El cuerpo del delito

por Adriano Peirone

I-

¿Qué tiene que pasar para pegarle a alguien, en el suelo y entre muchos, y no sentir que el golpe da en uno mismo? ¿qué violencia ya rondaba la ciudad y estos días? Sucede que si el culpable no aparece, porque se escapa pero también por diluirse en la turba, la responsabilidad nos envuelve a todos, y de lleno. Esa estrategia que tomaron los asesinos de perderse entre los vecinos, nos enrostra que no hay un ellos y un nosotros, sino que todos somos parte de la misma golpiza.

¿Qué hizo ese pibe, David, para merecer una muerte dada por una cobardía semejante? ¿Qué bien tan preciado acusó poner en peligro para que el odio irrefrenable emerja, y nos deje sin la posibilidad de la inocencia, a ninguno, como parte de este barrio, de esta ciudad? ¿Qué sensación de aceptación les hizo creer que patear la cabeza de un pibe recibiría, como lo hizo entre un espectro considerable de la sociedad, la aceptación extendida? ¿Qué se fragmentó, en la construcción de un país que dice buscar la inclusión, para que no logremos parar los golpes dados, ni las palabras que los continúan, cuando en la calle o las redes sociales se defiende un asesinato? ¿No nos están jodiendo cuando en los medios preguntan si era o no ladrón, como si cambiara un ápice la atrocidad del hecho, y metiéndonos el buzón de que hay algunos, solo provenientes de los sectores bajos, que nacen chorros?

Si una muerte es dada en una esquina cualquiera de la ciudad –y aquí vale recordar que este no fue el primer caso, y que está siendo replicado en distintos lugares-, lo que no podemos dejar de pensar es que se tuvo la sensación de que el acto quedaría impune. Quiero decir: quienes patearon el cuerpo de David a la luz del día –probablemente no para matarlo- lo hicieron pensando que la gente no los condenaría. La pregunta es: ¿Qué batalla se perdió de antemano? Porque parece que David ya estaba muerto desde antes.

II-

Es necesario que el dolor no paralice, trasmutarlo, salir del estar a flor de piel, para procesar cómo formamos parte de una golpiza a muerte. Y aunque no haya explicación que alcance, no podemos renunciar a pensar el lugar donde vivimos. ¿Por qué no Rosario, si la estela de sangre ya regaba las calles de una ciudad polarizada? ¿Por qué no hoy, lunes en que discurro estas palabras, después de tanto pedir que se los escuche, los barrios de la ciudad siguen sin recibir del estado más que baches de cotillón que son una burla frente al avance de la violencia desatada? ¿Por qué no en un país donde varios candidatos a cargos nacionales han salido por cuestiones electorales a azuzar los peores temores, enfrascándose en un griterío mediático sin la mínima responsabilidad asumida sobre el cuerpo que recibe las balas?
Si no logramos parar la bocha, el miedo volverá a configurar los bandos, y eso sería tan atroz como un linchamiento. Porque como en tantos de los dramas del país, no se trata de apuntar al bulto sino al contrario, de divisar que está a igual de distancia nuestra el linchador que el linchado. Que la trama de la anunciada muerte ya venía cifrada en las relaciones que al pibe –David Moreira se llamaba- le fueron dadas desde la observación policial constante, desde dejarlo trocar la escuela por el trabajo precario como única posiblidad, o desde las fantasías del consumo nunca alcanzadas, así también por los estigmas que los medios reproducen, pero, sobre todo, desde las balas en sus amigos ya incrustadas.
Digamos, David ya había muerto antes.
III
Porque si aquel que se animó a formar parte de esa turba es un otro, una otredad en tanto alterpolítico, es decir, en tanto enemigo en el espacio público, el que sea difusa su visibilización nos imposibilita pensar en términos ontológicos, es decir, en un nosotros vs ellos basado en una esencia irreconciliable. De aquí que el progresismo puritano de nada sirva. El gran indignado políticamente es estéril. Ya que si algo tiene sentido en medio del sufrimiento que transitamos estos días, ese sentido es un sentido netamente político –por supuesto que judicial, pero les corresponderá a los implicados atenerse al procedimiento, y a nosotros, a ese nosotros que debemos potenciar, acompañar a la familia de David–, en tanto consideremos la necesidad de, por un lado, orientar firmemente el discurso en un repudio a la violencia por mano propia, y, junto con eso, la enérgica construcción de reparaciones de fondo, que bloqueen la continua fragmentación, y la estigmatización de los hijos de los barrios, partiendo de escuchar, también, qué violencia hace tiempo es una experiencia cotidiana.
Hoy más que nunca hay que entender a la política en el sentido cultural que ella tiene, ya que será lo que nos permita siempre dar una respuesta, más allá de la venganza, para así responder de modo diferente al planteado por los instigadores –materiales y discursivos- del linchamiento. Una respuesta política con toda la fuerza posible. Criminalizando a los instigadores del odio; repudiando a oportunistas políticos que no dudan en bajar la imputabilidad de los pibes por diez votos más, en lugar de asumir la parte central que les toca en ese círculo de la inseguridad que dicen querer combatir; pero sobre todo unificar un nosotros político y cultural que busque un encuentro ampliado en torno a hacer trizas la posibilidad del discurso que estigmatiza, excluye y asesina.
No hacer culto al progresismo bobo, indignado y abolicionista en extremo, sino discutir y sentar posiciones acerca de los modos en los que se reparten los derechos y sobre quién cae la ley y sus penas, sin negar lo estructural de la violencia, pero combatiendo que ella siempre caiga en los mismos de siempre, una vez más, para que David no vuelva a morir, y ya nadie pueda volver a decirse inocente.

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