El día que movimos el mundo // Marta Dillon

¿Qué otro deseo podría haber desafiado la lluvia persistente, el viento del sur, el frío en plena primavera, los charcos que humedecían los pies que no fuera el deseo de insumisión? Una enorme voluntad de rebelarse, un deseo colectivo de hacer historia que no iba a detenerse por un accidente climático aunque ese accidente hiciera temblar los cuerpos desbandados por la avenida 9 de Julio y todas las calles transversales entre el obelisco y la Avenida de Mayo. No podía perderse la oportunidad, y no se perdió. Aunque no hubo operativo alguno de seguridad que protegiera los pasos que marcharon encolumnados y aquellos que caminaron buscando un lugar donde sentir calor humano, que era el único que se podía sentir. Las mujeres tomaron la calle, impulsadas por el dolor de una muerte adolescente, por la brutalidad de un femicidio del que se dieron suficientes detalles como para repetirlos aquí pero que evidentemente puso en escena con toda crueldad esa disputa que no se calla con saña. Una disputa que enfrenta los deseos de una contra la necesidad de otros de imponer el suyo, que sea el suyo el único que domine, que ella se calle, que ella resista hasta que no resiste más. La mataron por usarla. La mataron porque saciaron con ella su deseo de dominación. Y eso no se soporta más. Contra eso, la insumisión. Contra eso, los pasos rebeldes que ayer hicieron historia y a medida que caminaban descubrían otras escenas veladas: ¿Por qué no tenemos derecho al placer, aun cuando esos placeres sean inconvenientes? ¿Por qué seguir resistiendo en silencio todas esas variables que se miden en números pero que condicionan nuestras vidas y nuestra autonomía? ¿Se trata de resistir hasta que no se resiste más? Somos las que cuidamos de los otros y las otras, las de la mano tendida, se supone, las que por amor nos postergamos. ¿Somos esas o estamos resistiendo lo que alguna vez creímos que era un destino? Resistiendo porque alguna vez creímos que era eso lo que nos daba valor. Para que después nos regalen licuadoras y planchas en el día de la madre, para que en el día de la madre nos saluden a todas porque las que no lo son algún día lo serán o lo padecerán. Y resulta que un día no resistimos más. No resistimos más trabajar para que nuestro trabajo sea invisible, coser los botones de los varones que van a hablar en público, planchar el delantal de los hijos porque es el delantal blanco más blanco el que habla bien de nosotras. Resistir y resistir, meter la cintura en caja o tener vergüenza de no tenerla, ocultar el embarazo para que no te echen antes de tiempo del trabajo, volver rápido a casa después de la fábrica para que la comida esté caliente. Ganar siempre menos. Resistir hasta no aguantar más. Sólo que al revés de Lucía, y con el luto por Lucía cubriéndonos el cuerpo y enquistado en el corazón, no aguantar se trató ayer de algo muy distinto del final, del cese del latido, del fin del dolor. Se trató de decir basta. De dejar de trabajar primero. Parar, sí, usar, enunciar y hacer acto esa palabra insurrecta en tiempos en que los varones que hace décadas definen los destinos de la clase trabajadora no quieren decir. Parar y que se den cuenta, que nuestros brazos, nuestra imaginación, nuestros saberes aportan y mueven el mundo. Estos cuerpos violentados a diario desde los medios de comunicación, desde los discursos sociales, desde los chistes que ven en cada pollera corta a una mujer disponible; estos cuerpos producen plusvalía. Y también pueden restarla. Pueden poner en el mundo una palanca y moverlo de eje.
Eso es lo que pasó ayer. El mundo que conocemos se movió de eje, porque salimos otra vez a la calle, porque los acuerdos transversales que se fundan en el reconocimiento de las heridas comunes que tenemos sólo por ser mujeres, y en los que se enredan en el reconocimiento de las estrategias que pusimos en juego para sobrevivir, nos llevó a desafiar la sudestada, en la hora de paro y más tarde también. Porque para decir basta no estamos cansadas. Para decir basta el temblor de los músculos que se tensaron, mojados, ateridos, doloridos, fue un desafío épico que asumimos sin dudar. No siempre se tiene el privilegio de ser parte de una revolución. Ayer gozamos de eso. Fuimos quienes con nuestros pasos marcamos una huella nueva. No sólo desde el luto por tantas niñas y mujeres muertas. Sino por la lucha a la que estamos gozosamente entregadas. Porque nosotras, las que nos proponemos como la voz de las que ya no tienen voz, no vamos a aguantar hasta que se silencie nuestro latido sino que vamos a tomar la calle una y otra vez, hasta que la conciencia de la injusticia cale tan hondo como ayer caló la lluvia que empujaba el viento que venía del Río de la Plata. Nosotras no somos víctimas, somos sobrevivientes y ese saber que acumula quien ha tenido que sobreponerse es una fuerza que puesta en común es irrefrenable. Y no pedimos piedad sino respeto. Pedimos justicia. Y ni siquiera pedimos. Exigimos. Porque nuestro trabajo y nuestro saber mueve el mundo y no queremos más menosprecio, no queremos ser las desocupadas ni el rostro de la pobreza, ni las abnegadas cuidadoras de los otros y las otras si esas tareas no se valoran. Nosotras no vamos a resistir hasta no aguantar más. Nosotras vamos a mover el mundo. Nosotras, juntas, ya lo sacamos de eje. Y no sabemos cómo será lo que vendrá, pero sí sabemos que tenemos el poder para que ese porvenir sea a la medida de nuestros deseos.

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