poderes, conscientes de que la movilización impugnaría el rumbo decidido desde arriba, y llegando al punto de la criminalización de movimientos y protestas, con líderes sociales presos o exiliados en Bolivia y Ecuador, o con jóvenes violentamente reprimidos y amenazados con causas jurídicas abiertas en Brasil y otros países.
(EP). ¿Entonces hay una alianza de los gobiernos progresistas con los antiguos poderosos?
SS). Puede describirse como un pacto de gobernabilidad con los viejos poderes por el cual se dejaba gobernar al progresismo a cambio de que no haya cambios en el modelo de acumulación y en las políticas, que en ningún momento dejaron de beneficiar más que nada al poder tradicional.
Un capitalismo local, que el progresismo imaginaba en disputa entre un empresariado nacional productivo y otro financiero y extranjerizante, es en realidad un solo poder que supo muy bien neutralizar los nuevos gobiernos con muy pocas concesiones. Parte de estos poderes nunca aceptó los nuevos poderes, pero otra parte se sumó e hizo negocios con una nueva clase política que abandonó a quienes desde la movilización abrieron este momento político.
El encantamiento por las grandes obras de desarrollo fue lo que se vio desde arriba como papel histórico, permitiendo encajar todas las piezas: política desde los medios, empresarios amigos, modelo colonial exportador y recursos para hacer política desde el Estado que iría a garantizar para siempre el apoyo electoral.
(EP). ¿No era muy difícil y peligroso para los gobiernos progresistas el de tratar de hacer los cambios enfrentando frontalmente los viejos poderes?
(SS). Era un camino político difícil, de inestabilidad y asedio… pero en el balance de la época los resultados obtenidos por el camino del co-gobierno con las elites desplazadas están en la base del análisis de la caída.
(EP). ¿Se podría esperar que los gobiernos progresistas retomen las agendas que aparentemente abandonaron si pudiesen retomar su fuerza política en la región?
(SS). Aun si Evo Morales logra el triunfo de un sucesor en las próximas elecciones, si Cristina o Lula mantienen su popularidad, es muy difícil no ver un fin de ciclo cuando el gobierno del PT suspende la expansión universitaria y se propone aumentar la edad de jubilación; o el gobierno del MAS reprime una marcha indígena y se alía a las elites del Oriente que poco antes buscaban bloquear la Asamblea Constituyente; y se escucha a Rafael Correa adherir al discurso de las iglesias, homofóbico y contrario a los derechos de las mujeres.
En poder reaccionario debe verse con raíces en esos límites del progresismo como proyecto histórico. La discusión central no es si hay que mantener el apoyo en un progresismo en retirada que al menos garantizaba algo para los más pobres. El tema es cómo reconstruir o resistir por otro camino, entendiendo mejor la complejidad del neoliberalismo y los límites de una visión simplificada de buenos y malos, de líderes salvadores.
El fin de ciclo se sitúa en el momento en que los poderes tradicionales y la lógica neoliberal conquistan desde adentro a los nuevos gobiernos que, desconectados de las luchas y neutralizados como fuerza de los de abajo, abandonaron el camino del cambio.
Si el fin de ciclo deja algo positivo deberá buscarse lejos de partidos que ya no se presentan como herramienta para el cambio: en la memoria popular que podrá volver a las calles para combatir un posible retroceso, para exigir más y por la transformación que los progresismos fueron dejando de lado.
(EP). Ahora ante la crisis del progresismo, ¿cómo pensar en profundizar la democracia? ¿Cuáles son las posibles salidas de izquierda a esta crisis o fin de ciclo?
(SS). La radicalización de la democracia no parece ser algo que se vaya a construir desde gobiernos, sino desde una seguridad de que centrarse solamente en la llegada al gobierno y la institucionalización de las luchas no es suficiente.
Hubo levantamientos y revueltas antes de cada uno de los gobiernos progresistas: las guerras del agua y del gas en Bolivia, el caracazo en Venezuela, seguido del levantamiento de Chávez antes de ser electo, las asambleas y movilizaciones en Argentina post 2001.
Lo que las experiencias de gobierno posteriores mostraron es que ese poder social tiene que permanecer activo si no queremos asistir al regreso de lobbies y familias dueñas del poder regional cuando la ola de movilización desaparece.
