El cuerpo animalizado de la política // Diego Sztulwark

Bajo el efecto del conflicto, nacieron en Roma todas las leyes buenas.

Claude Lefort

 

 

La política como saber

La aspiración a la claridad y a la univocidad de las ideas es algo que podemos envidiar a los clásicos. Estamos lejos de esa añorada nitidez en el pensar, al menos en el terreno de la reflexión de lo político. Karl Schmitt pretendió alcanzar el concepto de lo político enunciando una esencia específica, cuyas categorías elementales –amistad y enemistad impiden que se confunda otros dominios como el de la moral –el bien y el mal–, el de la economía –el beneficio y el perjuicio– o la estética –lo bello y lo feo-. Hay unidad política –un pueblo organizado en torno a un poder soberano– en la medida en que la hostilidad resulta encausada a través del derecho. Soberano es quien está en condiciones de declarar el “estado de excepción”. La entera articulación entre violencia normalizadora y orden jurídico reposan en la capacidad de decidir del príncipe. A pesar de su admiración por Maquiavelo, el énfasis en una hostilidad organizada desde el estado y de una decisión fundadora bloquea completamente la fértil tradición de lectores que encontraron en el autor de El príncipe la postulación de lo político como un saber nuevo y específico, moderno y anti teológico, particularmente apto para recrear proyectos democráticos radicales (o directamente comunistas). Para Antonio Gramsci, Maurice Merleu Ponty, Claude Lefort, Louis Althusser o Toni Negri Maquiavelo es la inauguración de una forma nueva de conocimiento de la historia cuya originalidad consiste en cuestionar la imagen de un orden y una estabilidad que bajan desde arriba y que funcionar a partir una práctica singular. El siglo XX imaginó al “príncipe moderno” (Gramsci) como un colectivo o una multitud, y el siglo XXI pugna por despatriarcalizarlo. La figura del príncipe es la de la lectura y traducción del potencial emancipador que proviene de los movimientos conflictivos que atraviesan al pueblo.

 

La Cámpora y la filosofía de la militancia

La especificidad de este saber contiene al menos dos condiciones fundamentales: la coyuntura (la situación precisa vinculada a la tarea política) y la “fortuna” entendida como el azar y la multiplicidad nunca del todo controlable. Lo político moderno surge entonces como un dispositivo de conocimiento tiene a la práctica en su centro y se define por la inscripción en una espesa red de causalidades imposible de manipular a voluntad. El carácter aleatorio de lo político remite a una comprensión abierta de la historia, irreductible a esquemas definitivos. Lo político, por lo tanto, fracasa cuando se lo aísla en conceptos puramente teóricos.

 

Y bien, todo esto viene a cuento de la lectura del reciente libro de Damián Selci, Teoría de la militancia, organización y poder popular, editado por Cuarenta Ríos. Su autor es militante de La Cámpora, en Hurlingham. Se trata de un libro extraño sobre el que vale la pena reflexionar. Su estructura es diáfana. Tiene tres partes y una introducción en la que el autor se pregunta, desde el populismo-kirchnerista, por qué se perdió, cómo seguir. Es decir, manifiesta su voluntad de buscar las claves para resolver un problema práctico, de estrategia, en el terreno de los conceptos teóricos. En el primer capítulo, afirma que la teoría del populismo de Ernesto Laclau, por insuficiente que sea en algunos aspectos, es el umbral desde el cual no se puede retroceder. Es desde allí que hay que relanzar el pensamiento. ¿Qué le reprocha a Laclau? No ir mas allá del antagonismo pueblo oligarquía. La pregunta que Selci le dirige es: una vez que ese antagonismo se da, ¿cómo se sigue?. En Laclau falta pensar el paso posterior: la diferencia interna en el seno del pueblo. En el segundo capítulo el autor acude al materialismo dialéctico de Slavoj Zizek para pedir prestado a Hegel la noción dialéctica de “interiorización del antagonismo” (contradicción). Aunque recrimina a Zizek la falta de un auténtico compromiso político con el populismo, se interesa en este aspecto dialéctico de la crítica de Zizek a Laclau. Zizek le permite a Selci identificar la existencia de una parte del pueblo susceptible a la influencia del neoliberalismo. Mientras Laclau postula que la práctica del populismo consiste en enlazar demandas insatisfechas, la crítica de Zizek al populismo permite escindir una parte del pueblo que no se queda en la actitud de demandar al otro al orden, al poder, sino que asume sus propias responsabilidades y se politiza. Este paso adelante le permite al autor elaborar una crítica de la “inocencia” del pueblo. Lo popular debe dividirse: hay un pueblo conservador (“cualunque”, que vota a Macri), y otro pueblo “empoderado” (aquel al que se dirige Cristina). En el tercer capítulo, Selci recurre a la obra de Alain Badiou, a su teoría del acontecimiento, para hacer un elogio de esta parte politizada del pueblo, al que identifica con el militante, con el cuadro político y con la organización.

