El escritor que anhela // Luchino Sívori

Se anhela poder escribir como se canta en un momento cualquiera, cuando nadie nos mira; el esfuerzo que hacemos para arribar a la nota es gratuito, despreocupado, movido más por el deseo de provocarnos un goce propio que no para ser escuchados ajustadamente. 

   Si la mirada del lector que somos funcionara de igual manera que la del auditorio imaginario que nos rodea cuando cantamos, ¿a dónde irían nuestras palabras, qué lugar nos descubrirían de nosotros mismos?

   La escritura es una forma de lectura: la nuestra propia. Leemos como sentimos una canción, infantilmente, cerrados, alegres… se puede bailar con la mirada una rima, tanto como escuchar la musicalidad de un párrafo cuando leemos en voz alta. 

   Ahora, por ejemplo, se hicieron dos pausas: con ésta, una tercera. El número tres -de los silencios- se corresponde con los términos “ahora”, “dos” y “ésta”, que son sonoros. Son sonoros porque resuenan en nuestra mente mientras los leemos, y desde allí por las vibraciones que hacen temblar sutilmente a nuestro cuerpo. Algunos escritores llaman a esto conmoción

   Pocas cosas logran conmovernos. Dicen que el abrazo con un ser querido luego de un tiempo distanciados puede acercársele. Hay una diferencia: en el abrazo el encuentro es con el otro; en la lectura, en la música, el abrazo es sostenido y cambia, o más bien, es múltiple. Se alarga y se abraza a muchos otros, y nosotros pasamos a ser otros con ellos. De allí lo de “transformarse” o “volar con la imaginación a otra parte” del cliché tan mentado de los manuales de escuela.  

   Muchos escritores comentan que de jóvenes, cuando querían aprender a escribir, les recomendaban en los talleres de escritura precisamente provocar esta “transformación” del lector. Algunos lo llamaban “des-automatización”, o distanciamiento. Se les busca, sí, y es a través de recursos del lenguaje literario que nos no dicen -pero que están allí en el texto- cómo se provocan. Uno de ellos es la sinestesia, muy utilizada en las canciones románticas y en los artículos de crítica de arte: “La piel que mira, a través de sus poros, cómo se despedaza su tejido lleno de palabras acalladas por las cicatrices del tiempo”. Pero “transformarse”, o “volar con la imaginación…” tienen algo de asincrónico, o mejor dicho, de salto imposible de capturar en un gesto automático como una técnica; un hiato difícilmente puenteable entre la palabra que se pronuncia y su resonancia en nuestro cuerpo. 

   Creo personalmente que los talleres de escritura -conservatorios de la palabra escrita- pretendieron siempre algo inevitable: las ondulaciones de las letras, negro sobre blanco, se adjuntan unas con otras de manera tal que, como bailarinas, son imposibles de capturar en una imagen si lo que se pretende es acompañarlas con nuestra mirada, unírseles mientras están en movimiento y danzar con ellas. 

Como un abrazo: no se puede cerrar.



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