Junto a eso es necesario proponerse modificar las formas políticas e institucionales a las que se accede, caso contrario posiblemente los instrumentos de cambio terminen modificados por el poder más que el poder alterado por la llegada de fuerzas de renovación y cambio.
Una salida a la izquierda hoy, me parece, no puede repetir el modelo que hoy vemos en gobiernos desconectados de los caminos y experiencias de donde nacen.
(EP). ¿Se puede hablar claramente de un retorno de la derecha al poder en Sudamérica? ¿Cómo se puede comprender esta nueva derecha y su retorno?
(SS). La crisis del progresismo tiene que ver con que, en lo esencial o estructural, la derecha nunca se fue. Hubo políticas que no hubiera habido sin el progresismo: de contribuir a la memoria histórica con justicia real en la Argentina, encarcelando represores de la dictadura, ampliación de universidades en Brasil, derechos territoriales y pluralismo jurídico en Bolivia, reversión de latifundios y creación de comunas en Venezuela, entre otros.
Pero cuando el crecimiento se interrumpe, el flujo de dinero de China se reduce y los precios internacionales caen, se ve claramente que no se estaban construyendo las bases de una economía más justa.
El Estado, más bien, gobierna al progresismo. Cuando el progresismo estimula valores ajenos, en el sentido del individualismo y el consumo, es natural que estas nuevas bases electorales, en parte creadas y beneficiadas por las políticas del progresismo, dejen de necesitar a partidos que mantienen una significación de izquierda meramente nostálgica y simbólica.
La nueva derecha es entonces, por un lado una que nunca se fue, que el progresismo mantuvo como parte de su armado político. Por otro lado la derecha es nueva en el sentido en que cada vez más hay evidencia de una lógica política que es indistinta de quién ocupe la presidencia, y está en un neoliberalismo que moldea subjetividades y avanza destruyendo un tejido social y formas de vida.
(EP). Usted radica en Brasil. ¿Qué análisis puede hacer de la situación política que se vive actualmente allá? Hemos visto manifestaciones callejeras a favor y en contra del impeachment de Dilma. ¿Cómo ve usted esta aparente polarización de la sociedad brasilera?
(SS). Algunas polarizaciones pueden ser útiles. Es importante, por ejemplo, identificar tendencias fascistas, integristas, contrarias a derechos presentes en el posible gobierno que surja si se concreta el impeachment, y oponerse a estas sin dudar, aunque gran parte de la izquierda no se identifique con las políticas conservadoras del gobierno de Dilma.
Pero el problema de la polarización entre manifestantes verdeamerelos anti-corrupción y vermelhos gobernistas por la democracia del otro, es que se trata de una polarización mediática totalmente ficticia en términos políticos concretos.
Los verdes amarillos no pueden hablar con legitimidad de corrupción, de liberalismo, o incluso de Brasil, en la medida en que los que hegemonizan y convocan las movilizaciones representan la violencia colonial, el racismo, el país de una élite que nunca se preocupó por las mayorías que hoy siguen realmente sin participación política e institucional, ni verdadero acceso a derechos universales básicos.
Al mismo tiempo, hoy las movilizaciones gobernistas no pueden atribuirse el lugar de la democracia, cuando el progresismo brasilero decidió gobernar justamente con y para los representantes de esa élite que ahora puede prescindir de quien fue un eficiente administrador de sus intereses.
El problema de polarizar en un sentido que preserva al PT como instrumento de los más pobres, como narrativa que permitió en las elecciones de 2014 mantener el gobierno, es la imposibilidad de pensar en un país donde estén contemplados los miles de muertos por la policía en la periferia, con quienes el gobierno del PT nunca se solidariza ni se compromete a defender.
Con la polarización planteada en términos gobernistas, queda afuera la imaginación política más potente que se vio en Brasil en mucho tiempo: Junio de 2013 era una movilización efervescente que logró frenar un aumento de pasajes que se presentaba como innegociable y revitalizó la política por un camino bien diferente al de los actos actuales contra el golpe, al menos hasta la fecha en que escribo esto, cerca de la votación en la Cámara, donde la movilización es bastante nostálgica y estructurada alrededor de los sindicatos y movimientos sociales aliados al gobierno.
En la dinámica actual junio está ausente, pero en el aire. Sería bueno que en el caso de un impeachment se pueda abrir un momento de pensamiento colectivo y creación política conectada con esa verdadera ruptura del tiempo político.