 

El libro es un elogio de la militancia organizada y una apuesta a la potencia del cuadro político como operador de una estrategia de poder popular. Esta filosofía de la militancia es también, para el autor, un intento de proteger y homenajear una modalidad de participación y de generosidad pública denigrada de múltiples formas. ¿Quién es el militante? Ante todo el individuo que ha sufrido una conversión, que ha hecho la transición de la vida en paz a la vida tomada por la lucha. El militante que asume su papel como parte de una organización se convierte a su turno en cuadro.  La secuencia completa realiza el pasaje desde el consumidor hedonista cualquiera al sujeto que se hace cargo de los problemas colectivos, renaciendo por completo y haciendo de su cuerpo un momento de la elaboración inteligente y hasta heroica (la “conducción”). Sería excesivo afirmar que Teoría de la militancia es la filosofía política de La Cámpora, pero sí es, seguramente, uno de los primeros intentos[1] por pensar sistemáticamente a partir de esa experiencia. 

Un Maquiavelo para nosotrxs

El interés del libro de Selci es evidente y procede del hecho de asumir los límites de la experiencia y de la teoría populista, sin renunciar a ella, sino en todo caso exigiéndole dar cuenta de problemas candentes de la actualidad. Su originalidad consiste en que esta interpelación coloca en su centro una preocupación por la estrategia, que redunda en una jerarquización teórica de nociones confinadas de modo habitual al lenguaje técnico de la práctica (organización, militancia, línea). La mera publicación de este libro es un signo auspicioso, sobre todo si se lo considera como la apertura a un campo más amplio de una militancia que hizo de la discusión interna y de la organicidad vertical a la jefatura de Cristina su principal orgullo. No se trata de un gesto menor: el ejercicio que el libro propone –comprender y revertir la derrota–supone una mirada evaluativa sobre los puntos en los que fallaron las mediaciones políticas ensayadas durante los años del kirchnerismo en el gobierno. Lo político como saber democrático debe salir del secreto cada vez. Es lo que hacía el “agudísimo florentino” (así llamaba Spinoza a Maquiavelo) al publicar El príncipe, un libro de difusión popular sobre los secretos de las técnicas del poder.

Esta apuesta por la circulación de los saberes políticos está en la base de la apuesta por una potencia de la multitud sin la cual el príncipe contemporáneo no podría hacer gala de su virtud (Maquiavelo emplea la noción de virtú como potencia, diferente a la noción de virtud desde la moral). El sujeto del saber político es ante todo aquel que experimenta los límites de su voluntad y asume que la condición de éxito de sus actos depende en buena medida de los caprichos de la fortuna, es decir, que la eficacia de su obrar es siempre relativa con relación a la espesa concatenación de determinaciones que organizan la realidad sobre la que debe actuar. En otras palabras, el príncipe extrae su racionalidad, su saber histórico-político de las brechas abiertas por las luchas populares contra los poderosos (los grandes en el lenguaje del florentino). Son estas luchas las que poseen el potencial cognitivo a partir del cual puede crearse conciencia política. ¿Qué quiere decir que las luchas poseen un potencial cognitivo? Que iluminan aspectos de esa red causal que determina el espesor de una temporalidad, que exhiben zonas de ese fondo oscuro que es la pasionalidad humana. El conflicto social es como la escritura de un texto que será o no aprovechado por la sensibilidad de una lectura. Ese texto revela el vínculo que podemos trazar entre la fortuna y las luchas colectivas: ambas condicionan el virtuosismo de la acción política, anticipando la creación de figuras e instituciones, dentro del marco de la república, única forma de gobierno cuya razón de ser es esta practica inventiva.

 

 

La división fecunda

Para el agudísimo florentino la división social constituye el núcleo mismo de lo político entendido como actividad orientada a la fundación de la ciudad. Claude Lefort señala en Maquiavelo, lecturas de lo político: “Maquiavelo tiene la idea de que la sociedad está siempre dividida entre los que quieren dominar y los que no quiere ser dominados”. Se trata de una división instituyente que fundamenta la tarea de un nuevo poder político. En Maquiavelo, la división refiere al deseo de clase (fortuna) y crea las condiciones de la virtú del príncipe, quien obtiene su verdad en el movimiento continuado que va de la experiencia a su racionalización. La “fecundidad de lo político”, según Lefort, se encuentra para Maquiavelo, por ejemplo, en los “tumultos” suscitados por el “deseo de libertad del pueblo”, es decir, en el conflicto en torno a los humores contrapuestos entre aquellos que desean “mandar y oprimir” contra aquellos que no aceptan ser mandados ni oprimidos. Lo que interesa es la productividad política de esa división. Se trata de conflictos que exceden el choque de intereses y producen un saber sobre nuevas posibilidades de justicia: “la resistencia del pueblo, es más, sus reivindicaciones, son la condición de una relación fecunda con la ley que se manifiesta en la modificación de las leyes establecidas”. No se trata de la libertad como un ideal abstracto, sino de rechazo a la dominación. De modo que “humores, deseos, estas palabras que tienen el poder singular de evocar la vida de una sociedad evocan la idea de una fuerza que viene de abajo, que resiste la opresión y a la que solo la república puede abrir paso cuando cumple con su razón de ser: dar figura a la libertad política”.

 

El cuerpo plebeyo de lo político

Lefort concluye que con Maquiavelo “por primera vez la relación del hombre con Dios es abolida y reemplazada por la del hombre con la bestia”. No es de las alturas espirituales sino de la tierra de los cuerpos y las pasiones que se ofrecen nuevas posibilidades. Esto choca con cierta interpretación del proceso de la “fidelidad militante” del relato de Alain Badiou -inspirado en San Pablo- que en el caso de Selci es desplegada en clave de una conversión subjetiva radical en la dirección hacia una comunidad heroica, capaz de romper con el narcisismo que nos liga y nos subsume en la cultura de la demanda, de la pasividad y, en última instancia, del poder neoliberal. Esta conversión atañe en particular al cuerpo: el cuerpo, sometido a la individuación normalizada del deseo, se enfrenta al cuerpo que pasa a ser parte de un colectivo organizado gracias al encuadramiento y al papel de la conducción, se accede a la experiencia de una nueva responsabilidad: el “hacerse cargo” de aquello que se desea transformar. Afirma Selci: “El militante orgánico imita a su conducción, hace más que entender, acepta que la ‘realización’ de su discurso político comienza en su cuerpo y exactamente de esa forma se pone a disposición, se ofrece: en otros términos, encarna el paso de la teoría a la praxis”.

Este pasaje de un cuerpo a otro es presentado de modo perfectamente adecuado al modelo lógico de subjetivación previsto por Badiou en su teoría del acontecimiento, de manera que la práctica particular concreta –la militancia del autor– acaba por calzar a la perfección con una teoría formal que aspira a una validez universal. Pero lo que se gana en rigor lógico puede dilapidarse desde el punto de vista de la sensibilidad, dado que  los acontecimientos y/o politizaciones diversas (pensemos en la lucha contra la dictadura, los movimientos piqueteros de 2001, el conflicto por la resolución 125 contra los exportadores de granos, las asambleas en defensa del agua o contra la mega minería, o contra los femicidios) que recorren y alteran el campo social responden a modos subjetivos, o modalidades militantes, muy diversos, que no necesariamente se adecúan al formato de la organización populista. Existe así el riesgo de inferir que una organización estructurada con una conducción firme (y una filosofía que la enaltezca) realice una verdad superior a las múltiples formas de activismo, lucha y organización de la vida política efectiva. Pero entonces lo que estaría en juego es una idea de la verdad situada por encima del punto de vista de la práctica política, que bien podría definirse como el intento de dar soluciones compuestas de inmediato en y por la colectividad. Y otro riesgo sería el de suponer una imagen demasiado celestial del cuerpo disciplinado que se ofrece a la conducción –para devenir luego cuadro–, más bien desprendido su carácter bestial y menos poroso a los humores y deseos que determinan saberes colectivos y posibilidades políticas de los que depende el saber de las conducciones estructuradas.

Selci señala que el populismo tiene la ventaja de ser la teoría de una práctica que funciona. Quizás ese funcionamiento deba ser leído dentro del marco más amplio de la comprensión de lo popular-plebeyo, tal como es reconstituido en los “tumultos en los que se anticipa la posibilidad de una nueva figura política. Quizás la teoría del populismo sea un capítulo, el del deseo de la organización, dentro de un océano más rico y complejo de los maquiavelismos de quienes no desean ser gobernados. No ya el Maquiavelo de los fundadores del partido, sino el de los descubridores de la hipótesis del carácter aleatorio, de la relación intempestiva entre radicalidad del proyecto de liberación y la ausencia de las condiciones que la posibilitan. Aquel que “nos quiso decir que el terror –como escribió León Rozitchner–, aún en su contundencia destructiva, encubre un contrapoder más profundo que los pueblos deben despertar en sí mismos para vencer”.

 

 

 

[1] Precedido por el libro de cuentos de Violeta Kesselman, Intercambio sobre una organización, https://seminarioeuraca.files.wordpress.com/2018/05/violetakesselman_intercambiosobreunaogrnaizacion_2013.pdf

 

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

*

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.